miércoles, febrero 28, 2007

Trincheras

El atrincheramiento en el que se refugian en los últimos tiempos las formaciones políticas tiene su reflejo en los medios periodísticos. O viceversa, que nunca se sabe qué fue antes. Hay dos polos opuestos, dos frentes y unas lindes interpuestas y bien delimitadas que crecen poco a poco sin dejar sitio para el encuentro, convirtiéndose, por contra, en una suerte de tierra quemada. Se contribuye de modo decisivo a este distanciamiento desde gran parte de las empresas de comunicación, plataformas que procuran la diferencia y alimentan la víscera. Sabido es que los desequilibrios nutricionales condicionan en gran parte el temperamento. Las dietas que nos sirven los medios últimamente convierten a mucha gente en carne de trinchera. Y ya se sabe que una vez dentro no hay manera de sacar la cabeza sin peligro.

martes, febrero 27, 2007

La Laboral

La Universidad Laboral se levanta en un pequeño altozano de Cabueñes, a las afueras de Gijón. Parece un gran saurio del jurásico franquista irguiendo su cabeza-vigía por encima de la ciudad. Pero hace tiempo que no es más que una torpe taxidermia llena de escamas tatuadas con yugos y flechas. Un animal prehistórico con una raída bolsa marsupial donde dormitan viejas águilas imperiales. Una piel de piedra cosida con torpes pespuntes por donde el aire se ha filtrado pudriendo lentamente sus órganos vitales. Ahora le han abierto por fin todas las costuras, le han quitado el pútrido relleno y la están reconstruyendo por entero. A la nueva Laboral la están dejando sin los símbolos del antiguo régimen, puliéndole los sillares, ocultando frescos y amputando forjas. Y a uno le parece que todas esas señas de rancia identidad no estorbarían en la nueva construcción. Conjurada definitivamente su perversa sombra, serían ya sólo un recuerdo histórico. Permítaseme la analogía: como si en ARCO a algún artista le diera por exponer una estatua ecuestre del dictador pintada de rosa y atándole a su saludo fascista una bandera arcoiris. Muerto el perro, la rabia es materia forense.

lunes, febrero 26, 2007

Céline


Recibo correo de RV. Siempre me alegra saber de él. Me envía noticia de una conferencia de Ricardo Menéndez Salmón. Se dijo en ella a propósito de Céline y de su novela Viaje al fin de la noche: “Céline tiene la virtud de enfrentarnos a nuestra condición animal última en un período europeo de entreguerras especialmente sensible. Esta novela profetiza los horrores del porvenir desde nuestra incapacidad histórica de acumular enseñanzas morales”. RV me confiesa que le ha extrañado que alguien diserte sobre Louis-Ferdinan Céline en estos tiempos que corren de corrección política y que siempre consideró Viaje al fin de la noche como una de las mejores novelas que él haya leído. Apuntado queda.

Stephane Furber (y 4)

Después de colgar los tres poemas de Stephane Furber que había seleccionado de su poemario, ofreciendo con ellos, a mi juicio, una muestra suficientemente amplia y explícita de cómo escribía el autor tejano, he recibido un correo desde Tucumán reprochándome que no hubiera colgado también los que, según opinión de quien me escribe, son los mejores del libro. Haciéndolo ahora saldo una deuda -ella me descubrió a Furber-, a la vez que espero que si alguna editorial ha comprado ya los derechos del libro no emprenda acciones judiciales contra esta bitácora.

Save the last dance for me

La primera vez
que le pedí a tu madre
que bailáramos juntos
sonaba Save the last dance for me
en el viejo salón de Duddy.
Llevaba tres meses sin beber
y me sentía un hombre nuevo,
incluso ya no me temblaba el pulso.
Y de repente,
en medio de la pista de baile,
mientras llevaba de la cintura a Daphne,
volví a temblar,
pero esta vez desde los pies a la cabeza.


