lunes, octubre 31, 2016
jueves, octubre 27, 2016
La comisura de las luciérnagas
Tuvo uno la suerte de
estar en el jurado que premió este libro hoy hace un año. Tuvo la grata tarea
entonces de defenderlo con la convicción de que se publicaría así un poemario
tan brillante como esa luz eléctrica que confunde el deseo de las luciérnagas de
su título. Un título que han de saber fue inspirado, o eso al menos uno
cree, por el irreverente libro Sexo
en la tierra del zóologo británico Jules Howard, quien estudia en sus
páginas el apareamiento animal, descubriendo curiosidades tales como que las
luciérnagas macho intentan aparearse con las farolas en vez de con sus hembras,
al resultarles más estimulante la luz eléctrica que la de sus congéneres. Y es
que la noche alberga todo un catálogo de controvertidos deseos. El de las
luciérnagas macho o el de los poetas como González Sánchez Terán —una
inspiración más de Balbontín—, poetas que bailan a esa hora “entre los puños
del dolor cortejando la luz hasta convertirse en ella”. La noche es también,
como bien dice en su preciso y afectuoso prólogo Julio Ceballos, el escenario
casi permanente de estos versos: “hay gestos que sólo saben suceder de noche,
porque de día son otra cosa que no ayuda a volar, que no brillan ni excitan;
por esto este es un libro nocturno”.
Él cada noche la espía
ve cómo se desnuda
cómo derrite con su lengua
cubitos de hielo rojo
en el cuarto de revelado.
Pero La
comisura de las luciérnagas además de ser un libro nocturno, es un
libro proyectado. Es la obra de un operador oculto en su garita del piso alto que
ilumina con un viejo cinematógrafo una vida distinta y libre en medio de la
oscuridad. Que proyecta unas imágenes febriles, acompasadas, con música
interior y recitación lúbrica. Esa es al menos mi impresión y de algún modo así
la glosa también el prólogo de Julio Ceballos: “dentro habita una colección de
imágenes en ráfaga en torno al cuerpo y el alma del ser más perturbador y
hermoso de todos cuantos existen: el eterno femenino. Su olor. Su sabor. Su
calor y la obsesión que su fervor alimenta”. Por la pantalla desfilan el amor, los
bisontes pintados mientras se persigue un corazón, la mujer, la calles bajo una
lluvia tan persistente como la de Blade
Runner, Dante en su purgatorio, la tinta negra, los trenes huyendo, los
amantes que atracan tiendas de ultramarinos, las pieles desnudas y los cometas.
En la página en blanco, como en la pantalla, el pulso del operador proyecta
versos, superpone secuencias, hipnotiza al espectalector.
Ese rectángulo donde cobra vida lo imaginado es una ciudad iluminada por
luciérnagas en celo, esas luciérnaga que cantaban U2 —A city lit by fireflies they’re advertising in the skies for people
like us…—, y que vuelan en una ciudad que hace el amor bajo la lluvia.
Una
ciudad dentro de un orgasmo dentro de unos ojos.
(…) Los soportales llenos de trenes
huyendo de las tormentas
que te
llevan a través de cerraduras y túneles y edades.
Hay libros escritos
apoyándose en el viejo oficio del mester de clerecía, que respetan la tradición
y no tuercen los renglones. Son buenos libros muchas veces, aunque quizás nunca
los mejores. Y hay libros escritos bajo envidiables iluminaciones, las que alumbran a los artistas inspirados, a los
amanuenses inconscientes a quienes un dios propicio les regala, de vez en
cuando, pequeños textos sagrados de puntuación anárquica y renglones torcidos.
Sus mantras embriagan igual que la absenta vertida por la comisura de las
luciérnagas que imagina Balbontín.
Dejaste
pistas de saliva falsa en el arcén curvo de la comisura de las luciérnagas.
Una lágrima busca una pupila donde poder
derramarse.
No la encuentra. Se ahoga.
La guardaremos cuando no tengamos nada.
