Es algo parecido a lo que se siente cerca de las hogueras: mientras permanecemos a salvo de lo que arde y vemos fascinados las formas de su combustión, la intensidad de su luz; mientras nos conforta ese calor del que somos dueños con sólo mantener las llamas a la distancia precisa. En esta casa abierta en sus balcones al jardín y a los mediodías, le dejamos al sol una ranura apenas entre las contraventanas, lo justo como para que, como una lámpara avara, alumbre nuestra habitación, donde el sopor de la siesta ralentiza lecturas, caricias y palabras; donde esta umbría tibia nos da el mismo placer que el reflejo de un fuego en medio de la noche.
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