jueves, junio 17, 2021

Presentación de "Aire de lugar y gente"

Ayer miércoles, 16 de junio, a las 19:30, se presentó en la Antigua Escuela de Comercio de Gijón el poemario Aire de lugar y gente. Estuvieron a mi lado para la ocasión Nacho González y César Iglesias. Se completó el aforo restringido a que obligan aún las medidas pandémicas y fotografió lo ocurrido Alfredo Garay.

De lo que uno dijo, dejo ahora, un poco más abajo, transcripción. Pero antes quiero reiterar mi más sincera gratitud a cuantos nos disteis compañía y afecto.

"No puedo empezar de otra manera que dando las gracias por vuestra compañía a todos los que habéis venido; a Nacho y a César, por sus palabras; a TREA, por la oportunidad que me ha brindado de formar parte de tan reconocida colección de poesía; y a Gesto, por la organización de este encuentro, y muy especialmente a su presidenta, Arlé Corte, por la brega incansable y valiente que ha mantenido en estos tiempos de los que venimos.

Con Nacho ya sabéis que me une una amistad antigua, que, como él ha recordado, hemos estado juntos en muchas batallas, que me siento feliz cuando le va bien y que por eso deseo que le vaya bien muy a menudo.

A César le menciono expresamente en las páginas finales del libro, porque fue quien leyó el primer borrador del poemario, cuando lo escrito estaba muy por pulir; aun así, me animó a procurarle imprenta y esa confianza cuajó finalmente en libro. En su introducción de hoy, al modo en que acostumbra siempre en lo que reseña, no se ha limitado a parafrasear la lectura de mi libro, sino que ha trazado un discurso interpretativo y referencial, en el que no sólo me siento razonablemente identificado, sino muy generosamente mejorado.

Porque, en efecto, este libro podría enmarcarse en lo que se ha dado en llamar "literatura del sentimiento de la tierra". Y emparentarse con esa forma de decir que caracteriza, creo, a un grupo de poetas asturianos nacidos a finales de los años 50 y principios de los 60 del pasado siglo que reflejan en sus versos cierto desasosiego existencial y un compromiso más civil que político, conscientes de la fatiga poblacional y anímica que se respira en este ámbito geográfico y convencidos de que la poesía debe partir del oficio y trascender la anécdota. Que tienen, además, a mi juicio, cierta afinidad con esa sensibilidad que tan bien expresaron los autores del "segundu surdimientu", que dejaron constancia de la desposesión progresiva de una identidad aferrándose a una lengua que, de alguna manera, era la piedra angular sobre la que reconstruirse. Aire de lugar y gente, a su modo, también pretende una reconstrucción, pero de un espacio infinitamente más pequeño, casi íntimo. Una casa y una historia familiar. Con la diferencia de que no lo hace empleando la lengua de los que habitaron aquella casa, porque esa lengua se fue postergando durante el éxodo a la urbe de mi familia.

En todo caso, yo hoy, lo que quiero compartir con vosotros en esta presentación son algunas claves del proceso de escritura del poemario. Porque para quienes somos partidarios de apostillar con alguna aclaración la lectura de nuestros poemas, esa es la mejor forma de ratificar la utilidad final de lo que escribimos, ofreciendo orientaciones que ayuden al lector en la interpretación de lo que lee y logrando así, entiendo, una mejor comunicación final. 

Pues bien, este libro se comenzó a escribir tras el fallecimiento de mi padre, en enero de 2018. Reúno entonces una serie de pequeños textos y poemas que tienen que ver con su enfermedad y con el duelo que sigue a esa pérdida, y que se escriben muy contaminados emocionalmente, por lo que claramente pedían un periodo de reposo, una perspectiva temporal que permitiera su atemperamiento.  Ese paréntesis de reflexión me anima a proyectar un libro que vaya más allá de la elegía. Toda vez que las cenizas de mi padre fueron enterradas en el lugar de su nacimiento, de donde lo habían expulsado las penurias de la posguerra siendo un chaval, en el poemario que empieza a tomar forma intento reconstruir la historia de ese desarraigo, que, de alguna manera lo siento también propio, como un desarraigo legado.

