lunes, mayo 30, 2016

Si yo fuera Stephane Furber

A toda heteronimia la precede siempre un condicional. Este librillo es una pequeña edición, no venal, para coleccionistas, con las canciones sin música de Stephane Furber. En sus páginas se ha procurado una rigurosa suplantación. Su prólogo dice así:

¿QUIÉN FUE STEPHANE FURBER?

Tal vez fue el hombre de la fotografía. Un tipo que mira con desconfianza bajo el ala de un sombrero Stetson, que se apoya con desgana en un poste de la luz, que guarda las manos en los bolsillos y en una maleta ya sin uso su propia historia contada a retazos en algo parecido a versos o letras de canciones. Un antiguo músico que conoció el éxito y bebió demasiado durante demasiados años. Que cuando el alcohol le quebró definitivamente la voz, se bajó sin pena de los escenarios y se acodó sin prisa en el mostrador de las tabernas. Que estuvo a punto de morir abrasado en un motel en el que, después de una borrachera más, se quedó dormido con un cigarrillo entre los dedos. Que encontró algo así como una segunda vida cerca de Waxahachie, Texas, al lado de una joven viuda, Daphne, y de su hijo de pocos años, Jimmy. Que tardó mucho en volver a tocar la guitarra y nunca más lo hizo en público. Que tenía cicatrices y guardaba a menudo silencios muy largos. Que se ganó finalmente la vida vendiendo piensos en un almacén. 

Cuando Stephane Furber murió, Jimmy, que lo quiso como a un padre, encontró entre sus cosas unos cuantos papeles manuscritos. Los publicó y alguien recordó entonces los viejos discos de Furber. Sonaron de nuevo por algún tiempo en la radio, pero no mucho.

Ese fue, o al menos ese podría haber sido, Stephane Furber.
JCD

miércoles, mayo 18, 2016

Novillos en Días lectivos

Echó uno cuentas y miró el reloj sabiendo que a esa hora debía estar en Oviedo, en la librería Cervantes, acompañando a Ángel en la presentación de su poemario, pero hice finalmente novillos a esos Días lectivos suyos. No por falta de aplicación, que los deberes se habían entregado a tiempo, sino para evitar las emociones de esa intemperie que en los actos públicos suele cebarse con los espíritus menos abrigados. Me dicen que todo salió bien, que el maestro recitó y cantó, y que tuvo consigo a los amigos. Qué más se puede pedir, salvo que quien escribió la introducción que ahora les adjunto y que algún samaritano tuvo a bien leer no fuese tan blando y cumpliese sus compromisos.


Ha dejado escrito Cristina Peri Rossi que “El erotismo es a la sexualidad lo que la gastronomía al hambre: el triunfo de la cultura sobre el instinto, entendiendo por cultura el largo, diverso y complejo proceso que ha elaborado la criatura humana, desde sus comienzos para dominar, transformar y guiar el instinto primitivo”. Bien nos viene esta cita para introducir el libro que hoy nos ha convocado aquí, Días lectivos, de mi buen amigo Ángel Francisco Casado, porque no de otro modo se trata el instinto erótico en este poemario, sino a través de un encauzamiento culto: una prolongada alegoría que sitúa en planos paralelos una seducción y un curso escolar, el progresivo conocimiento de la materia (carne o asignatura) en el espacio temporal y físico de un curso escolar. 
Días lectivos obtuvo el XXIX Premio Cálamo de Poesía Erótica. Un galardón que se ha mantenido fiel a esta especial temática durante treinta años y que a uno, que ha estado desde el principio entre los impulsores de esta iniciativa, le ha puesto a lo largo de tan dilatado período de tiempo ante cientos de poemarios que abordaban de maneras muy diversas el erotismo. Por eso, siempre me he planteado qué debía considerarse como tal. Y aunque no debe hacerse dogma sobre este asunto, supongo que como sobre casi nada, sí que, al menos, como en lo importante, debe poder tenerse un criterio propio argumentado. 
No creo que estuviese descaminado George Bataille en Las lágrimas de Eros cuando afirmaba que la motivación de las obras de arte rupestre tenía su origen en el descubrimiento por sus autores de la muerte, de la conciencia de que eran mortales. Esta revelación puso la distancia definitiva entre el hombre y la animalidad. Conocer que la vida tiene fin llevó al deseo de conservarla combatiendo la muerte. Una de las formas de hacerlo no fue, no es,  otra que el arte en sus múltiples manifestaciones. Y según Bataille también lo es el erotismo, por ser una pulsión inversa a la muerte, que no busca el fin sino la prolongación del deseo, que no busca el sexo como una satisfacción inmediata, sino como una acción aplazable, en la que incluso se puede educar al gusto más por la aspiración que por el logro. Por eso Bataille advierte que “la actividad sexual de los hombres sólo puede definirse como erótica cuando no es rudimentaria, cuando no es simplemente animal.”
Entre esos muchos versos que uno ha leído a lo largo de todos estos años, que se pretendían en todos los casos “eróticos”, siempre he defendido, en la medida de mis posibilidades, aquellos libros que tenían que ver con ese tratamiento digamos “cortés” del asunto. Entendiendo por tal el esfuerzo del autor por convertir el propio deseo en materia central. En consonancia con esa  perspectiva del erotismo y de su plasmación literaria, he preferido antes que el relato de una satisfacción cumplida, la persecución sin prisas de la misma. Valorando al tiempo, como en cualquier otra obra literaria, sea cual sea su inspiración, el adecuado cuidado de las formas, su elaboración argumental, los matices que la singularizan, la tradición de la que parte para continuarla o quebrarla y, en fin, el oficio de quien escribe, pues suele resultar como mínimo chocante, la originalidad adánica.
Ese oficio y esas cualidades se aprecian bien en Ángel Francisco Casado y en sus Días lectivos. Además, su manera de tratar el específico tema que le llevó al Premio Cálamo está muy en sintonía con esa descripción —ya digo personal, pero al menos argumentada— que uno le ha dado al erotismo, pues se trata de un poemario que relata con voz sabia la pautada seducción de unos amantes, de cuyo deseo se nos ofrecen diversas y ricas perspectivas, al recurrir el poeta al pulso métrico, el eufemismo retórico, el humor sutil y la dilatada alegoría de una escuela en la que se alcanza, finalmente, el ansiado conocimiento.

