El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz), de Juan Ignacio González (Bajamar, 2017)
Quizás esta poesía no alcance la bendición de
quienes, con celo preceptivo, señalan
qué tipo de versos deben escribirse en este tiempo (desde hace ya bastantes
años, el plácet sólo lo disfrutan las greys pastoreadas, de un lado, por los
adalides de la figuración de la experiencia o, del otro, de la abstracción
instrospectiva). Es cierto, no obstante, que se ha abierto una tercera vía a la
que Ángel Prieto L. de Paula llama de la rehumanización, basada en una poesía
del desconsuelo que considera el arte como el espacio de la resistencia, pero aunque
la intención pudiera serle afín, las formas de esta tendencia tampoco son las de
El
cuaderno de la guerra, de Juan Ignacio González. ¿Dónde situar entonces
este poemario? Pues sencillamente en la particular y firme trayectoria personal
de un autor que sigue escribiendo desde sus inicios hasta ahora con un pulso similar:
su corazón bombea con energía épica un canto que, sobre cualquier otra cosa,
honra a los desposeídos (por miseria, guerra o persecución) y evoca el
destierro de la infancia y sus dioses tutelares (los padres esforzados).
Fijadas las coordenadas, conviene detallar lo que
desde esa ubicación se levanta. ¿Cómo se aborda el proyecto? ¿Desde qué
presupuestos? ¿Con qué herramientas? ¿A quién alcanza? Son éstas las
elementales preguntas que cualquier reseña literaria se debe plantear; las
preguntas a las que se debe intentar dar respuesta.
El
cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) es, desde su título, un libro de
urgencias. Está escrito desde la trinchera, que es un lugar donde más que
reflexión, se ejerce la defensa de la vida, la propia y la de quienes elegimos
por compañeros de destino. Hay un poema breve, Manifiesto en favor de la prohibición del ajedrez, que resume el
espíritu de este ejercicio literario cimentado en el compromiso: “Sacudid el tablero, la partida / debiera
terminarse / cuando se mueren todos los peones.” El autor se alinea con los
peones y anima al lector, a través un modo imperativo que configura un destinatario
colectivo al que se interpela, a defender la causa de los débiles en la
alegoría que desarrollan los versos, que equiparan vida y ajedrez, rey y poder,
peones y oprimidos.
El poemario se despliega así, tras la magnífica
portada conceptual ideada por el equipo de Lloviendoletras,
como una especie de bitácora donde se exprime la amargura del conflicto y las
alianzas que en él se entablan. Lo dice bien la cita inicial de Saniya Saleh,
considerada una de las mayores poetas sirias: “¿Qué haces aquí en la guerra” (…) Unirme más y más a quienes amo.”
Aunque Saniya no vivió para ver el desmembramiento actual de su patria, su
condición de mujer, su procedencia y, sobre todo, esos versos citados, la convierten
en una inmejorable elección como arranque de un libro cuyo primer poema expone al
lector la intención de abordar un descarnado inventario: “el número de víctimas, el
coste de encalar los paredones de los fusilamientos, el mármol de las losas, (…)
las lágrimas de las madres, los rostros de los huérfanos, (…) los pasos del
suicida, y (…) nuestra derrotas (…) cada vez que el poder nos declara la guerra”.
Así se hace a lo largo de los treinta
poemas que constituyen ese cuaderno bélico al que, como contrapunto, se le
oponen algunas notas sobre la paz (veintiún poemas), donde, aunque el tono
sigue instalado en el desaliento, se atisban ciertas señales de esperanza,
entre las que destacaría, sobre todo, la redención cierta que narra el poema Versos sobre el origen de toda la esperanza,
la historia de Kaba Mamadi Kante, uno de esos peones al que la vida convirtió
en polizón de un carguero, que llegó a la tierra prometida y en ella encontró,
gracias a la protección solidaria, un futuro.
