No se suele saber casi nunca cuando se está por última vez en un lugar, con una persona, sosteniendo un libro, escuchando una música, saboreando un vino o simplemente bañándose en una playa. No obstante, algunas veces sentimos de un modo más cierto ese peso de finitud sobre los hombros. El viernes fue uno de esos días. Había en todo como un aire de elegía. Era el tramo final de la semana, del verano, y, ya avanzada la tarde, era también el final de un día de luz tamizada y caliente, de un mar pleno y en bonanza, de una cala silenciosa y casi vacía. Cuando entré en el agua, la pleamar veteaba el sopor de la orilla con ligeras corrientes frías que espolearon mi brazada. Mar adentro había una trasparencia de cristal bajo la que zigzagueaban casi en la superficie pequeños cardúmenes de pececillos confiados. Mientras, al fondo, donde no se hacía ya pie, el magma indescifrable del pedrero sumergido y su vegetación oscura, la vida oculta que allí se intuye, me despertaba una vieja aprensión cobarde: la desconfianza hacia lo que la mirada no alcanza, hacia lo que razón no comprende. Moviéndome para no hundirme y levantando mis gafas de buceo hasta la frente, mire hacia la playa. Era como un mundo recogido y a salvo sobre el que empezaba alumbrar el ámbar del atardecer. Nadé despacio hacia aquel regazo. Sin secarme siquiera el salitre, leí durante un buen rato. Sin ganas de que nada se acabase. Ni la luz, ni el día, ni el verano, ni las páginas del libro donde Graham Swift escribió que ciertos sonidos exudan a veces lentitud. La misma, pensé, que uno quisiera darle también a estos renglones que intentan demorar la incertidumbre de si se estaba o no viviendo acaso una última vez.
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