Dirty blood

Viví un tiempo en que bajo cada día,
como bajo cada piedra de Sonora,
se escondía un maldito escorpión
agazapado en la sombra.
Llegó un momento
en que corría tanta sangre
como ponzoña por mis venas.
Cualquiera hubiera jurado entonces
que me quedaba de vida
lo que a un perro sarnoso.
Aún me sigo preguntando
de dónde diablos saqué fuerzas
para desangrarme el pasado.

viernes, febrero 23, 2007

Stephane Furber (3)

He sabido de Stephane Furber a través de una prima que vive en Argentina. Me mandó hace un par de meses un librito titulado Daphne. Apenas veinte breves poemas. Está publicado por una pequeña imprenta de allá llamada Mondantordi y en la contraportada del libro se cuenta algo, poco, de su autor y de la edición. Parece ser que Stephane Furber era tejano, que vivó entre 1940 y 1995. Fue cantante country de cierta reputación en su juventud, pero pronto dejó los escenarios debido a su adicción al alcohol. Anduvo prácticamente mendigando durante los años setenta. Por entonces alguien se apiadó de él en un remoto pueblo del Oeste. Se casó con una joven viuda, Daphne, adoptó al pequeño de ésta y se pasó el resto de su vida, sobrio, detrás del mostrador de una ferretería. Al morir, su hijo encontró un librito con poemas. Se publicó en el 2000 en Estados Unidos. Una tal Mariana Lotti lo tradujo en Argentina.

Daphne

Si alguien te recoge medio muerto
a la puerta de su casa en un día de tormenta
cuando ya no tienes más aliento
que el vapor del whisky.
Si alguien tiene el coraje
de acercarse a un manojo de harapos
empapados de orina y lluvia.
Si alguien te arrastra hasta su bañera,
te hace café
y se apiada de tu suerte.
Si alguien te sonríe después de años.
Ten por seguro que serás por fin
capaz de pelearte contra el tigre
que te come las entrañas.
Que amarás por siempre a Daphne.

Stephane Furber (2)









Fire


La noche que lo abandonó todo
anduvo sin rumbo hasta la madrugada.
Era como una pequeña mierda
en medio de los campos de petróleo,
bajo un montón de estrellas.
Tenía un agujero en los jeans
por donde se le perdían los centavos
y un rastro de memoria entre las cejas
que le hablaba de un incendio reciente,
de una casa en llamas.

jueves, febrero 22, 2007

Leyendo a Stephane Furber







Crossroads


Se trata de elegir,
siempre se trata de elegir
y cada día, cada momento del día,
es un jodido cruce de caminos
donde no hay más señales
que tu intuición,
esa brújula donde las vísceras
imantan el norte.

(Del libro Daphne; Mondantordi, 2003)

