Por entre las piedras de granito y de pizarra crece una hierba agostada, espesa y puntiaguada. El sol de la mañana la quema al tiempo que le quita aristas a los dólmenes de Ibarrola. A esta hora sería difícil buscarle arrugas a la pincelada. Todo tiene un aire simple de ritual, un primitivismo alegre y animista. Desde el aire podrían ser las migas arrojadas a un pájaro colosal. A su altura, el lomo dócil de animales que pastan. Al caminar, hay un ruido bajo los pies como de vidrio menudo que se rompe, de animales invisibles, de amenaza. Camino del bosque dejamos ese lado del mundo en poder de las serpientes. No las hemos visto, pero están ahí. Tan quietas como las piedras pintadas, pero mucho más acechantes. Al otro lado del río, nos recibe el agua y la sombra, la hierba verde y el barro, la vida infinita y minúscula que sobrevuela la superficie del cauce. Y una mariposa enorme y roja. Decía el maestro interpretado por Fernando Fernán Gómez en La lengua de las mariposas que estos lepidópteros tienen una trompa enroscada como un resorte de reloj y que si hay una flor que los atrae, la desenrollan y la meten en el cáliz para chupar. Y les ponía a sus alumnos un ejemplo de cómo funcionaba esa lengua: “Cuando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a que sentís ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa”. Así sentíamos la sombra próxima cuando estábamos bajo el sol del mediodía. Así el tacto apacible de la piedra pintada desde la alameda. Así la memoria de esos días tan gratos en la distancia con que ahora recordamos ese paisaje que fue también el del rodaje de aquella hermosa película.
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