La beberemos a solas. Será nuestro vicio.
martes, octubre 11, 2016
La Gran Araña
Estar en las redes sociales
supone compartir el hilo pegajoso donde nos balanceamos quienes nos hemos
rendido al encaje de La Gran Araña. Es
cierto que nuestra vida no pende de ese alambre, como la de los insectos, puesto
que siempre es posible un acto de voluntad para lanzarse al vacío o volar, pero
esa marginalidad nos impediría tomar el pulso a cierta opinión, la de los más
próximos, que, para nuestra perplejidad, suelen expresarse en ese ámbito como
un coro búlgaro (por eso de las mayorías de aquel país): una o más voces
tenores se acompañan ordenada, casi castrensemente, por un orfeón acólito que,
además, es capaz de aplaudir con las orejas, al tiempo, si la partitura exige percusión.
En la telaraña estamos tantos
que el espacio resulta reducido y hacerse oír en medio de la cháchara global
requiere elevar la voz y el gesto, por lo que suele aplaudirse más la
ocurrencia que la reflexión; el insulto que el halago; el exceso que la mesura.
Recursos tan burdos como el de la instantánea desfavorecedora, el sarcasmo
maledicente o la consigna cuasimilitante son monedas de curso corriente, cebo
para el colmillo retorcido de quienes utilizan el medio para desahogar inquinas
o complejos.
Empieza a ser habitual,
además, que las opiniones políticas se aireen en esos medios y que a su través
se contaminen de las burdas maneras que les son propias. Que se recurra a la
violencia verbal sin cortapisas aprovechando la apariencia de plaza pública que
otorgan la inmediatez e interlocución de las redes sociales. Cuando las diferencias
se dirimían en ámbitos institucionales o a través de escritos periodísticos resultaban
más infrecuentes los arrebatos imprudentes, lo que permitía que casi nunca se
diesen por arrumbados los puentes del acuerdo. Desde que la política se ha
vuelto tan, en el mal sentido, “popular”, se tiende a confundir rigor crítico con improperio, llevando la confrontación a lo
irreconciliable.
Existe, además, una extendida
alergia entre los “comentaristas sociales” hacia la tibieza. Se tolera mejor el
exabrupto que el comedimiento. En estas nuevas ágoras se juzga sin leyes, sin
derecho a defensa y con la firmeza sumaria de los tribunales más vengativos.
Los nuestros, siempre que lo sigan siendo, son intocables. Los otros,
cualquiera que sea su opinión, merecen sólo el desprestigio de la insidia o de la
calumnia a la que se da apariencia de verdad.
Qué conveniente sería antes de
dar por bueno lo que se dice acerca de un político, cuando se le mancilla o se
le ridiculiza en la plaza pública como a un muñeco de feria por el simple
hecho, no pocas veces, de mantener ideas de signo contrario, que defendiéramos
su derecho no sólo a la discrepancia, sino al honor. Se nos llena la boca de buenas
intenciones contra el maltrato animal o el menosprecio de género, y somos
incapaces de distinguir el daño gratuito que se le hace a un representante
público cuando se le arrastra por la arena del circo en medio del jolgorio
popular, acusándolo de todo aquello que exacerba el imaginario indignado.
La corrupción de quienes se
han lucrado con sus cargos públicos no otorga carta blanca a nadie para convertirse
en fiscal sin pruebas o para extender la sospecha indiscriminada. La corrupción
es falta de rigor en el uso de lo público, pero también en el juicio de las
personas. Tomarse licencias procurando el lucro personal cuando se administran
bienes que son de todos tiene tanto delito como tomarse licencias procurando
rendimientos políticos cuando se calumnia al adversario.
¿Ejemplos? Échese un vistazo a
la telaraña, a los comentarios que en ella se hacen y a los parabienes que allí se otorgan. Y juzguen si aún les queda
capacidad crítica y sentido de la medida. No se harán muy populares, pero, al
menos, estarán contribuyendo a que no les estabule, como al resto del rebaño,
el pensamiento.
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