lunes, septiembre 25, 2017

Último acorde para la Orquesta Roja

Último acorde para la Orquesta Roja, de Luis T. Bonmatí (Aguaclara, 1990)
En el último párrafo de la narración se escribe: “al acabar esta obsesión o novela…”. Pues bien, nada es más acertado que calificar como obsesión lo que uno ha ido leyendo hasta ese momento, pues responde, en efecto, al pormenorizado relato de un obstinado empeño: el del hijo de un antiguo espía ruso que busca denodadamente a su padre, a la vez que trata de rehabilitar la memoria de ese hombre que llegó a creer muerto y al que se le dio por traidor. Es, en resumen, la historia cierta de Luc Michel Barcza, nacionalizado español y locutor de radio en Alicante, que a finales de los ochenta intenta que un escritor acreditado y eficiente replique lo que años antes se había contado en La Orquesta Roja por el Gilles Perrault, autor que escribió sobre el papel que en la Segunda Guerra Mundial jugaron los espías soviéticos infiltrados bajo la denominación “Orquesta Roja”. Cuando Hitler se enteró de que la Orquesta “tocaba el piano” —como en la jerga de los especialistas se decía sobre su capacidad en el manejo de transmisores empleados para el envío de mensajes cifrados a Moscú—, y que encima lo hacían desde Bruselas, Paris, Londres, Amsterdam e incluso Berlín, o sea, en las narices mismas del Tercer Reich, lanzó a los perros guardianes de la Gestapo a la caza de “los músicos”. Para esa persecución se constituye una división especializada: “lograrán atrapar tocando el piano” a muchos de los integrantes y colaboradores del espionaje ruso. También cayó el director de la Orquesta, Leopold Trepper, judío de origen polaco, al que se instruyó en Moscú sobre el arte del espionaje en la Academia del Ejército Rojo. Cuando lo capturan comienza el llamado “Gran Juego”: convence a los nazis que dejen de torturar a sus compañeros a cambio de colaborar contra el estado soviético. Aunque lo cierto fue que parte de los miembros apresados de la Orquesta siguieron transmitiendo mensajes cifrados con información exacta sobre dónde, cuándo, con qué armas y con cuántas tropas iba atacar el ejército alemán a la URSS, incluyendo en esa información todo lo relativo a la batalla de Stalingrado. No obstante, el papel de aquel espurio colaboracionismo nunca quedó suficientemente  aclarado y al final de la guerra, el régimen soviético hizo que los “músicos” purgaran con años de ostracismo, destierro o cárcel las dudas que sobre ellos se cernían.
La descripción que Perrault hace todo ese período y de cómo actuaron en él los protagonistas, dejaba en mal lugar a Anatoli Gurévich, quien en febrero de 1939, a la edad de 26 años, se había convertido, bajo el pseudónimo de Kent, en agente clandestino del Ejército Rojo. Justo después de terminar su entrenamiento, se le envió a Bruselas, registrándose allí como un empresario uruguayo de nombre Vicente Sierra. Gurévich, Kent o Sierra, según se prefiera, fue lugarteniente de Trepper. Tras ser hecho prisionero colaboró, supuestamente, con los nazis y por ello, finalizada la contienda, y ya en Moscú, fue condenado a veinte años de trabajos forzados, de los que se le amnistió en 1955, cuando finalmente quedaron disipadas todas las dudas sobre su supuesta cooperación con los alemanes. Ese hombre, del que se perdió toda pista al acabar la II Guerra Mundial, era el padre al que Luc Michel Barcza buscó durante muchos años, el hombre al que quiso, también, restituirle la honra. 
"Esa obsesión de un tipo de 46 años por su padre me puso a escribir", afirma el narrador, que, a su vez,  deja traslucir tanto en las palabras con que abre la novela (A mi padre muerto como una desgracia: cerca. Para su padre, vivo como una fe: lejos.), como en el párrafo que a continuación transcribiré, y que habla de la muerte de su propio padre del enorme vacío a que lo sometió este fallecimiento, la predisposición a convertirse en la pluma adecuada que dé forma a esa obsesión por una ausencia paterna. 
(…) De camino a su cuarto, me crucé con la camilla sobre la que una sábana angulada no lograba ocultar la evidencia de la muerte. Seguro de la respuesta, pregunté al celador quién era pero, sin darle tiempo a responder, levanté la blancura, descubrí su cara. Llevaba intactas todas sus maravillosas arrugas: aún era mi padre. Le di un beso como si le estuviera diciendo hasta mañana, y fui adonde mi madre recogía y mojaba las cosas que el tiempo y la compañía acumulan en el cuarto de un enfermo. Antes de entrar en la oscuridad del depósito de cadáveres, donde él había llegado antes que nosotros, miré arriba y vi abrirse una noche de agosto en la que sólo faltaba la Vía Láctea que él me enseñó de niño. Ese día en el pueblo de mi padre eran precisamente sus fiestas y yo pensé: “Igual te has ido a verlas porque no puedes pasar por donde lo venden. Sin avisar, como de costumbre”. Porque amaba las fiestas y su pueblo, era muy bromista y, aunque al final sólo estaba triste porque la vida le gustaba tanto, sé que habría sonreído ante mi falta de respeto. Luego llegaron mis hermanos. Pocas veces he ido a su tumba. No hace falta: allí no está mi padre porque a mi padre yo siempre lo llevo en el bolsillo ya que era risueño, limpio de corazón y no pretendía dirigir a nadie. Ni siquiera necesito ver su foto para verlo.