Esa exploración del desarraigo, se convierte al mismo tiempo en la reconstrucción del lugar que al abandonarse lo provoca. Un lugar que está en la cuenca media del Navia, en la aldea de Armal. Allí estaba la casa familiar, hoy casi en ruinas. El poema inicial del libro, que es una suerte de poética específica para la ocasión, habla de reconstruir una casa, de encender el fuego de su hogar, de dotarla de una atmósfera que sea la que una vez la envolvió y de repoblarla con la memoria de quienes la habitaron. Ese es el aire de lugar y gente que da título al libro, y que refleja su propósito, remontar el río hasta recuperar la memoria de una familia que, como tantas otras, fue golpeada trágicamente por la guerra civil, desperdigada por la necesidad y que relegó en esa diáspora lengua y raíz.

         Aire de lugar y gente

Dibujar en la niebla,
como un niño,
con sus mismos trazos elementales,
        la forma de una casa.
        Y dibujar a su lado luego
la sombra de quien la habitó un día
        y la reconstruye ahora
llenando los vacíos de ese esbozo
con muros sólidos que fueron,
con ventanas abiertas hacia el río
y bajo el humo de una leña que arde 
y da noticia
de que la vida quizás ha vuelto.
        Y dibujar además un aire
        —si acaso el aire se dibuja—
        que sea el del lugar y el de su gente.

El libro se estructura en cinco partes o capítulos que trazan una trayectoria temporal e incluso espacial. Y digo capítulos porque hay una intención narrativa en su discurso. Hacia, la primera parte, es el viaje hacia el lugar donde nació y está enterrado mi padre, remontando el río Navia hasta su curso medio, hasta la casa de Torrente en la aldea de Armal, Boal. Un itinerario al que se le otorgan referencias topográficas y emocionales. Es una manera de darle la vuelta a la alegoría recurrente del río como vida que viaja hasta su final, hasta el mar. Aquí remontamos el río en busca del origen, de la vida inicial. 

Remontando el Navia

Siempre se cierran en falso las llagas 
que van dejando los días al paso,
siempre se cierran con una sutura tan frágil
que apenas vale de nada río arriba,
cuando me llevo de nuevo a la boca
los nombres quizás más hermosos
que nadie jamás le haya puesto
a las orillas de un mundo perdido:

Porto, Sabariz, Trelles y Sequeiro;
Vivedro, Serandinas y Las Viñas,
Los Mazos y en Armal, acantiladas,
la casa y la añoranza de Torrente.
Labial cartografía de mi infancia
en la que ahora duelo y voy nombrando
los puntos cardinales de una diáspora
obstinada en su saña de vacío. 

En esa reconstrucción del origen, hay una figura esencial: mi abuelo paterno. En la segunda parte, Flashback, persigo una doble intención: acercarme al contexto histórico en el que mi abuelo actúa, con más sombras que luces, como cabecilla republicano, siendo finalmente ajusticiado; e identificar en esa muerte el momento en que se gesta el desmembramiento familiar. Orfandad, miseria y estigmatización se ceban entonces con aquellos niños que se quedan sin el amparo de la figura paterna. No son sólo cuatro poemas, son cuatro poemas escritos después de rastrear en los Archivos de Salamanca la presumible verdad histórica de esa vida truncada por la guerra civil, que generó desarraigo y dejó en sus descendientes una mezcla de rabia contra los victimarios y de reproche hacia la propia víctima. Esos niños fueron también “niños de la guerra”, pero de un entorno rural, quizá más cainita que ninguno, en donde no recibieron el amparo que se les dio a aquellos otros “niños de la guerra” que sufrieron exilio y hubieron de recomponer su vida fuera de España, pero que tuvieron, al menos, acogidas que paliaron sus necesidades y facilitaron su formación. Por eso en este poema me refiero a estos otros “niños de la guerra” como a una especie de escoria celeste: tenían la inocencia de su edad y la mancha de una culpa heredada, lo que los llevó a sustituir la ayuda que no tuvieron, por el arrojo que se autoimpusieron.

