Último acorde para la Orquesta Roja, de Luis T. Bonmatí (Aguaclara, 1990)
En el último párrafo de la narración se escribe: “al acabar esta obsesión o novela…”. Pues bien, nada es más acertado
que calificar como obsesión lo que uno ha ido leyendo hasta ese momento, pues
responde, en efecto, al pormenorizado relato de un obstinado empeño: el del
hijo de un antiguo espía ruso que busca denodadamente a su padre, a la vez que
trata de rehabilitar la memoria de ese hombre que llegó a creer muerto y al que
se le dio por traidor. Es, en resumen, la historia cierta de Luc Michel Barcza,
nacionalizado español y locutor de radio en Alicante, que a finales de los
ochenta intenta que un escritor acreditado y eficiente replique lo que años
antes se había contado en La Orquesta Roja por el Gilles
Perrault, autor que escribió sobre el papel que en la Segunda Guerra
Mundial jugaron los espías soviéticos infiltrados bajo la denominación “Orquesta
Roja”. Cuando Hitler se enteró de que la Orquesta “tocaba el piano” —como en la jerga de los especialistas se decía
sobre su capacidad en el manejo de transmisores empleados para el envío de
mensajes cifrados a Moscú—, y que encima lo hacían desde Bruselas, Paris,
Londres, Amsterdam e incluso Berlín, o sea, en las narices mismas del Tercer
Reich, lanzó a los perros guardianes de la Gestapo a la caza de “los músicos”. Para esa persecución se
constituye una división especializada: “lograrán
atrapar tocando el piano” a muchos de los integrantes y colaboradores del
espionaje ruso. También cayó el director de la Orquesta, Leopold Trepper, judío
de origen polaco, al que se instruyó en Moscú sobre el arte del espionaje en la
Academia del Ejército Rojo. Cuando lo capturan comienza el llamado “Gran Juego”: convence a los nazis que
dejen de torturar a sus compañeros a cambio de colaborar contra el estado
soviético. Aunque lo cierto fue que parte de los miembros apresados de la
Orquesta siguieron transmitiendo mensajes cifrados con información exacta sobre
dónde, cuándo, con qué armas y con cuántas tropas iba atacar el ejército alemán
a la URSS, incluyendo en esa información todo lo relativo a la batalla de
Stalingrado. No obstante, el papel de aquel espurio colaboracionismo nunca
quedó suficientemente aclarado y al
final de la guerra, el régimen soviético hizo que los “músicos” purgaran con años de ostracismo, destierro o cárcel las
dudas que sobre ellos se cernían.
La descripción que Perrault hace todo ese período y de cómo actuaron en él
los protagonistas, dejaba en mal lugar a Anatoli Gurévich, quien en febrero de
1939, a la edad de 26 años, se había convertido, bajo el pseudónimo de Kent, en
agente clandestino del Ejército Rojo. Justo después de terminar su
entrenamiento, se le envió a Bruselas, registrándose allí como un empresario
uruguayo de nombre Vicente Sierra. Gurévich, Kent o Sierra, según se prefiera,
fue lugarteniente de Trepper. Tras ser hecho prisionero colaboró, supuestamente, con
los nazis y por ello, finalizada la contienda, y ya en Moscú, fue condenado a veinte
años de trabajos forzados, de los que se le amnistió en 1955, cuando finalmente
quedaron disipadas todas las dudas sobre su supuesta cooperación con los
alemanes. Ese hombre, del que se perdió toda pista al acabar la II Guerra
Mundial, era el padre al que Luc Michel Barcza buscó durante muchos años, el
hombre al que quiso, también, restituirle la honra.
"Esa obsesión de un tipo de 46
años por su padre me puso a escribir", afirma el narrador, que, a su
vez, deja traslucir tanto en las
palabras con que abre la novela (A mi
padre muerto como una desgracia: cerca. Para
su padre, vivo como una fe: lejos.), como en el párrafo que a continuación
transcribiré, y que habla de la muerte de su propio padre —del enorme vacío a
que lo sometió este fallecimiento—, la predisposición a convertirse en la pluma
adecuada que dé forma a esa obsesión por una ausencia paterna.
