Saliendo hoy al Náutico el espectáculo era memorable. Por detrás del cabo de San Lorenzo iba llegando una luz encarnada que pisaba de puntillas la juntura de mar y cielo. Una luz que parecía el resplandor hipnótico de un incendio que estuviera quemando el mundo al otro lado de la silueta del cabo, por encima de su perfil aún nocturno, sobre las cuentas de ese collar de luces que ilumina la bahía hasta la mañana. Se quedó uno por un rato mirando cómo esas brasas lejanas se reflejaban entre los pliegues de las nubes, sobre la línea quebrada de la fachada marítima, poniéndole un perfil ardiente a las formas resucitadas, como si éstas precisaran del fulgor de una llama para volver a la vida. Andaba uno deseando que todo ese amanecer fuera lento y preciso, que llegase con la cansina prudencia de los viejos trenes a las estaciones, cuando, casi sin querer, reparó en la confusa mentira de esa ilusión: nada se acercaba; éramos nosotros los que viajábamos hacia el incendio. La playa, la ciudad, los paseantes de esta mañana roja íbamos al encuentro del amanecer, del sol. Ese leve matiz me puso en la pista de pronto de que ciertos deslizamientos suaves, ciertas rotaciones imperceptibles, la voluntad de la mirada y el impulso de unos cuantos pasos, nos llevan a menudo desde la noche al día.
viernes, enero 30, 2009
miércoles, enero 28, 2009
Camino del trabajo
Por las mañanas temprano, camino del trabajo uno termina encontrándose a menudo con la misma gente y, poco más o menos, a la misma altura del camino. En la esquina donde estuviera Deportes Covadonga —allí me compraron de crío unos playeros John Smith de bota que juraría han sido lo más bonito que nunca han calzado mis pies—, en ese lugar, digo, suelen despedirse una pareja de novios. Uno cree que lo son por la forma un poco desesperada en como se abrazan. En como lo abraza sobre todo ella a él. Hay en esos besos como una prolongación agónica y pública de lo que más íntimamente debió de suceder por la noche. En ocasiones, antes de llegar a ese punto, me la cruzo a ella sola. Es guapa y alta. Camina con una mezcla de desaliento y enojo. Fumando. Y en la cara lleva como un rastro de amores nefastos. Eso creo. Me cuadra, además, con la manera en que se cuelga del cuello de su amante por las mañanas.
lunes, enero 26, 2009
Vida jónica
Hay ocasiones en que valoramos por comparación la vida, sus pedazos. Y no siempre los modelos son otras vidas. A veces, la reflexión se establece frente al espejo. Como en el callejón del gato, la imagen reflejada tiende a menudo a las formas esperpénticas. En la que nos ofrece ese recodo de la existencia que son las tardes de un domingo de invierno, ventoso y frío, hay algo de alucinación. De repente nos vemos enfrentados a una desproporcionada columna jónica. De perímetro y altura inabarcables. Tan refulgentemente marmórea que mantenerla en la pupila nos volvería ciegos. Coronada por un capitel que pierde en las alas su sobriedad. Allí el buril caprichoso del cantero esculpió dos volutas. Dos matasuegras recogidos con tristeza de domingo y de invierno. Con la inapetencia de esos días en que falta ánimo bastante hasta para soplarlos. Para resquebrajar a golpe de aliento esa pilastra intimidante que de repente nos parece la vida.
miércoles, enero 21, 2009
lunes, enero 19, 2009
Los Diarios según Bonhome
Habría que preguntarle a él, al pintor, qué quiso finalmente dibujar. Uno se ve al menos esbelto, lo que no es moco de pavo. Se advierte funambulista sobre el cascajo, lo que parece una visión certera de estos apuntes. Y descubre con desasosiego un espacio en blanco que le divide los hemisferios. El rostro. Es la senda sobre el Mar Rojo. Por ahí va Moisés. Arrastra, como si fueran latas de just married, las tablas de la ley. Tengo levita. Me queda holgada. Ando amputado de manos. Como si Bonhome, su subconsciente, quisiera prevenirme de su uso —mayormente el pseudoliterario—. Porto a la espalda una marmita de contenido incierto. La lechera de las ilusiones. La que se va al carajo a diario.