miércoles, febrero 21, 2007

Cuatro telegramas de Charlie Parker

Estaba cansado. Era viernes y la semana había resultado dura. Me senté después de comer en el salón y puse en el vídeo un episodio de La Historia del Jazz, una película dirigida por Ken Burns en la que se narra, a través de doce capítulos, cada uno ellos aproximadamente de una hora de duración, la azarosa evolución de este estilo musical y la vida de muchos de sus intérpretes. Un recorrido que se muestra a través de imágenes y sonidos muy bellos. El episodio que elegí fue el titulado Irresistible, ambientado en la época del bebop, con continuas referencias a Charlie Parker y Dizzie Gillespie. Seguía las imágenes atentamente recostado en el orejero hasta que la narración se detuvo en 1954. La voz en off contó que en marzo de ese año, Charlie Parker estaba tocando en el club Oasis de Holliwood. Que había dejado temporalmente las drogas, pero que hinchado y siempre desaliñado, su salud empeoraba por el mucho alcohol que consumía. Entonces, recibió un telegrama de Chan, su mujer, desde Nueva York, en el que le comunicaba que la hija de ambos, Pree, había muerto de neumonía. Se ve a la pequeña en una foto sonriendo y a Bird en otras cuantas instantáneas visiblemente abatido. A continuación aparece en imágenes, hablando mientras fuma, su viuda, Chan Richardson Parker. Se la ve consumida al cabo de los años y como ajena a una historia, a un hombre y a unas imágenes, las de su marido y su hijita, que no han envejecido a la vez que ella, que se fijaron para siempre con la muerte en aquellos años cincuenta. Dice Chan: “Desde que Pree nació siempre estuvo enferma. Y ningún doctor supo por qué. Un especialista del corazón y pediatra descubrió por fin que tenía un soplo en el corazón. Pero entonces aún no se practicaba la cirugía a corazón abierto.” La noche que recibió la noticia, Parker envió cuatro telegramas a Los Ángeles dirigidos a su mujer. Cada uno de ellos más incoherente que el anterior. Escribió en el primero: “Querida, la muerte de mi hija me ha sorprendido más que a ti. No prepares el funeral hasta que llegue ahí. Debo ser el primero en entrar en la capilla. Perdóname por no estar ahí contigo mientras estabas en el hospital. Sinceramente tuyo, tu marido, Charlie Parker”. Y luego: “Cariño, por el amor de Dios, aguanta. Charles Parker”. El tercero sólo rezaba así: “Chan, ayuda. Charlie Parker”. Y finalmente, en el último y más conmovedor le decía: “Mi hija ha muerto. Lo sé. Estaré ahí lo antes posible. Mi nombre es Bird. Se está muy bien aquí. La gente ha sido muy buena conmigo. Enseguida voy. Tranquila, déjame ser el primero en acercarme a ti. Soy tu marido. Sinceramente. Charlie Parker”. Chan recuerda también en la cinta lo que significaron para ella aquellos mensajes desesperados: “Recibir esos telegramas fue horrible. Estaba en estado de shock. Me estaban dando tranquilizantes. No quería desprenderme de la bata de mi hija, de la bata con la que la llevé al hospital. Y entonces, a cada hora, recibía un nuevo telegrama. Y eso fue horrible para mí, horrible. Estoy segura de que Bird no se daba cuenta. Segura de que estaba pasando por su propio sufrimiento”. Y todo transcurría en la pantalla mientras sonaba al fondo el saxo de Charlie Parker. Son sólo unos minutos, muy pocos, una historia real y una narración sin adornos ni trampas sentimentales. Pero me arrugó la entrañas de tal manea que paré la cinta y busqué una vieja edición de cuentos de Cortázar donde recordaba haber leído hace muchos años la recreación literaria de esa historia, en el relato titulado El perseguidor. Es una narración densa donde los personajes no están al servicio de una historia fantástica –como sucede a menudo en los cuentos de Cortázar-, sino que el mismo protagonista determina el desarrollo del relato. A través de Bruno, un crítico de jazz que escribe sobre la biografía y la música de Johnny Carter -trasunto del propio Charlie Parker-, asistimos al derrumbe final de la corta vida del saxofonista. Su música, como su propia existencia, era una indagación arriesgada. Y el propio narrador nos la describe con una precisión tal que de repente descubrimos, por analogía con otras artes, la revolución que supuso el bebop: “Este jazz desecha todo erotismo fácil, todo wagnerianismo por decirlo así, para situarse en un plano aparentemente desasido donde la música queda en absoluta libertad, así como la pintura sustraída a lo representativo queda en libertad para no ser más que pintura”. Asistimos a una vida condicionada por las adicciones y la genialidad: “Cualquiera puede ser como Johnny, siempre que acepte ser un pobre diablo enfermo y vicioso y sin voluntad y lleno de poesía y de talento”. Ese funambulismo suicida del protagonista del relato de Cortázar lo lleva a un final trágico. En ese recorrido se suceden continuos infortunios. El más terrible de todos es el de la muerte de su hija, que se narra del modo que sigue: “Secuencias. No sé decirlo mejor, es como una noción de que bruscamente se arman secuencias terribles o idiotas en la vida de un hombre, sin que se sepa qué ley fuera de las leyes clasificadas decide que a cierta llamada telefónica va a seguir inmediatamente la llegada de nuestra hermana que vive en Auvernia, o se va a ir la leche al fuego, o vamos a ver desde el balcón a un chico debajo de un auto. (...) Esta mañana, cuando todavía me duraba el contento por saberlo mejorado y contento a Johnny Carter, me telefonean de urgencia al diario, y la noticia es que en Chicago acaba de morirse Bee, la hija menor de Lan y de Johnny, y que naturalmente Johnny está como loco. (...) – Bruno, me duele aquí –ha dicho Johnny al cabo de un rato, tocándose el sitio convencional del corazón-. Bruno, ella era como una piedrecita blanca en mi mano. Y yo no soy nada más que un pobre caballo amarillo, y nadie, nadie, limpiará las lágrimas de mis ojos.” Onetti fue uno de los primeros lectores de El perseguidor y de inmediato le escribió a Cortázar una carta –él que no solía escribir cartas- mostrándole su entusiasmo. Contó en una ocasión Dolly Muhr, la mujer del uruguayo, que cuando terminó de leer el cuento se fue al cuarto de baño de su casa y rompió el espejo de un puñetazo. Tanto le había gustado la descripción de la muerte de Bee. Nadie, dijo al saberlo Cortázar, había tenido una reacción más conmovedora. Y cierto es que El perseguidor sobrecoge por su intensidad y belleza, pero no es menos perturbadora la cruda literatura de los cuatro telegramas de Charlie Parker.

