A la tarde quisimos volvernos por un rato mindonienses, cunqueirianos. Elegimos una mesa en la terraza de un café que mira a la
catedral y dejamos simplemente que pasara el tiempo: allí es como las
golondrinas, ave de paso que va y viene sin que nada importante cambie mientras
tanto. Los muros permanecen impasibles, las ventanas cerradas, los cielos
velados y en la penumbra de la catedral nadie detiene la degollación de los
inocentes. A nuestro lado, un hombre lee El Progreso y bebe, a pequeños sorbos,
un café negro. Espera a una mujer que llega enseguida y le cuenta cosas
intrascendentes. Que se ha apuntado a un curso de pilates. Que a pesar del
esquivo verano, tiene ya la espalda morena. No parecen matrimonio. Se hablan
con una alegría de cortejo. Pero tampoco son jóvenes. Se van a la vez, pero cada uno por
su lado. La mesa que han dejado vacía, la ocupa pronto una cuadrilla de
obreros que vuelven del trabajo. Viene con ellos un perro, Rufo, al que le traen de
adentro unos churros fríos y tiesos. Los engulle satisfecho. Uno de los
recién llegados cuenta que ha estado de vacaciones en Cádiz. Que se ha traído del Sur el
recuerdo de unas playas permanentemente soleadas y el regusto de unas gambas
muy sabrosas. Que mercó también allí algo de yerba. Quedan para probarla durante el
fin de semana. Desde su estatua, el escritor aguza el oído, que de este
discurrir de historias se hacen los libros y de esos viajes las epopeyas de los
nuevos Ulises.
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