(…) De camino a
su cuarto, me crucé con la camilla sobre la que una sábana angulada no lograba
ocultar la evidencia de la muerte. Seguro de la respuesta, pregunté al celador
quién era pero, sin darle tiempo a responder, levanté la blancura, descubrí su
cara. Llevaba intactas todas sus maravillosas arrugas: aún era mi padre. Le di
un beso como si le estuviera diciendo hasta mañana, y fui adonde mi madre
recogía y mojaba las cosas que el tiempo y la compañía acumulan en el cuarto de
un enfermo. Antes de entrar en la oscuridad del depósito de cadáveres, donde él
había llegado antes que nosotros, miré arriba y vi abrirse una noche de agosto
en la que sólo faltaba la Vía Láctea que él me enseñó de niño. Ese día en el
pueblo de mi padre eran precisamente sus fiestas y yo pensé: “Igual te has ido
a verlas porque no puedes pasar por donde lo venden. Sin avisar, como de
costumbre”. Porque amaba las fiestas y su pueblo, era muy bromista y, aunque al
final sólo estaba triste porque la vida le gustaba tanto, sé que habría
sonreído ante mi falta de respeto. Luego llegaron mis hermanos. Pocas veces he
ido a su tumba. No hace falta: allí no está mi padre porque a mi padre yo
siempre lo llevo en el bolsillo ya que era risueño, limpio de corazón y no
pretendía dirigir a nadie. Ni siquiera necesito ver su foto para verlo.
Para ello, nos revela el autor, “El
material básico estaba dado. Había que elegir el modo de contarlo". Y
es que se disponía, claro, del testimonio directo de Luc, con la rememoración
de cómo había transcurrido su infancia en la añoranza de un padre primero
aparentemente muerto y luego probablemente vivo en una patria lejana e
inaccesible como era la URSS. Y a ello se añadía un material no sólo valioso
por lo que de testimonio suponía, las memorias de Margarete, la madre, sino
casi literario, por la enorme fuerza narrativa que contenía, a la que una
traducción adecuada y unas notas muy oportunas en los márgenes, convirtieron,
casi, en la propia novela, no sólo por lo mucho que ocupan en ella, sino por la
subyugante confesión que supone el relato en primera persona, parcial pero
brillante, de cuál fue el papel de esta mujer de origen judío y procedencia
checa, casada sin saberlo con un espía ruso, del que estuvo toda su vida
perdidamente enamorada, que sufrió destierro, cárcel y privaciones después de
una juventud acomodada burguesa, y que se enfrentó, acabada la guerra, a la difícil tarea
de sacar adelante a sus dos hijos sin profesión ni maneras, con una mezcla de arrojo, encanto, promiscuidad
y resignación que la convierten finalmente, y a mi juicio, en la verdadera
protagonista de este libro escrito con el oficio de quien abordó en su día la
empresa según este entender el oficio:
Uno, más o menos, dedica la vida a aprender a escribir. Lee, comenta,
aprende, ensaya, va recogiendo elementos dispersos con los que, en cierto
momento, compondrá un puzzle maravilloso. Escribe poco: a veces porque no
quiere, a veces porque no puede, a veces porque no le dejan o no sabe. Acierta
de tarde en tarde en pequeños intentos, que los amigos le alaban. Le dan algún
premiecillo o empujoncete. Recibe críticas de desconocidos, por lo general
buena. Y llega un momento en que uno se ve dueño de la escritura y conocedor de
la vida: entonces puede escribir una novela. Abandona en ciertos momentos.
Desespera. Pero el absurdo de escribir algo decente vuelve a salir siempre, cada
vez con más frecuencia y poder según la edad aumenta pero el tiempo disminuye.
Hasta que se fija como un clavo, y entonces ese absurdo —al ser el único que a
uno lo mantiene con vida, pero al no acabar de conseguirse— se hace
innumerable. Si cesa, entonces uno está perdido para siempre.
El que así habla, el que así escribió Último acorde para la Orquesta
Roja, es Luis T. Bonmatí, que se convierte a su vez en coprotagonista
de la trama como narrador que desvela al lector de qué manera se fraguó su redacción en
respuesta, inicialmente reticente pero luego apasionada, a la insistencia con
que le urgió a ello el conocer a Luc, su búsqueda, su orfandad, la fascinante
historia de la vida de sus padres y la necesidad de poner por escrito todo
aquel material histórico y a la vez literario de modo que se convirtiera en
reclamo a través del que llegar, si seguía vivo, hasta el padre espía que vivía
en la patria rusa.
La novela se publicó en 1990. A su término el lector no sabe a ciencia
cierta si finalmente se produjo el encuentro entre padre e hijo. Esa amputación
del desenlace revela la verdadera naturaleza del libro: una empresa literaria,
no una investigación histórica. De ello quedaban pocas dudas una vez abordada
la lectura hasta sus últimos renglones: la reflexión sobre el proceso creativo,
el celo con que se cuida de un discurso siempre claro pero siempre también matizado por su inspiración literaria y la urdimbre con que se teje el
testimonio cierto pero literaturizado, además de sabiamente anotado, de
Margarete, son, entre otros, los rasgos de un insobornable quehacer novelístico.
Que finalmente no se sepa si el hijo llega a no a conocer al padre hace que
toda la motivación de lo escrito repose no en la verdad histórica, sino en la
obsesión de la búsqueda; y no otra cosa es la literatura que un ejercicio al
que nos empujan las obsesiones.
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