jueves, febrero 15, 2007

Sesión de noche

La pusieron por la noche. Acaso en sueños. Se veía un rostro caído con sangre cerca del ojo. Y la cámara en zoom se le adentraba por la pupila. La pantalla, entonces, se diluía por un instante como si enfocase el interior de un acuario. El hombre caído comenzaba a recordar en flash back cómo había llegado hasta el suelo. Era media mañana. Lucía el sol afuera y se esquivaba la mucha gente por las calles céntricas de la ciudad. Dentro del banco había murmullo de trabajo. Eran dos. Uno cerró la puerta tras de sí y quedó apostado contra ella. El otro pidió el dinero a gritos. Un empleado movió su pierna bajo la mesa. Buscaba el pedal de la alarma. No llegó a pisarlo. Le dispararon antes. La bala le entró por la mejilla y salió por la garganta. Quedó tendido sobre el suelo. Chorreando sangre por debajo del ojo. La voz en off que lo narraba todo era casi ininteligible. Sobrevivió el herido, pero nunca recuperó más que un hilo oscuro de habla. La bala se había llevado por delante una cuerda vocal y la movilidad de la laringe. Hasta que perdió por completo el sentido había ido viendo cómo se ensangrentaba el mundo. Cuando quiso quejarse sintió que la voz se le ahogaba justo a la altura del pecho.

Al despertarse aún podía verle rostro. Se parecía mucho al de su padre hace tiempo. Justo antes de que un ictus lo envejeciera veinte años, antes de que le dejara una suerte de rasguños ásperos por palabras y lo condenara a un final de obra decididamente cruel.

miércoles, febrero 14, 2007

Literatoulet

A Miguel Sanfeliú

Hace unos días, como hago siempre que puedo a media mañana, volvía de tomarme un café en el Gregorio. Tomé el paseo marítimo y luego emboqué por la Plaza de San Agustín. Pasé al lado de la librería Alborá. Iba echándole una ojeada de soslayo al escaparate cuando vi en sitio preferente un viejo libro que publiqué hace quince años. Ni que decir tiene que me detuve de inmediato. Pensé por un momento que la publicación volvía del pasado al modo en cómo lo hacen las viejas estatuas griegas: "de aquellos dioses esculpidos antaño / que algunas veces emergen invictos / de entre maleza, olvidos y ruinas". Sólo después de andar babeando feliz un rato, caí en la cuenta de que un cartel anunciaba “Liquidación de existencias”.

lunes, febrero 12, 2007

Cinco eran cinco

Desde el blog de Francisco Ortiz se me invita a participar en eso que dan en llamar un meme y que, según entiendo, supone participar en una cadena de confidencias, enumerando cinco cosas de uno mismo que no haya contado en su bitácora, cinco verdades hasta ahora desconocidas para sus lectores. Recojo el guante:

Después de tomarme en familia las uvas en la nochevieja de hace unos años, me quedé solo en el salón de mi casa bebiendo y llorando con París, Texas.

Conservo una foto de mi mujer tomada escasos días después de conocernos. Con tan poco es suficiente para revivirnos entonces, para justificarnos aún ahora, tanto tiempo después.

Uno de los placeres más dulces de los que puedo dar fe es el del sol clemente sobre los párpados.

Cuando nació mi hijo y me lo mostraron todavía a medio limpiar, berreando y agitándose tembloroso, lloré de amor y de miedo.