miércoles, enero 14, 2009
Énfasis
En casi todos los énfasis hay culpa: la que se desea ocultar; o la que se pretende provocar.
domingo, enero 11, 2009
Un reloj de saboneta
Guardo aún memoria fiel de lo soñado esta noche. Tenía que ver con un reloj de saboneta, un payaso y dos palabras: Entrego y Muerto. Un suceso extraño y desasosegante. Pensando en si ponerlo o no por escrito, me acordé de un par de citas de Andrés Trapiello que venían al pelo. La primera hace referencia a ese “principio según el cual contar sueños es de tan mala educación como contar dinero en público”. La segunda, por su parte, tiene que ver con la interpretación de estas historias algo alucinadas que se arman en lo oscuro y nos asombran a la mañana: “Ya lo han dicho otros. El psicoanálisis es un género más de la literatura. Pero yo, además, he sacado esta conclusión: lo que hizo Freud con los sueños fue un cinefórum”. Quizás sea algo hiperbólica la ironía, pero si la cito es porque haciéndole caso en esto al leonés, renuncio a darle sentido a lo que sigue, aunque finalmente no a contarlo:
Tenía él un viejo reloj de saboneta que había heredado de su padre. Un reloj con una esfera grande que parecía una luna atacada por hongos del espacio. Un reloj de la marca Entrego. Como el nombre del payaso. El payaso Entrego. Un tipo popular entre los niños. Algo repulsivo, sin embargo, a los ojos de los adolescentes. Y sobre quien los adultos mantenían un recelo que se alentaba al imaginárselo sin maquillaje. Una sospecha de pederastia, eso sí, sin más argumentos que vagas pulsiones. Toda esa leyenda algo turbia sobre el hombre que evocaba la marca de su reloj, le empujó a encargar el cambio de aquellas letras que indicaban la procedencia de su fábrica por otras nuevas que nunca supo muy bien por qué fueron las que forman la palabra Muerto. El reloj Muerto. Paradoja de una evidencia sonora: el tic tac de sus vísceras poseía una infalibilidad de orfebrería artesana que no pronosticaba avería alguna ni en su vida próxima ni en la futura más lejana. La nueva palabra elegida no propiciaba bromas como la anterior. Más bien solía torcer el gesto de quien la leía, al modo en que lo fúnebre despierta malestar por parecer siempre de mal agüero. Al reloj, además de cambiársele el nombre, se le aplicó un fungicida por las orillas y se le abrillantaron las agujas y los números romanos. Mantuvo siempre una precisión suiza. Incluso en los instantes últimos en que se detuvo el pulso de su dueño. Entonces, durante la inaprensible fracción de tiempo en que se acompasaron los silencios de la maquinaria exhausta del hombre y del impulso que transcurre entre el tic y el tac del reloj, pudo desvelarse en aquel nuevo nombre elegido un fugaz sentido que quedó en nada cuando se cumplió el rito pendular de su onomatopeya -en la que quizás un oído malévolo pudo adivinar el eco lejano de la torva risa del clown Entrego-.
