Ayer viaje a T. Calentaba allí un sol tibio. Leí afuera sobre la mesa de pizarra. Una laja irregular y apacible al tacto. Me fui luego caminando más allá de los molinos. El sendero estaba tapizado de hojarasca. El ruido de los pasos ahuyentaba a los pájaros. Me detenía a ratos a mirarlo todo. Panorámica del silencio. De los verdes cuajados. Del arbolado todavía invernal. Castaños, robles, abedules, avellanos. Cielo azul. Aire transparente. Anda el bosque aún desnudo y si se aplica el ojo al ramaje, como un zoom de muchos aumentos, se fija en la retina la confusión de un pollock monocromático; de un osario acumulado y revuelto. Sin embargo, en el viaje había descubierto con alegría los primeros brotes primaverales. Mimosas y tojo. Amarillos intensos. Y una luz clara y seca sacándole brillo incluso a las sementeras. Al día le engarcé esas y otras cuentas: un arroz sabroso en compañía, el lomo dócil de los perros guardianes, dos abubillas tras un laurel, un petirrojo arrogante y un halcón que volaba confiadamente bajo. Y todo lo repaso a la noche como si sobara un tasbih de huesos pulidos, los de unos frutos en sazón hurtados al paso del tiempo.
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