Quizás la más sincera y sobrecogedora confesión que nunca nadie me haya hecho, me la susurró en una habitación de París un viejo amigo del que el tiempo tristemente me ha distanciado. Lo que él más temía del futuro no era sino la vejez de sus padres. Al cabo de los años he comprendido yo también aquella inquietud, esa impotencia.

viernes, febrero 09, 2007

De expresidentes

Decía Felipe González que los expresidentes de gobierno son como los jarrones grandes y valiosos: ocupan mucho y nadie sabe dónde ponerlos. Yo creo que incluso con alguno no importaría fingir un fatal tropiezo. Afortunadamente, entre los presidentes de Asturias ya jubilados, Pedro de Silva, que ocupó el cargo desde el 83 al 91, aún adorna bien y no resulta aparatoso, más bien al contrario, tiende habitualmente a la discreción en su actividad y al minimalismo en sus comentarios periodísticos diarios, que son como una bitácora concisa y precisa, un lugar que conviene visitar a menudo por no perderse entradas como la del martes último, que con permiso del autor y de su publicante, La Nueva España, les reproduzco ahora, advirtiéndoles, no obstante, que uno al leerla le encontró, a pesar de la intitulación que la preside y encauza, una multidireccionalidad que bien la pudiera hacer aplicable también a otros ámbitos.
El Crisol de Jarrai
Una patria siempre cubre las vergüenzas existenciales. Encontrar un sentido a la vida y un cebadero al propio ego es, más o menos, lo que mueve a cualquier ser humano consciente. Esto no es fácil de lograr, pero una patria lo proporciona: actúa uno al servicio de una causa «grandiosa» y encima, por un poco más de precio, se asume un protagonismo. Luego está el asunto del calor humano que da la pertenencia a una masa, con el tejido de complicidades y la mística de la camaradería que son consustanciales. Y, para remate, el tema de los fantasmas, o sea, la legión de ancestros familiares y territoriales que nos echamos a la espalda, como una gloriosa mochila. Se sufre, sí, pero ése es el cemento del invento. Ahora bien, el sentido final de todo eso, el vector de salida, lo da la línea de disparo (aunque sea una piedra) contra un enemigo. Sin enemigo no hay patria que valga.

jueves, febrero 08, 2007

Tarde de viernes

Es viernes por la tarde
de un invierno de luz violeta
y aire frío.

Oigo algunos discos
con viejas melodías de clubs nocturnos,
suenan como entre humo,
a blanco y negro.

Andan sobre la mesa
varios libros mal apilados en escalera;
y por el suelo,
deshojado y otoñal,
el periódico de la mañana.

Mi hijo juega con guerreros
y le percuten en los labios
salvas de disparos
y silbidos de flechas.

Se me han ido instalando
los días de la semana
encima de los párpados,
contra el sueño,
a la altura de las vértebras doloridas.

Han sido como cinco dedos
que me apretaran
hasta extraerme por las costuras
un zumo agrio y propio
que cae en lamparones
manchándome los pies y las alfombras.

miércoles, febrero 07, 2007

Excursión cultural


Ayer mi hijo y sus compañeros de clase fueron de visita al Museo Nicanor Piñole. Un hermoso caserón conocido como Asilo Pola, construido en 1905 y que fuera antigua escuela-guardería para los niños de los trabajadores. Allí se expone una amplia selección de obras y objetos personales del pintor gijonés. Óleos, bocetos, apuntes y dibujos recogen su trayectoria artística, desde su etapa de formación hasta sus últimas obras: retratos, paisajes, naturalezas muertas y escenas populares de carácter asturiano.
A la tarde pregunté cómo había ido la excursión. Supe entonces que había sucedido un incidente. Supongo que fue cosa del baile de San Vito, esa permanente inquietud que persigue a los niños aun en los lugares menos convenientes. Cuando habrían de estar siguiendo las explicaciones de la guía del museo, un par de críos se propinaron mutuos empellones por un quítame allá esas pajas. Como resultado uno de ellos se fue contra un cuadro y éste se vino al suelo. Imagino las caras de guía y maestra. Las risas nerviosas de los niños. Dice mi hijo que el castigo durará una semana. Y también que no entiende por qué los mayores se preocuparon sólo del lienzo caído; su compañero se había hecho una herida en la cabeza con el marco.