Tenía él un viejo reloj de saboneta que había heredado de su padre. Un reloj con una esfera grande que parecía una luna atacada por hongos del espacio. Un reloj de la marca Entrego. Como el nombre del payaso. El payaso Entrego. Un tipo popular entre los niños. Algo repulsivo, sin embargo, a los ojos de los adolescentes. Y sobre quien los adultos mantenían un recelo que se alentaba al imaginárselo sin maquillaje. Una sospecha de pederastia, eso sí, sin más argumentos que vagas pulsiones. Toda esa leyenda algo turbia sobre el hombre que evocaba la marca de su reloj, le empujó a encargar el cambio de aquellas letras que indicaban la procedencia de su fábrica por otras nuevas que nunca supo muy bien por qué fueron las que forman la palabra Muerto. El reloj Muerto. Paradoja de una evidencia sonora: el tic tac de sus vísceras poseía una infalibilidad de orfebrería artesana que no pronosticaba avería alguna ni en su vida próxima ni en la futura más lejana. La nueva palabra elegida no propiciaba bromas como la anterior. Más bien solía torcer el gesto de quien la leía, al modo en que lo fúnebre despierta malestar por parecer siempre de mal agüero. Al reloj, además de cambiársele el nombre, se le aplicó un fungicida por las orillas y se le abrillantaron las agujas y los números romanos. Mantuvo siempre una precisión suiza. Incluso en los instantes últimos en que se detuvo el pulso de su dueño. Entonces, durante la inaprensible fracción de tiempo en que se acompasaron los silencios de la maquinaria exhausta del hombre y del impulso que transcurre entre el tic y el tac del reloj, pudo desvelarse en aquel nuevo nombre elegido un fugaz sentido que quedó en nada cuando se cumplió el rito pendular de su onomatopeya -en la que quizás un oído malévolo pudo adivinar el eco lejano de la torva risa del clown Entrego-.
domingo, enero 04, 2009
Occidente
Occidente, Juan Carlos Gea. Trea, Gijón, 2008. 87 pp. 12 €.
Cuántas veces los hispanistas nos han desvelado lo que apenas sabíamos de nuestro país, con cuánta pasión investigan su historia. Pues bien, sepan que no es menor la que pone Juan Carlos Gea en su ciudad de adopción con Occidente. Aquí llegó desde su Albacete natal en 1993. Le oí comentar en una entrevista radiofónica que lo recibió una lluvia persistente, un prolongado cielo gris. Nada nuevo. Se trataba, me temo, de esa acuarela que tan a menudo desarbola el ánimo del visitante y de la que siempre nos quejamos los de aquí a pesar de que, finalmente, acaba siendo el plasma mismo de nuestras añoranzas. Este libro se levanta sobre la ciudad de Gijón aun sin nombrarla más que a través de esos pilotos de barcos extranjeros para los que “Cuesta menos amar este lugar o detestarlo / que pronunciar su nombre; / en sí mismo, una doble empalizada / velar-sordo-fricativa. Un fonético fielato”; por lo que cuando intentan ponerse al pairo de su puerto entonan una incomprensible plegaria sólo apta para oídos de radiotelegrafistas: “Hihon pilots, Hihon pilots”.
Gea mantiene las maneras discursivas que caracterizaron su libro anterior, El temblor, una escritura digresiva que parece alejarse por momentos, como en los solos jazzísticos, del tema principal y que sin embargo vuelve a él tras transitar por referencias paralelas, tras mantener un pulso interpretativo con ritmo casi de galope y según una arquitectura que se desvela finalmente bien trabada. Aquel libro, como ahora Occidente, recrean materializaciones del mal a lo largo de la historia. El temblor contaba el terremoto que sacudió Lisboa en 1755. Occidente, a la vez que se pasea por la ciudad desde la que se escribe, se afana en una cata alegórica de su pasado, buscando en los estratos sobre los que nos asentamos “el coro de las osamentas trituradas”, ese desasosiego desesperanzado que amenaza ruina. Para el autor, el final de la historia no es el que se imaginó Hegel en Jena, o más tarde Marx o recientemente Fukuyama. Este capítulo último de la historia que nos cuenta Gea tiene que ver más bien con el propio título de la obra, con esa palabra que es “Una misma palabra / para el sol al ponerse y es borde del mundo. / Para aquello que está / desplomándose en la tierra. Que se hunde. / Lo que va para la ruina. / Lo que expira y decae, y quien muere o es muerto. / O quizá esté muriendo / todo el tiempo sin parar, muy lentamente. / Occidens: Occidente”. Y uno de entre los muchos indicios de esta intuición sobre la que gira el discurso de este poemario, la de que nos hallamos en una época terminal, es la invasión de Irak. Este tipo de versificación ensimismada, esa especie de trance frenético en el que más que buscar la precisión de lo escrito por descarte se trabaja en la expresión como tentativa múltiple, ofrece un cauce inmejorable para sumergirse en la hipnosis del horror que toda guerra genera. La parte V se introduce con una cita del Gilgamesh (“y empezó a llover muerte”). Hay en ese apunte una doble intención, ponernos sobre la pista del lugar donde entonces, en la epopeya, como ahora, tras la invasión, se cebó la tragedia: la antigua Uruk, la moderna Irak; y mencionar esa lluvia, la del aguacero mortal, para hablar de otro diluvio abrasivo, el de los bombardeos que asolaron al país.
