miércoles, julio 09, 2014

Blanco y negro mindoniense



A la tarde quisimos volvernos por un rato mindonienses, cunqueirianos. Elegimos una mesa en la terraza de un café que mira a la catedral y dejamos simplemente que pasara el tiempo: allí es como las golondrinas, ave de paso que va y viene sin que nada importante cambie mientras tanto. Los muros permanecen impasibles, las ventanas cerradas, los cielos velados y en la penumbra de la catedral nadie detiene la degollación de los inocentes. A nuestro lado, un hombre lee El Progreso y bebe, a pequeños sorbos, un café negro. Espera a una mujer que llega enseguida y le cuenta cosas intrascendentes. Que se ha apuntado a un curso de pilates. Que a pesar del esquivo verano, tiene ya la espalda morena. No parecen matrimonio. Se hablan con una alegría de cortejo. Pero tampoco son jóvenes. Se van a la vez, pero cada uno por su lado. La mesa que han dejado vacía, la ocupa pronto una cuadrilla de obreros que vuelven del trabajo. Viene con ellos un perro, Rufo, al que le traen de adentro unos churros fríos y tiesos. Los engulle satisfecho. Uno de los recién llegados cuenta que ha estado de vacaciones en Cádiz. Que se ha traído del Sur el recuerdo de unas playas permanentemente soleadas y el regusto de unas gambas muy sabrosas. Que mercó también allí algo de yerba. Quedan para probarla durante el fin de semana. Desde su estatua, el escritor aguza el oído, que de este discurrir de historias se hacen los libros y de esos viajes las epopeyas de los nuevos Ulises.


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