La villa siempre resplandece. Devuelven sus muros blancos el sol en los días claros y su pizarra pulida la escasa luz cuando caen las lluvias. Le brilla el mercado los miércoles como un organismo abierto. El caserío sestea en la ruina de los blasones, en las cristaleras opacas que han quedado deshabitadas en las calles angostas que bajan al puerto. Junto al parque hay un desproporcionado palacio indiano del que sólo se ha salvado al cabo del tiempo su cúpula de cinabrio. Espejo es también de luz en los días apacibles y lomo abisal de escamas en los inviernos. Frente a la terraza donde nos sentamos a tomar una cerveza, unos cuantos críos juegan al fútbol con equipaciones vistosas. Su brega se detiene cuando una madre reclama a alguno de los contendientes, cuando la sed los lleva hasta la fuente o cuando el capricho de una golosina los conduce al quiosco cercano. Esa debería ser la verdadera relevancia de cualquier juego.
Ya en el final del día, puede uno confirmar que el sol esquivó el nuberío con buena cintura. Nos acercamos al atardecer a la playa. Arenal inabarcable. Fino. Salpicado de conchas, arenisca y pizarra. Por un momento se han cruzado mar adentro un velero airoso que partía y rasgaba el aire como un filo certero e indoloro y un pesquero achaparrado que volvía a puerto después de la faena. Nosotros estamos también a esta hora en algo así como un muelle. Recogidos por un dique de jardines cuidados en los que se levanta sobre su patas, flamenco de piedra, el cabazo de la casa. Huele a estiércol por momentos y ese aroma de establo que se queda como el humo en el aire ofrece una confortable sensación de seguridad, como si sólo viviéramos un espejismo de lejanía y en realidad nunca hubiésemos abandonado del todo la infancia.