Para ello, nos revela el autor, “El material básico estaba dado. Había que elegir el modo de contarlo". Y es que se disponía, claro, del testimonio directo de Luc, con la rememoración de cómo había transcurrido su infancia en la añoranza de un padre primero aparentemente muerto y luego probablemente vivo en una patria lejana e inaccesible como era la URSS. Y a ello se añadía un material no sólo valioso por lo que de testimonio suponía, las memorias de Margarete, la madre, sino casi literario, por la enorme fuerza narrativa que contenía, a la que una traducción adecuada y unas notas muy oportunas en los márgenes, convirtieron, casi, en la propia novela, no sólo por lo mucho que ocupan en ella, sino por la subyugante confesión que supone el relato en primera persona, parcial pero brillante, de cuál fue el papel de esta mujer de origen judío y procedencia checa, casada sin saberlo con un espía ruso, del que estuvo toda su vida perdidamente enamorada, que sufrió destierro, cárcel y privaciones después de una juventud acomodada burguesa, y que se enfrentó, acabada la guerra, a la difícil tarea de sacar adelante a sus dos hijos sin profesión ni maneras, con una mezcla de arrojo, encanto, promiscuidad y resignación que la convierten finalmente, y a mi juicio, en la verdadera protagonista de este libro escrito con el oficio de quien abordó en su día la empresa según este entender el oficio: 
Uno, más o menos, dedica la vida a aprender a escribir. Lee, comenta, aprende, ensaya, va recogiendo elementos dispersos con los que, en cierto momento, compondrá un puzzle maravilloso. Escribe poco: a veces porque no quiere, a veces porque no puede, a veces porque no le dejan o no sabe. Acierta de tarde en tarde en pequeños intentos, que los amigos le alaban. Le dan algún premiecillo o empujoncete. Recibe críticas de desconocidos, por lo general buena. Y llega un momento en que uno se ve dueño de la escritura y conocedor de la vida: entonces puede escribir una novela. Abandona en ciertos momentos. Desespera. Pero el absurdo de escribir algo decente vuelve a salir siempre, cada vez con más frecuencia y poder según la edad aumenta pero el tiempo disminuye. Hasta que se fija como un clavo, y entonces ese absurdo —al ser el único que a uno lo mantiene con vida, pero al no acabar de conseguirse— se hace innumerable. Si cesa, entonces uno está perdido para siempre. 
El que así habla, el que así escribió Último acorde para la Orquesta Roja, es Luis T. Bonmatí, que se convierte a su vez en coprotagonista de la trama como narrador que desvela al lector de qué manera se fraguó su redacción en respuesta, inicialmente reticente pero luego apasionada, a la insistencia con que le urgió a ello el conocer a Luc, su búsqueda, su orfandad, la fascinante historia de la vida de sus padres y la necesidad de poner por escrito todo aquel material histórico y a la vez literario de modo que se convirtiera en reclamo a través del que llegar, si seguía vivo, hasta el padre espía que vivía en la patria rusa. 
La novela se publicó en 1990. A su término el lector no sabe a ciencia cierta si finalmente se produjo el encuentro entre padre e hijo. Esa amputación del desenlace revela la verdadera naturaleza del libro: una empresa literaria, no una investigación histórica. De ello quedaban pocas dudas una vez abordada la lectura hasta sus últimos renglones: la reflexión sobre el proceso creativo, el celo con que se cuida de un discurso siempre claro pero siempre también matizado por su inspiración literaria y la urdimbre con que se teje el testimonio cierto pero literaturizado, además de sabiamente anotado, de Margarete, son, entre otros, los rasgos de un insobornable quehacer novelístico. Que finalmente no se sepa si el hijo llega a no a conocer al padre hace que toda la motivación de lo escrito repose no en la verdad histórica, sino en la obsesión de la búsqueda; y no otra cosa es la literatura que un ejercicio al que nos empujan las obsesiones.