Escoria celeste 

No los despidieron
con pañuelos en los muelles,
ni por tanto fueron nunca dioses expatriados
andando sobre el agua.
Nadie hubo en el andén cuando llegaron
para llevarlos de la mano
de nuevo a las escuelas.
Ni tan siquiera merecieron
el derecho en desliz de una añoranza
que les era en justicia también propia.

Como los restos errantes y escindidos
de un meteoro en el espacio;
como escoria celeste de una batalla cruenta,
ejercieron en el oficio humilde,
sirvieron en la casa del invicto y
guardaron dignidad 
aun en la penitencia 
de la culpa heredada.

Habían venido al mundo
para ser huérfanos de la derrota
en las aldeas más cainitas,
allí a donde ya no regresaron
sino para yacer,
al fin, sin desarraigo y muertos.

Llegados entonces al lugar, sabidas las circunstancias de esas infancias truncadas, se evocan recuerdos de cómo era cuando fui niño aquel pueblo campesino, de media montaña, donde vivían las abuelas y gran parte de la familia, donde pasábamos algunas semanas durante el año, principalmente en el verano, donde se ayudaba en la matanza, se asistía a las fiestas y donde uno intuía estaban sus verdaderas raíces. Estos textos conforman la parte titulada Lugar (y gente), y están, por tanto, impregnados de nostalgia o señardá, entendiendo por tal una sensación de hurto de las raíces ciertas, las que otorga la pertenencia a una cultura de costumbres atávicas y lengua propia, la de esa pequeña patria que fue la de mis ancestros, de donde mis padres, como tantos otros, impelidos por las penurias, hubieron de salir camino de la ciudad, de una ciudad de aluvión, de esas en las que se suele tener la impresión de vivir en un “no lugar”, sin raíces, porque las raíces son, sobre todo, un concepto telúrico, que precisa de un suelo nutricio, muy difícil de imaginar en el asfalto.

                    Raíces

Todo era distinto cuando en la casa había vida,
cuando los muros eran sólidos,
cuando sobre el tejado la pizarra brillaba
igual que un plumaje tupido.

El viento y la tormenta
no habían forzado entonces
ni puertas ni cristales,
no habían expoliado aún
aquel universo íntimo y aislado.

En sus cuencas vacías
que antes fueron ventanas,
en la cuadra sin bestias,
en la hierba sin siega,
en el árbol sin poda,
en las fuentes sin sed,
en la tierra sin fruto,
en el río sin puente,
en los perros sin amo,
en la senda sin huella,
en el silencio sin voces,
sin risas, ni quejas, ni lloros,
sin blasfemias ni rezos.

En ese ingrávido vacío
que amputó el aliento de lo que fue todo un mundo,
se mueven como larvas ciegas
las raíces de cuanto extraño en la distancia
por más que nunca hubiera sido mío.
 

Allí está la raíz, allí estaba la gente que nos dio a la vida. Como mi abuela materna, a la que se recuerda en dos poemas, Las palomas y Lareira. O como mi tío Andrés, al que recuerdo en Ciruelas amarillas. Allí estaba el descubrimiento por un niño de ciudad de las noches en la aldea, cuyo silencio estaba lleno de ruidos misteriosos, a veces casi sobrecogedores, ruidos y sensaciones que trato de detallar en Bajo el revés de la luz y Noche. Allí estaban los lavaderos o las verbenas de verano. Allí, ahora, en cambio, la ruina de muchos hogares, y la diáspora de demasiada gente.

