N. diseñó hace ya unos años un pequeño y hermoso libro para zurdos. Quién sino un zurdo hubiese tenido tal consideración. Una pequeña caja negra y lacrada abierta por su lado izquierdo. Y en su interior, dos plaquettes:
El libro de las horas, de Juan Ignacio González, y
De entre las ascuas, de un servidor. Se ha reeditado ahora y sigue siendo una extrañeza para las manos y un placer para la vista. Un poemario para zurdos. Para minorías. Y sobre todo para amigos, que son siempre la más selecta de las minorías. Estos que a continuación transcribo son dos de sus poemas. En el primero, Juan I. González recuerda una humillación de su infancia como niño emigrante (sus padres lo dejaron un día al cuidado de una vecina recelosa de aquellos sureños morenos que llegaban a su país a ganarse la vida como podían). En el segundo, uno hace memoria.
SOBRE LA TOLERENCIA (1966)
Madame Legrange, supongo
que sólo tuvo miedo.
Miedo y un desconocimiento grande y triste
sobre a qué debe oler
un pequeño español en el exilio.
De modo que un mal día
que madre estuvo enferma,
por orden taxativa de su esposo
—un patriota tullido de las Ardenas—
y una tácita acción de vecindad,
me recogió a la puerta del colegio
y me ofreció su casa,
como un pequeño campo de exterminio.
Armada de unos guantes y un cepillo,
frotó con más que ahínco mi cabeza
—aún viene a visitarme algunas tardes
un dolor muy agudo en las orejas—.
Buscó piojos huidizos
(los tuve alguna vez)
y examinó mi ropa, plagada de zurcidos,
con detalle.
Loada sea
el agua limpia que dejé en su bañera.
Loado sea el instante que padre tocó al timbre,
el dintel de mi casa
como un pequeño arco de triunfo
después de la ignominia.
Loada una y mil veces
la tierra curva del dolor sobre el lecho,
el rostro de mi madre.
Juan Ignacio González
ALGUNAS IMÁGENES INOLVIDABLES
Si inventariase los recuerdos
más dulces de tu cuerpo,
salvaría sin duda aquella risa primera
que aún guardo en la memoria
abriéndome en dos el pecho.
Si quisiera dibujarte
en el escorzo con que el tiempo
modela los deseos,
tus piernas calzarían
la noche hasta los muslos
y en la hendidura misma del alba
se ocultarían tus dedos
como sierpes tenaces
que te reptan la dicha.
José Carlos Díaz