Estamos ante treinta y tres poemas en los que el autor adopta una voz femenina para hacernos partícipes de cierta relación amorosa que avanza desde la pregunta inicial, retórica, planteada en los primeros versos: “¿Te imaginas exprimiendo mis frutos / entre oraciones yuxtapuestas, / tú y yo copulativos?”; hasta  el momento final en que los cuerpos alcanzan, a la “amanerada forma, a lo escolar”, un progreso adecuado en el conocimiento de pieles y deseos. Todo ello discurriendo en el período comprendido por un curso escolar, en sus días lectivos. Y forjado a la vez que el transcurso de las estaciones, imbricándose éstas en el propio discurrir académico, al modo en que se avanza en los estudios a través de las etapas fijadas por el otoño (Es el otoño / ese tiempo maduro e incipiente, que estoy viendo a través de la ventana.), el invierno (Marchan en procesión nuestros despojos / hacia otro ritual de terco invierno.), la primavera (Primavera florece. / Florezco yo también como una rama: / mis cabellos sedientos de tus dedos..) y el punto final que pone el verano (Este verano / construiré en arena mi castillo / para verme borrada por tus olas, / poseída.). Ese decorado urdido con estaciones y asignaturas no sólo se vislumbra en los versos aludidos, sino que incluso se refleja en los propios títulos de los poemas: Primeras lluviasHojas que caenPrimavera o Arquitectura de verano, por un lado; y GeografíaLección, EstudioDibujoGenética o Química, por otro. Pero no sólo se extiende esta alegoría por las páginas del poemario, hay también un uso metafórico recurrente de la guerra y la muerte, que transforma en bélicos los lances del amor y en “petite morte” su consumación. Ese empleo se aprecia palmariamente en el poema titulado Guerra Civil:

Tristemente feliz quedas entonces,
y abatido, tal vez.
Yo, no; yo seguiría planteándote batalla,
procurando de nuevo
desenvainar tu espada.
Soy guerrera.
Una guerra civil civilizada, hermano,
pondría en nuestra historia, ¿te imaginas?
Una guerra de conciliación,
una guerra de amor:
luchando cuerpo a cuerpo,
sedientos de más vida.

Como puede advertirse, se trata de una lección de historia felizmente revisada a la luz de la ética amorosa.

El autor finge a lo largo de toda la obra una perspectiva femenina, en una indagación que, creo, trata de avanzar un poco más allá en la disección del erotismo: no sólo debe ser un proceso de seducción, sino que para que ésta se consume en una perfecta fusión, debe procurar la empatía del deseo: saber qué, cómo y cuándo desea el otro.