... y es muy fácil hacer planes a lo grande
sin dejarse distraer por las minucias. Poco importan
los rostros, el calzado, la inocencia,
los relieves del pasado privado o colectivo,
los minúsculos efectos personales,
la maldita compasión, las biografías.
Pero esa es una de entre las varias calas del recorrido. Mencionada ya porque confirma, según lo que se ha apuntado, su intencionalidad última. Conviene, no obstante, exponer, aunque sea someramente, que las otras partes del libro, dividido en seis tramos, van desde las vísperas (la primera) a las completas (la sexta y última). Se ubican, por tanto, en ese espacio temporal que ultima el día, cuando declina la luz y se entonan esos rezos que son ya crepusculares. En la primera parte el paseante mira en el atardecer hacia el puerto, donde los barcos solicitan su atraque. Se reflexiona sobre el propio nombre de la ciudad. Se observa a los paseantes que están de paso por su playa. En el segundo y tercer capítulos se toma como motivo la propia historia bimilenaria de este lugar, a propósito de la cual se empieza a cimentar la alegoría de Occidente. Es el cuarto un descenso a los infiernos que se introduce con un “¡Recobrad cuantos entráis toda esperanza!”, que viene a ser el reveso de lo que Dante colgó a la entrada su averno. Quizás tenga ello que ver con la idea que se expresa más adelante sobre lo que los muertos bisoños dejan en este mundo, la auténtica condena “¿O no es cierto que los más de entre vosotros, si os mentan los infiernos, os sentís como en la casa que acabáis de despoblar?”. Ya se hizo referencia al quinto de los tramos, donde también sin nombrarla —como sucede con Gijón—, y utilizando como referencia constante el Gilgamesh, la escritura se subleva contra uno de los desastres morales de estos tiempos: la invasión de Irak. Finalmente, las completas cierran el día y el libro. El paseante cuenta para dormirse los destellos del faro en la bahía.
He leído Occidente lineal y transversalmente. He dejado en los márgenes de sus páginas un montón de notas. Bajo sus versos muchos subrayados. He buscado explicación en otras fuentes a sus interrogantes, a mis desconocimientos. Porque son muchas las referencias que le emergen y no siempre sabe uno darles al instante la interpretación precisa. No es, por tanto, un libro fácil para lectores exigentes, aunque su hechura rítmica y su desarrollo narrativo permitan también otras lecturas igualmente satisfactorias. Mi lápiz anotó palabras bellas y que ignoraba como “fóvea”. Dio rienda suelta a ocurrencias al hilo de la lectura, como aquella que vio en la trinidad sumeria de los dioses Enhil, Ennugi y Ninurta, trasunto de una triada, terrenal pero iluminada, que tuvo por olimpo las Azores. Y, sobre todo, gozó de muchos versos hermosos, como aquel que habla irónicamente del crepúsculo: “Otro día se va a pique —y sin póliza en Lloyd´s.”; los que observan a los turistas sobre el arenal: “Luego huyen, olvidando / en la arena los puntos / suspensivos de sus huellas / que el Cantábrico borra con presteza de barman / y su mismo gesto ausente / enjuagando la bayeta / en agua de pleamar.”, o aquellos en los que Gea mezcla dos de sus pasiones, la pintura y la poesía, cuando retrata, al final de la jornada, la bandeja de su cena, después de haber mal saciado el hambre: “el pequeño vertedero personal de esta jornada, / mondaduras y migajas, envases rebañados, cuerpos blandos / apilados en el margen / de los platos como una tumefacción / aguardando el reciclaje, superpuestos / en un plano de horizontes indistintos / y fluidos estancados —como un cuadro de Gorky / derramado sobre uno de Tanguy”.
