Llegar a un faro que ilumina la singladura del poniente y aguardar allí, con la misma paciencia con que mantienen su sedal en la marea los pescadores de caña, a que se acueste, como un paquidermo, el urdido telón del día. Plantar el trípode sobre la hierba como un trébede ambulante donde se cocina, con las brasas del ocaso, a fuego lento, la larga exposición de una luz que apaga sin prisa su calor en las aguas y termina volviéndose intensamente azul.
Subo al faro de Laxe para fotografiar el atardecer. Tomo varios planos. Cuando el sol se oculta y los espectadores se van retirando, uno de ellos se acerca y me pregunta si he grabado toda la puesta de sol. Para su contrariedad, le informo de que me he limitado a registrar largas exposiciones, pero ningún vídeo. Qué lástima, exclama, pensé que quizás habría quedado registrado el rayo verde. Ante mi asombro, me confirma que, en efecto, se está refiriendo al mítico “rayo verde” de Julio de Verne, de Eric Rohmer. Sí, a un rayo verde fugaz e intenso que allí mismo, en el modesto faro de Laxe, acaba de suceder ante aquel cazador de atardeceres que lo ha engarzado como una cuenta más, la décimo cuarta según relata orgulloso, del collar prodigioso de sus paciencias.
Escribe Verne que ese momento produce en el horizonte "...un verde que ningún artista podría jamás obtener en su paleta, un verde del cual ni los variados tintes de la vegetación ni los tonos del más limpios del mar podrían nunca producir un igual! Si hay un verde en el Paraíso, no puede ser salvo de este tono, que muy seguramente es el verdadero verde de la Esperanza!". Si así es, si el rayo verde es más que un color la ilusión de un color irreproducible, de qué serviría el esfuerzo de atraparlo en una grabación que nunca va a ser fiel a la íntima sensación de hallazgo que este entusiasta de los atardeceres persigue desde hace años con la esperanza de un iluminado que no lleva consigo cámara alguna, que confía en la complicidad de un observador deslumbrado también por el milagro, al que le pregunta por el rastro de una fijación gráfica, pero del que espera, sobre todo, la mirada de una revelación compartida.
Al abandonar el lugar, descubrí algo más abajo un mirador recogido al que no llegaba el viento, que miraba fijamente hacia las ventanas recién alumbradas de Camelle. La marea parecía remansada, sin dolor ya. Mantenía a lo lejos un rastro de herida contenida. El rayo verde estaba de este lado, tendido sobre la vegetación absorta en que la luz última alentaba la vida a recuperar después de la noche.
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