lunes, febrero 05, 2007

La ofensa

Hablé ya en una entrada anterior de Ricardo Menéndez Salmón. De la grata y fuerte impresión que me había causado su libro La noche feroz. De que me había regalado esta novela un amigo y de que la había leído de un tirón. No dije entonces, y quizás sea oportuno comentarlo ahora, que Ricardo Menéndez Salmón vive en mi misma ciudad. Ha nacido aquí, como yo. Que coincidí con él como jurado en un premio de poesía hace años. Que posiblemente él no me recuerde, porque a veces hemos estado muy cerca algunos veranos, leyendo ambos al sol mientras apoyábamos nuestras espaldas en las rocas de la cala del Cervigón, y sin saludarnos –yo por timidez, él quizás por falta de memoria-. Que supe de sus novelas hace tiempo, pero que las relegaba por darles prioridad a otros libros de quienes entendía eran autores de mayor solvencia, o al menos de solvencia reputada. Que le suponía uno más de los muchos escritores de provincias que van publicando a duras penas en pequeñas editoriales gracias a favores de amigos o a la obtención de recónditos premios literarios.

La noche feroz me fascinó y me hizo caer en la cuenta de que a veces sucede la rara coincidencia de vivir en la misma ciudad en la que van pergeñando su obra grandes escritores. Que no residir en Madrid o Barcelona no resta mérito alguno, y que antes de alcanzar reconocimiento en los suplementos literarios de los grandes periódicos, hay que ir haciéndose hueco en los diarios locales. Vamos, que Ricardo Menéndez Salmón se propuso hace tiempo ser escritor y que no ha escatimado tiempo ni esfuerzos para lograrlo desde la periferia geográfica. A pesar de la ceguera provinciana de algunos lectores entre los que, para mi vergüenza, me incluyo.

Ahora, con su última novela, La ofensa, publicada por una editorial de ámbito nacional, Seix Barral, Ricardo Menéndez Salmón ha alcanzado por fin un hueco en todos los escaparates relevantes de la literatura española. Que yo sepa, han hablado bien de esta obra Rafael Conte en Babelia, Ricardo Senabre en El Cultural y Pozuelo Yvancos en Abc. Pero quizás la reseña más generosa, inteligente y apasionada es la que Juan Carlos Gea le ha dedicado a La ofensa desde las páginas de La Nueva España. Decía Jordi Doce, en la última entrada de su blog, y a propósito de otra reseña, la de Luis Muñiz a los Himnos de Mercia, de Geoffrey Hill-: “Es una reseña modélica, muy superior a lo que estamos acostumbrados a leer en Babelia, por ejemplo (con excepción de Antonio Ortega). ¿Por qué gente como Luis o Jaime Priede no están haciendo crítica en los suplementos de los grandes periódicos nacionales? No espero que nadie responda a esa pregunta, pero ahí queda, por si algún redactor jefe se cansa de su actual cuadrilla”. Pues bien, debería añadirse a los nombres mencionados por Doce, el de Juan Carlos Gea. Por eso, uno, que no es crítico literario, sino lector apasionado, y que gusta de compartir a través de esta bitácora algunas cosas que merecen la pena disfrutarse, quisiera, en esta ocasión, más que hablar por sí mismo de esta novela que tanto le ha gustado, tomar prestadas algunas palabras de Juan Carlos Gea, que lo hace mejor y más sabiamente:

