En Niñodaguia aún no había abierto el alfar. Habíamos madrugado porque en Xunqueira los gallos son perros y aúllan dando el alba. Estaba la mañana fría y en la carretera que lleva hasta Castro Caldelas se nos echó encima una niebla espesa. Aquí la llaman brétema, y suena por ello suave, semejando más a asunto de cuento que a lienzo que ciega. Llegando al río por el puente del embarcadero se despejó el aire y ganó campo el ojo, que por fin lo vio todo mejor y muy atento, colgado de las terrazas que desde el cauce le ponen peldaños al acantilado y vides, miles de vides repletas de uva. Y era, para nuestra dicha, día de vendimia. Pequeños grupos de equilibristas se afanaban en la cosecha, doblándose a por los racimos y cargándolos luego al hombro en cestos y cajas. Alguien nos dijo después que este vino es faena de héroes. No hay para tanto, cree uno, porque lo que aquí se hizo fue como en tantos otros sitios aprovechar como mejor se pudo la tierra. A la de estas laderas, protegida, soleada, bien regada de lluvias y brétemas, se llegaba a veces sólo desde las barcas, o atándose para no precipitarse al río. La recompensa de la uva valía la pena. Hoy la vale más que nunca, que hasta denominación de origen se le ha dado. Sigue siendo cosa de familias, de pequeñas bodegas. Era, digo, día de vendimia. Se voceaban unos a otros. De ladera a ladera. Y hasta de pronto desde una de las terrazas más altas sonó una gaita. Se hizo un alto entonces en el trabajo. Y al tiempo se nos hizo un nudo a los blandos en las ternillas. El agua oscura y quieta. El verde intenso del viñedo. Las salpicaduras de color que aportaban las ropas de los vendimiadores. El negro de la mencía. El oro del godello. Y por encima de todo el sfumato de la niebla y la música de aquel tipo que dejó por un momento el trabajo y tocó con gusto y alma para todo el valle una melodía alegre, con sus sucias manos sobre el puntero y sus zapatos llenos de tierra afirmándose al risco como las pezuñas de una cabra. Recordé una canción de Van Morrison que habla de un gaitero at the gates of dawn y en the coolness of the riverbank. Era, en efecto, una hora temprana y fresca. Antes del sol del mediodía se habría recogido mucha de esa uva con la que un día se hizo el vino de Roma, a donde se llevó en ánforas de Gundivós, pueblecito al que nos dirigíamos. Cerámicas selladas por resina de pino que, una vez vacías, se enterraban por el Testaccio bajo capas de cal que mataban su olor, vertedero que llegó a levantar una pequeña colina sobre la que hoy reposan Keats y Shelley. Un vino arrancado con supremo esfuerzo al vértigo de las laderas, una cerámica noble que lo contenía hasta su consumo y un terreno donde moría el último rastro del Sil, el aroma agrio agarrado a la resina del barro. Un cobijo de alegría que terminó, con el tiempo, en camposanto de poetas, que siempre prefieren lo profano.