Uno tan sólo le pondría un pero a lo leído, un desacuerdo más bien íntimo y que tiene que ver con una afirmación que en el libro se hace al respecto de la inutilidad de la literatura como consuelo: “pura literatura. Que fracasa, como toda, / cuando busca dar consuelo”. Alguno nos procurará, querido Gea, cuando andamos de continuo en su busca tras de ella.
Cuántas veces los hispanistas nos han desvelado lo que apenas sabíamos de nuestro país, con cuánta pasión investigan su historia. Pues bien, sepan que no es menor la que pone Juan Carlos Gea en su ciudad de adopción con Occidente. Aquí llegó desde su Albacete natal en 1993. Le oí comentar en una entrevista radiofónica que lo recibió una lluvia persistente, un prolongado cielo gris. Nada nuevo. Se trataba, me temo, de esa acuarela que tan a menudo desarbola el ánimo del visitante y de la que siempre nos quejamos los de aquí a pesar de que, finalmente, acaba siendo el plasma mismo de nuestras añoranzas. Este libro se levanta sobre la ciudad de Gijón aun sin nombrarla más que a través de esos pilotos de barcos extranjeros para los que “Cuesta menos amar este lugar o detestarlo / que pronunciar su nombre; / en sí mismo, una doble empalizada / velar-sordo-fricativa. Un fonético fielato”; por lo que cuando intentan ponerse al pairo de su puerto entonan una incomprensible plegaria sólo apta para oídos de radiotelegrafistas: “Hihon pilots, Hihon pilots”.
Gea mantiene las maneras discursivas que caracterizaron su libro anterior, El temblor, una escritura digresiva que parece alejarse por momentos, como en los solos jazzísticos, del tema principal y que sin embargo vuelve a él tras transitar por referencias paralelas, tras mantener un pulso interpretativo con ritmo casi de galope y según una arquitectura que se desvela finalmente bien trabada. Aquel libro, como ahora Occidente, recrean materializaciones del mal a lo largo de la historia. El temblor contaba el terremoto que sacudió Lisboa en 1755. Occidente, a la vez que se pasea por la ciudad desde la que se escribe, se afana en una cata alegórica de su pasado, buscando en los estratos sobre los que nos asentamos “el coro de las osamentas trituradas”, ese desasosiego desesperanzado que amenaza ruina. Para el autor, el final de la historia no es el que se imaginó Hegel en Jena, o más tarde Marx o recientemente Fukuyama. Este capítulo último de la historia que nos cuenta Gea tiene que ver más bien con el propio título de la obra, con esa palabra que es “Una misma palabra / para el sol al ponerse y es borde del mundo. / Para aquello que está / desplomándose en la tierra. Que se hunde. / Lo que va para la ruina. / Lo que expira y decae, y quien muere o es muerto. / O quizá esté muriendo / todo el tiempo sin parar, muy lentamente. / Occidens: Occidente”. Y uno de entre los muchos indicios de esta intuición sobre la que gira el discurso de este poemario, la de que nos hallamos en una época terminal, es la invasión de Irak. Este tipo de versificación ensimismada, esa especie de trance frenético en el que más que buscar la precisión de lo escrito por descarte se trabaja en la expresión como tentativa múltiple, ofrece un cauce inmejorable para sumergirse en la hipnosis del horror que toda guerra genera. La parte V se introduce con una cita del Gilgamesh (“y empezó a llover muerte”). Hay en ese apunte una doble intención, ponernos sobre la pista del lugar donde entonces, en la epopeya, como ahora, tras la invasión, se cebó la tragedia: la antigua Uruk, la moderna Irak; y mencionar esa lluvia, la del aguacero mortal, para hablar de otro diluvio abrasivo, el de los bombardeos que asolaron al país.
