domingo, septiembre 11, 2011

Gato

En la última hora de la tarde, cuando volvíamos del bosque, lo encontramos acurrucado contra la pared caliente. Se enredaba en la luz rasante de ese sol que antes de ponerse deja su bendición tibia sobre la piel en los días radiantes. M. le ha cogido cariño. Aparece por casa cuando le acucia el hambre o las ganas de una caricia sobre el lomo. Ya se había dejado ver antes, cuando tomábamos el café en el jardín. Con más recelo, según parece, que otras veces. No en vano había allí rostros, voces y manos que le eran desconocidas. Quizás por eso anduvo esquivo. Comió y se fue. Libre y sin nombre. Como todo gato de aldea. Cuando lo descubrí al volver del paseo y me puse a fotografiarlo, se incorporó con alerta desde su abandono. Irguió el cuello y vigiló mis movimientos sin dejar del todo el calor como de nido de ese rincón donde apuraba el día. Un trono acaso de costumbre desde donde para su paz nos vería irnos sólo un rato después, dueño —como decía Borges en su poema— de un ámbito cerrado como un sueño, el de esta casa a donde acude a diario con la misma intención que nos llevó allí también a nosotros el día de la foto: el abrigo de un trato siempre generoso en el sosiego de lo que sin ocultarse se mantiene milagrosamente a salvo y escondido.

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