La intención queda expresada y también el ámbito de
responsabilidad cívica desde el que se postula, que tiene el poder de provocar
la creación, pero que no la justifica, porque como acertadamente afirmó John Ashbery,
que había vivido en una era de turbulencias políticas sin por ello componer himnos
sociales. “Poesía es poesía. Protesta es
protesta”. Los poemas de Juan Ignacio González parten mayormente del
desgarro social, pero se construyen con propósito de belleza. La urgencia no
les exime de la imprescindible exigencia formal, siguiendo la senda ejemplar
que en tal sentido dejó abierta la obra de Yannis Ritsos, a quien se homenajea
en dos composiciones que constituyen un oportunísimo epílogo al cuaderno de la
guerra, de tal modo que cerrándolo así queda explicitada la inspiración no sólo
de fondo, sino también de forma, que lo alumbró.
Las herramientas que para ello se emplean tienen
mucho que ver con la poesía apelativa. El empleo recurrente del imperativo, en
singular o plural, pero casi siempre dirigido hacia un lector colectivo, convierte
la experiencia íntima del dolor, de la añoranza, también a veces, aunque escasas,
del amor, no en un motivo de introspección, sino de oración laica, de himno
arrebatado, de parábola sobre la que construir la complicidad y el compromiso
colectivo. Este tipo de poemas requiere un verso largo, un ritmo subyugante que
ayude a contagiar su vibración épica, una adjetivación profusa (a veces
redundante, pero por ello quizás hasta más efectiva) y una impostación, en
ocasiones, casi de púlpito. El poeta no baja casi nunca la guardia, permanece
durante casi todo el libro con la frente alta, el tono arrebatado y voz
emocionada. El ejemplo quizás más conseguido de este tono es Fiat Lux, un largo poema que aspira a
convertirse en recitación colectiva, en canción, en rezo laico. Se relacionan
en él diversos y trágicos oprobios sufridos por los débiles a lo largo,
fundamentalmente, del siglo XX: Darfur, Saigón, Sarajevo, Gaza, Ciudad Juárez
son algunos de sus escenarios. En medio de tanto desastre, sólo a la mano del
propio hombre debido, un grito: ¡Hágase
la luz!
Ese es el ámbito global, el del mundo que se da por
territorio urgido de redención, de poesía, el ámbito también de la memoria a
reparar, la de los niños de la guerra o la de la presas de Saturrarán, la de
los esclavos de Alabama o los muertos sin nombre de Hart Island, pero cuando Juan
Ignacio González circunscribe su perspectiva a lo más íntimo deja también una
puerta abierta, aun entonces, a que ese sentimiento personal pueda convertirse,
de algún modo, en una suerte de comunión colectiva. Así lo veo al leer Creencias, un poema breve que dice: Tocar la piel de un niño / en el primer
minuto de su vida / o acompañar a un padre / asido de su mano, / en el último
instante de la suya. / Lo más cerca de Dios que habrás estado. La
experiencia personal da paso a una advertencia dirigida al lector. Esta poesía precisa,
en todo momento, del otro, al que se apela casi desesperadamente, del que se
solicita comprensión y empatía.
Sólo el lector da sentido a este cuaderno. Hay libros que se escriben como consuelo. Que al ponerse en pie ofrecen, por fin, la imagen exacta de nuestro dolor. Que sean leídos también alivia, pero de una manera sólo complementaria. El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) necesita, sin embargo, imperiosamente de que lector haga suyos también estos poemas. Pensando en él se ha escrito, apelando a su complicidad, urgiendo su compromiso con cuanto de denuncia expone, pero también con toda la belleza que lo levanta desde el suelo hasta el corazón de quienes lo leemos tan en alto como el pecho nos urge.
Sólo el lector da sentido a este cuaderno. Hay libros que se escriben como consuelo. Que al ponerse en pie ofrecen, por fin, la imagen exacta de nuestro dolor. Que sean leídos también alivia, pero de una manera sólo complementaria. El cuaderno de la guerra (y algunas notas sobre la paz) necesita, sin embargo, imperiosamente de que lector haga suyos también estos poemas. Pensando en él se ha escrito, apelando a su complicidad, urgiendo su compromiso con cuanto de denuncia expone, pero también con toda la belleza que lo levanta desde el suelo hasta el corazón de quienes lo leemos tan en alto como el pecho nos urge.
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