(...) Planteada como una novela breve que casi exige ser apurada en una sola sesión, al modo de un cuento, para apreciar toda su intensidad, La ofensa narra en tres partes la historia de Kurt Crüwell, un sastre alemán tranquilo, culto y provinciano, que es reclutado por la Wehrmacht y participa en la invasión de Francia. Allí es testigo de una masacre excepcionalmente cruel que le provoca una reacción inaudita; ante la experiencia del horror extremo -el vacío en torno al que gravita la totalidad de La ofensa-, el cuerpo del cabo Crüwell se formula y responde sin saberlo, de modo fulminante, varias preguntas cruciales: «¿Puede un cuerpo dimitir de la realidad? ¿Puede un cuerpo, ante la agresión del mundo, ante la fealdad del mundo, ante el horror del mundo, sustraerse a sus funciones, negarse a seguir siendo cuerpo, suspender sus razones, abdicar de lo que es; esto es, abdicar de ser una máquina sensible? (...) ¿Puede un cuerpo olvidarse de sí mismo?» (p. 57). (...) Pero -y esa es la mayor virtud de La ofensa-, ha atinado más todavía al proponerles respuesta: «El 2 de enero de 1941, en la aldea de Mieux, en la Bretaña francesa, no muy lejos del mar, a la vista de noventa y un civiles ardiendo en el holocausto de una iglesia de piedra, un cuerpo respondió a todas esas preguntas con un rotundo "sí". Aquel día, un hombre llamado Kurt Crüwell perdió la sensibilidad» (pp. 57-58). (...) Crüwell se suma así a un panteón donde despliegan su inagotable elocuencia y magnetismo Peter Schlemihl, el hombre sin sombra; el tullido Achab; la criatura de Mary Shelley; el hombre de las multitudes de Poe; su casi tocayo Kurtz de El corazón de las tinieblas, por descontado; el Golem, Samsa o los personajes demediados o huecos de Calvino, o el protagonista de El hombre en el laberinto de Silverberg. Crüwell, el impasible, ya ha exhibido sus derechos para formar parte de esta mitología. (...) Su cometido es transubstanciar simbólicamente el espíritu de un siglo infectado por el horror, y la brutal cura de enajenación a que sus habitantes se han sometido para soportarlo. La impasibilidad de Kurt es el trasunto de la indiferencia en la que, amputada nuestra sensibilidad moral, seguimos misteriosamente viviendo, amando, trabajando y manteniendo algo parecido a una identidad como seres humanos. (...) Y en La ofensa hay, sin embargo, una parábola bíblica bajo la arquitectura de una novela, un cuento tradicional bañado en metafísica, una tragedia en prosa, una «bildungsroman» concentrada, un relato de aventuras, una historia de amor y un «thriller», y, en fin, una narración mítica que se apoyan con total libertad en todos los registros al alcance de un narrador de este tiempo: en poco más de 140 páginas conviven el detallismo naturalista, el aforismo y la digresión filosófica, la imagen poética, la alucinación expresionista, el reportaje histórico... (...) La ofensa tensa de modo fascinante la elipse narrativa al hacer que convivan en perfecta organicidad los centros, tan distantes, de la minuciosidad histórica y del relato fantástico, o incluso mítico. Quizá no sea ocioso recordar que, para Benjamin, es en la perfección y la amplitud de esa «elipse» entre los dos centros de lo real y lo simbólico donde se traza la esencia de la escritura de Kafka.

He leído el libro este fin de semana. Lo he disfrutado, subrayado y vuelto a leer por partes. He rebañado su final con ruido de cubiertos, con la misma falta de pudor con que uno apura en soledad los restos de una pitanza, la buena literatura.

viernes, febrero 02, 2007

Correo

De los correos de JMP se suele aprovechar hasta el hueso. Hoy me envía esta cita: “El psicólogo social y experto en teoría de juegos Anatol Rapoport, promulgó una vez una lista de reglas sobre cómo escribir un buen comentario crítico sobre el trabajo de un oponente. Primero, dijo, se ha de intentar re-expresar la posición del contrario tan clara, vívida y justamente que el oponente diga: “gracias, me gustaría haberlo expresado así de claro”. Luego, se han de listar todos los puntos de acuerdo (especialmente si no hay asuntos de acuerdo amplio y general) y, tercero, se ha mencionar cualquier cosa que hayamos podido aprender del contrario. Sólo entonces está permitido proferir palabras de rechazo o de crítica. Yo he seguido estos puntos de forma saludable. Si lo consigues, los resultados son gratificantes, el oponente está en disposición de aprender de lo que digas y se muestra atento y con interés.” (Comentado en la crítica del libro The god delusion de R. Dawkins, titulada Off come the gloves por D. Dennet en el número de enero del 2007 de Free Inquiry.)
Y dice finalmente mi amigo, como coda al párrafo que transcribe. “Es fácilmente aplicable y me hace pensar en que un poco menos de apasionamiento, más atención a lo que dicen los demás y un mayor esfuerzo en la argumentación no nos vienen mal a nadie. Igual que un poco más de respeto a las personas, no tanto a lo que dicen o decimos. El mundo mejoraría.” Amén.

jueves, febrero 01, 2007

Embozado

En las mañanas de invierno, cuando suena el despertador, de buena gana seguiría uno al margen de la ley: asaltando sueños oculto en el embozo de las sábanas.