En lo que no hay, sin embargo, fingimiento es la fidelidad de Ángel Francisco a su condición docente. El poeta ha sido profesor durante muchos años, lo que le dota de la experiencia precisa para abordar esta obra en un ámbito, con un léxico y en unos tiempos propios de la práctica escolar.

Y si bien ese ha sido su oficio, su vocación siempre fue y es la musical, y de ello también se nutre con acierto el ritmo, las medidas —clásicas, en ocasiones, sobre todo en la intercalación de algunos bien abordados sonetos— y hasta en el vocabulario de sus versos. En el propio papel pautado de una partitura parece escribirse el siguiente poema, titulado, además, Música:

Música, tú; batuta que dirige
el primer movimiento entre mi boca,
los primeros compases que preludian
el total desarrollo de mi cuerpo.
Diriges lentamente —adagio ma non troppo—
los sonidos crecientes, los audaces
colores de mi almendro; melodías
mi espalda, audaz silencias
en mi nuca un pasaje delicado;
abres al viento scherzos de mis labios,
contra mi corazón percute el tuyo.
Hacia el final —tutti presto—, dentro,
eres yo misma y mueres porque muero,
y los violines de los cuerpos, con sordina,
en el último acorde.

Es, en fin, un placer volver a la escuela de la mano de estos Días lectivos, apostarse en los rincones apartados donde se imparte el aprendizaje alternativo de estos amantes que no dejan ni un instante de estudiarse y que hasta invitan a participar a veces de su íntima experiencia —como puede leerse en ese divertido y delicioso poema titulado Nueva buena, donde la buena nueva no es sino un alumna nueva, y buena en el sentido más carnal, a la que se le da una bienvenida participativa—.

Apuntar sólo por último que las ilustraciones de Chelo Sanjurjo, de línea clara, de trazo limpio, concilian bien con el decir de Ángel Francisco, siempre transparente en la intención, comedido en las alusiones y diestro en la escritura de unos versos que cuentan habiendo sido antes adecuadamente contados, ahormados al ritmo narrativo pero poético de un hermoso y gozoso libro.


lunes, mayo 16, 2016

Presentación de Los sueños de las sombras, de Fernando Menéndez

El jueves 12 se había uno comprometido a presentar el último libro de Fernando Menénez, Los sueños de las sombras, pero, con gran dolor de corazón [sic], me fue imposible asistir a La Buena Letra, donde se celebraba la puesta de largo de la reciente obra. Esto que sigue era lo que se tenía preparado para la ocasión y que mi amigo Emilio Amor leyó con su habitual solvencia:

Foto de Lucía Vázquez para LNE
Todos Vds. conocen bien, conocemos bien, la obra de nuestro amigo, filósofo y poeta con una dilatada trayectoria de publicaciones editoriales ampliamente difundidas y con otros muchos libros manuscritos e ilustrados por él mismo que han tenido una vida más recogida, si bien en ocasiones también han sido motivo de exposición como material no sólo bibliográfico sino también artístico, que de ambas cualidades pueden presumir. Licenciado en Filosofía Pura por la Universidad de Salamanca fue profesor y actualmente está provechosamente jubilado.

Sus primeras publicaciones aparecieron en revistas como Estafeta Literaria, Cuadernos Hispanoamericanos o Cuadernos del Norte (donde colaboró, por ejemplo, con sus Apuntes sobre el pensamiento de María Zambrano). Y sus libros, alguno colectivo como el Libro del Bosque, o la mayoría de autoría propia, han ido viendo la luz con una cadencia constante desde el año 1979, en que se editó Sinfonía interior, hasta esta obra que hoy damos a conocer. Esa producción ha cultivado las dos vertientes ya aludidas, la editorial y la artesanal.

En esta última faceta son admirables sus códices. Con una caligrafía primorosa e incubados por esa vocación amanuense que le lleva a escribir, ilustrar y copiar poemarios que se revelan como pequeñas piezas de orfebre. En tiempos de computadoras, impresiones láser, copisterías y muy asequibles encuadernaciones, Fernando Menéndez posee un inusual temple monacal, una capacidad de retiro y laboriosidad paciente que le permiten acometer esas empresas artesanales. He tenido la suerte de ver mis versos alguna vez en uno de esos libros de tan reducida tirada, manuscritos uno a uno, concebidos, ilustrados y hasta cosidos por el propio Fernando Menéndez, y les aseguro que tal deferencia supone un dichoso privilegio. Son libros que no persiguen el reconocimiento de los suplementos literarios ni tan siquiera un hueco en los mostradores o escaparates de las librerías, sino que constituyen el generoso placer de quien comparte con los más íntimos el fruto de su dedicación a la palabra, por lo que ésta dice y por cómo puede, delicada y elegantemente, decirse o escribirse.