... y es muy fácil hacer planes a lo grande
sin dejarse distraer por las minucias. Poco importan
los rostros, el calzado, la inocencia,
los relieves del pasado privado o colectivo,
los minúsculos efectos personales,
la maldita compasión, las biografías.
Pero esa es una de entre las varias calas del recorrido. Mencionada ya porque confirma, según lo que se ha apuntado, su intencionalidad última. Conviene, no obstante, exponer, aunque sea someramente, que las otras partes del libro, dividido en seis tramos, van desde las vísperas (la primera) a las completas (la sexta y última). Se ubican, por tanto, en ese espacio temporal que ultima el día, cuando declina la luz y se entonan esos rezos que son ya crepusculares. En la primera parte el paseante mira en el atardecer hacia el puerto, donde los barcos solicitan su atraque. Se reflexiona sobre el propio nombre de la ciudad. Se observa a los paseantes que están de paso por su playa. En el segundo y tercer capítulos se toma como motivo la propia historia bimilenaria de este lugar, a propósito de la cual se empieza a cimentar la alegoría de Occidente. Es el cuarto un descenso a los infiernos que se introduce con un “¡Recobrad cuantos entráis toda esperanza!”, que viene a ser el reveso de lo que Dante colgó a la entrada su averno. Quizás tenga ello que ver con la idea que se expresa más adelante sobre lo que los muertos bisoños dejan en este mundo, la auténtica condena “¿O no es cierto que los más de entre vosotros, si os mentan los infiernos, os sentís como en la casa que acabáis de despoblar?”. Ya se hizo referencia al quinto de los tramos, donde también sin nombrarla —como sucede con Gijón—, y utilizando como referencia constante el Gilgamesh, la escritura se subleva contra uno de los desastres morales de estos tiempos: la invasión de Irak. Finalmente, las completas cierran el día y el libro. El paseante cuenta para dormirse los destellos del faro en la bahía.
He leído Occidente lineal y transversalmente. He dejado en los márgenes de sus páginas un montón de notas. Bajo sus versos muchos subrayados. He buscado explicación en otras fuentes a sus interrogantes, a mis desconocimientos. Porque son muchas las referencias que le emergen y no siempre sabe uno darles al instante la interpretación precisa. No es, por tanto, un libro fácil para lectores exigentes, aunque su hechura rítmica y su desarrollo narrativo permitan también otras lecturas igualmente satisfactorias. Mi lápiz anotó palabras bellas y que ignoraba como “fóvea”. Dio rienda suelta a ocurrencias al hilo de la lectura, como aquella que vio en la trinidad sumeria de los dioses Enhil, Ennugi y Ninurta, trasunto de una triada, terrenal pero iluminada, que tuvo por olimpo las Azores. Y, sobre todo, gozó de muchos versos hermosos, como aquel que habla irónicamente del crepúsculo: “Otro día se va a pique —y sin póliza en Lloyd´s.”; los que observan a los turistas sobre el arenal: “Luego huyen, olvidando / en la arena los puntos / suspensivos de sus huellas / que el Cantábrico borra con presteza de barman / y su mismo gesto ausente / enjuagando la bayeta / en agua de pleamar.”, o aquellos en los que Gea mezcla dos de sus pasiones, la pintura y la poesía, cuando retrata, al final de la jornada, la bandeja de su cena, después de haber mal saciado el hambre: “el pequeño vertedero personal de esta jornada, / mondaduras y migajas, envases rebañados, cuerpos blandos / apilados en el margen / de los platos como una tumefacción / aguardando el reciclaje, superpuestos / en un plano de horizontes indistintos / y fluidos estancados —como un cuadro de Gorky / derramado sobre uno de Tanguy”.
Uno tan sólo le pondría un pero a lo leído, un desacuerdo más bien íntimo y que tiene que ver con una afirmación que en el libro se hace al respecto de la inutilidad de la literatura como consuelo: “pura literatura. Que fracasa, como toda, / cuando busca dar consuelo”. Alguno nos procurará, querido Gea, cuando andamos de continuo en su busca tras de ella.
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