lunes, septiembre 18, 2017

El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz)


El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz), de Juan Ignacio González (Bajamar, 2017)

Quizás esta poesía no alcance la bendición de quienes, con celo preceptivo, señalan qué tipo de versos deben escribirse en este tiempo (desde hace ya bastantes años, el plácet sólo lo disfrutan las greys pastoreadas, de un lado, por los adalides de la figuración de la experiencia o, del otro, de la abstracción instrospectiva). Es cierto, no obstante, que se ha abierto una tercera vía a la que Ángel Prieto L. de Paula llama de la rehumanización, basada en una poesía del desconsuelo que considera el arte como el espacio de la resistencia, pero aunque la intención pudiera serle afín, las formas de esta tendencia tampoco son las de El cuaderno de la guerra, de Juan Ignacio González. ¿Dónde situar entonces este poemario? Pues sencillamente en la particular y firme trayectoria personal de un autor que sigue escribiendo desde sus inicios hasta ahora con un pulso similar: su corazón bombea con energía épica un canto que, sobre cualquier otra cosa, honra a los desposeídos (por miseria, guerra o persecución) y evoca el destierro de la infancia y sus dioses tutelares (los padres esforzados).

Fijadas las coordenadas, conviene detallar lo que desde esa ubicación se levanta. ¿Cómo se aborda el proyecto? ¿Desde qué presupuestos? ¿Con qué herramientas? ¿A quién alcanza? Son éstas las elementales preguntas que cualquier reseña literaria se debe plantear; las preguntas a las que se debe intentar dar respuesta.

El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) es, desde su título, un libro de urgencias. Está escrito desde la trinchera, que es un lugar donde más que reflexión, se ejerce la defensa de la vida, la propia y la de quienes elegimos por compañeros de destino. Hay un poema breve, Manifiesto en favor de la prohibición del ajedrez, que resume el espíritu de este ejercicio literario cimentado en el compromiso: “Sacudid el tablero, la partida / debiera terminarse / cuando se mueren todos los peones.” El autor se alinea con los peones y anima al lector, a través un  modo imperativo que configura un destinatario colectivo al que se interpela, a defender la causa de los débiles en la alegoría que desarrollan los versos, que equiparan vida y ajedrez, rey y poder, peones y oprimidos.

El poemario se despliega así, tras la magnífica portada conceptual ideada por el equipo de Lloviendoletras, como una especie de bitácora donde se exprime la amargura del conflicto y las alianzas que en él se entablan. Lo dice bien la cita inicial de Saniya Saleh, considerada una de las mayores poetas sirias: “¿Qué haces aquí en la guerra” (…) Unirme más y más a quienes amo.” Aunque Saniya no vivió para ver el desmembramiento actual de su patria, su condición de mujer, su procedencia y, sobre todo, esos versos citados, la convierten en una inmejorable elección como arranque de un libro cuyo primer poema expone al lector la intención de abordar un descarnado inventario: “el número de víctimas, el coste de encalar los paredones de los fusilamientos, el mármol de las losas, (…) las lágrimas de las madres, los rostros de los huérfanos, (…) los pasos del suicida, y (…) nuestra derrotas (…) cada vez que el poder nos declara la guerra”.  Así se hace a lo largo de los treinta poemas que constituyen ese cuaderno bélico al que, como contrapunto, se le oponen algunas notas sobre la paz (veintiún poemas), donde, aunque el tono sigue instalado en el desaliento, se atisban ciertas señales de esperanza, entre las que destacaría, sobre todo, la redención cierta que narra el poema Versos sobre el origen de toda la esperanza, la historia de Kaba Mamadi Kante, uno de esos peones al que la vida convirtió en polizón de un carguero, que llegó a la tierra prometida y en ella encontró, gracias a la protección solidaria, un futuro.  