El libro, que pudiera parecer  en primera instancia un libro elegiaco, que como muchos otros llora o reflexiona sobre la muerte del padre, no se ciñe a ese único propósito. Es cierto que esa pérdida lo inspira siguiendo el machadiano “se canta lo que se pierde”. Pero, sin embargo, es un libro que no plantea, como otros libros que recuerdan la figura del padre, un escenario de conflicto entre hijo y progenitor. No hablo de un padre con atributos literarios, y por tales entiendo fuertes rasgos de carácter o biografía singular que a su muerte provoquen resentimientos o ajustes de cuentas que se sustancien en un diario kafkiano de afrentas; o de un padre con una biografía ejemplar que dé pie a un panegírico al modo Faciolince. Hablo de un padre bastante corriente, como la mayoría de los padres, que deja al marchar un vacío y provoca ciertas interrogantes a poco que se medite sobre la vida que tuvo antes de nuestra propia existencia, pero que condicionó decisivamente lo que somos. En el caso de este padre “no literario”, su vida se vio afectada de modo determinante, igual que muchas otras, por la guerra civil y por el éxodo que la miseria sobrevenida trajo aquella. Y eso, por derivarse en un extrañamiento del origen y una hipersentimentalidad hacia la tierra hurtada, fragua un poemario que va más allá de la elegía personalizada.

De mi padre, de su vida, de su enfermedad y de su muerte, se habla en René, mon pére, cuarta parte, constituida por los primeros poemas que escribí para el libro, cuando aún no sabía que iba a ser un libro, y que luego acompañé de un contexto geográfico y de una historia familiar. De esta parte, por ser la más íntima y, por tanto, quizás la menos propicia para una lectura pública, siempre que uno se tenga por prudente, leeré, por ello, uno de los poemas más “neutrales”:

                    Congoja

Eso a lo que llaman congoja
y aviva los manantiales del alma,
y nos abotona el pecho entero
como una prenda escasa y en desuso.

Las fotos que nos tomaron cuando éramos dioses
y a pesar de que no lo sabíamos,
actuábamos como inmortales.

Las fotos crueles que nos dan noticia
de que la vida fue posible también sin miedo,
de que alguien nos sostuvo en sus brazos
cuando esos brazos eran fuertes.

Eso a lo que llaman congoja
y tiene la misma forma dentada
que los blancos paspartús
de las fotos antiguas.

El libro se cierra con un parte final algo más luminosa, Después, centrada en la figura del hijo, en la continuidad, por tanto, de la vida. Me preguntaban hace unos días si esa conclusión más celebrativa intentaba ofrecer una imagen de la literatura como proceso curativo. Quizás. Pero no de una manera chamánica, sino a través de un proceso indagador. Ahondamos en nuestras obsesiones, nos interrogamos por el dolor que generan ciertas pérdidas, por la conmoción ante circunstancias sociales o históricas; pero celebramos igualmente la alegría de la luz, de la amistad o del amor, y al celebrarla nos esforzamos también en identificar cómo y por qué reaccionamos a ese impulso con la necesidad de, por ejemplo, escribir unos versos. Por eso creo que la literatura no sana o consuela por sí misma, sino por el modo inquisitivo en que llegamos a ella. La parte final del libro cierra de modo esperanzado pero realista el trayecto que nos condujo desde nuestros orígenes, en un pequeño pueblo de media montaña en el occidente asturiano, hasta el hijo que continúa nuestra vida y que le da parte de su sentido. Un hijo, no obstante, que como tantos otros ha tenido que irse a trabajar lejos, poniéndole así punto y seguido al desarraigo y pasando a formar parte del despoblamiento que padecemos."

                   Teoría de la trascendencia

En los primeros días del verano, 
con el cielo limpio y la mar en calma,
vuela sobre la playa de Porcía
la estela interminable de un avión.
A una distancia de más de veinte años
y mil millas marinas,
quizás mi hijo siga con la mirada
la fuga de ese vuelo 
que atraviesa las barreras
del tiempo y del espacio.
Puede incluso que ese cometa 
haya proyectado también
el rastro fugaz de su sombra
sobre la hierba alimentada
con las cenizas de mi padre.
Luce el sol y me colma el pecho
la certidumbre de que en los ojos de los hombres
se custodia,
con el sigilo de los secretos,
la persistencia de la vida.