La intención queda expresada y también el ámbito de responsabilidad cívica desde el que se postula, que tiene el poder de provocar la creación, pero que no la justifica, porque como acertadamente afirmó John Ashbery, que había vivido en una era de turbulencias políticas sin por ello componer himnos sociales. “Poesía es poesía. Protesta es protesta”. Los poemas de Juan Ignacio González parten mayormente del desgarro social, pero se construyen con propósito de belleza. La urgencia no les exime de la imprescindible exigencia formal, siguiendo la senda ejemplar que en tal sentido dejó abierta la obra de Yannis Ritsos, a quien se homenajea en dos composiciones que constituyen un oportunísimo epílogo al cuaderno de la guerra, de tal modo que cerrándolo así queda explicitada la inspiración no sólo de fondo, sino también de forma, que lo alumbró.

Las herramientas que para ello se emplean tienen mucho que ver con la poesía apelativa. El empleo recurrente del imperativo, en singular o plural, pero casi siempre dirigido hacia un lector colectivo, convierte la experiencia íntima del dolor, de la añoranza, también a veces, aunque escasas, del amor, no en un motivo de introspección, sino de oración laica, de himno arrebatado, de parábola sobre la que construir la complicidad y el compromiso colectivo. Este tipo de poemas requiere un verso largo, un ritmo subyugante que ayude a contagiar su vibración épica, una adjetivación profusa (a veces redundante, pero por ello quizás hasta más efectiva) y una impostación, en ocasiones, casi de púlpito. El poeta no baja casi nunca la guardia, permanece durante casi todo el libro con la frente alta, el tono arrebatado y voz emocionada. El ejemplo quizás más conseguido de este tono es Fiat Lux, un largo poema que aspira a convertirse en recitación colectiva, en canción, en rezo laico. Se relacionan en él diversos y trágicos oprobios sufridos por los débiles a lo largo, fundamentalmente, del siglo XX: Darfur, Saigón, Sarajevo, Gaza, Ciudad Juárez son algunos de sus escenarios. En medio de tanto desastre, sólo a la mano del propio hombre debido, un grito: ¡Hágase la luz!

Ese es el ámbito global, el del mundo que se da por territorio urgido de redención, de poesía, el ámbito también de la memoria a reparar, la de los niños de la guerra o la de la presas de Saturrarán, la de los esclavos de Alabama o los muertos sin nombre de Hart Island, pero cuando Juan Ignacio González circunscribe su perspectiva a lo más íntimo deja también una puerta abierta, aun entonces, a que ese sentimiento personal pueda convertirse, de algún modo, en una suerte de comunión colectiva. Así lo veo al leer Creencias, un poema breve que dice: Tocar la piel de un niño / en el primer minuto de su vida / o acompañar a un padre / asido de su mano, / en el último instante de la suya. / Lo más cerca de Dios que habrás estado. La experiencia personal da paso a una advertencia dirigida al lector. Esta poesía precisa, en todo momento, del otro, al que se apela casi desesperadamente, del que se solicita comprensión y empatía. 

Sólo el lector da sentido a este cuaderno. Hay libros que se escriben como consuelo. Que al ponerse en pie ofrecen, por fin, la imagen exacta de nuestro dolor. Que sean leídos también alivia, pero de una manera sólo complementaria. El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) necesita, sin embargo, imperiosamente de que lector haga suyos también estos poemas. Pensando en él se ha escrito, apelando a su complicidad, urgiendo su compromiso con cuanto de denuncia expone, pero también con toda la belleza que lo levanta desde el suelo hasta el corazón de quienes lo leemos tan en alto como el pecho nos urge.