Por otro lado, su vertiente editorial está jalonada de publicaciones poéticas y aforísticas a través de las que se ha labrado un merecido reconocimiento internacional en ese laborioso ejercicio de la brevedad y la concreción que tiene por resultado los haikus, las breves composiciones estróficas y, fundamentalmente, el aforismo.

En cuidadas tiradas se ha ido cuajando la evolución literaria de este profesor de filosofía a quien tanto afecto han profesado sus bachilleres (y doy fe de ello pues mi hijo tuvo la fortuna de ser alumno suyo). En su obra poética no solo cuida la precisión de la palabra sino que indaga a través de ella, teniendo en lo breve, como ya se ha apuntado, un eficaz aliado par esa introspección. Precisamente con el aforismo ha emprendido la aventura de sus últimos seis libros, todos ellos contenidos, intensos y hermosos: Biblioteca interior, Dunas, Hilos sueltos, Tira líneas, Salpicaduras (traducido éste al italiano en 2014, y por el que obtuvo la Mención de Honor en el Premio Internacional «Torino in Sintesi» per l´Aforisma) y  Artificios.

El aforismo, ha explicado en alguna ocasión Fernando Menéndez, habita en la frontera de lo literario y lo filosófico. En ese terreno se mueven los suyos, que, además, persiguen siempre la ligereza y la ambigüedad a través de una acentuada densidad conceptual, expresada austeramente en la forma: de modo que se concilian así la riqueza y profundidad del significado con la concisión del significante. No en vano ha dejado escrito Fernando en alguna ocasión que “El adorno es el suicidio del arte”. Además, y siguiendo a Bufalino, sus escritos aspiran al tiempo a ser los de un censor implacable de los vicios del mundo que nos ha tocado en suerte.

Y no otra, creo, es la inspiración que alienta las declamaciones de ese coro trágico, aforístico, que mantiene el pulso ético del libro hoy presentado. Los sueños de las sombras tiene una ambiciosa estructura que combina la voz de cuatro clásicos griegos, Esquilo, Sófocles, Eurípides y Píndaro, presentados, cada uno, a través de una composición poética que resalta, con sobriedad quirúrgica y versos delicados, los rasgos que los distinguieron en lo vital o lo creativo, y que los asocian, en cada caso, a una estación del año.

Los poemas que encabezan la rememoración de las figuras literarias aludidas son, siguiendo con la analogía de lo helénico, como el tímpano de un templo, faro y advocación, y se levantan sobre una columnata sólida constituida por las escogidas citas de esos autores griegos, por los coros aforísticos —auténtica voz moral de la obra— y por fragmentos extraídos de unos supuestos papiros que pertenecen a lugares —Gela, Colona, Pela y Tebas— donde vivieron, crearon o murieron los cuatro escritores citados, extractos en los que la naturaleza se convierte en la principal protagonista.

Dice Carlos Vara en su esclarecedor prólogo a Los sueños de las sombras que el más reciente libro de Fernando Menéndez es un diálogo poético y dramático. Es diálogo porque son varias las voces que acuden a sus páginas: tanto las de los diversos registros del autor como las de los autores sobre los que se constituyen las cuatros partes. Es poético, porque su sustancia expresiva es básicamente poética. Y, por último, es dramático porque el autor ejerce como corifeo, dirigiendo el desarrollo coral de una obra de inspiración trágica y apuntando, a la vez, sus asuntos esenciales.

Y dice también que es un libro necesario porque viaja al origen de lo que somos: “nietos de una herencia griega que la incompetencia y los intereses privados nos arrebatan cada día”. Por eso se hace preciso echar la vista hacia atrás y poner el presente en perspectiva. Y vernos en ese ámbito como el sueño de una sombra, según decía Píndaro en el verso que cierra el libro aludiendo a la naturaleza incierta del hombre. Ese hombre que según canta el coro aforístico “avanza errando y sospechando”, “transforma la vida en una metáfora de la duda” y “siente el agudo cansancio de lo incierto”.

El poeta evoca a los clásicos helenos, deja luego que hablen con su propia voz, y al hilo de lo que dicen, el coro interviene sentencioso, firme, querellándose con la dura realidad y la desmemoria, mientras de fondo, la naturaleza graba poéticamente su ciclo imperturbable, estacional, sobre los papiros.

Así se ha escrito Los sueños de las sombras, aunque Fernando, con el que ahora les dejo, seguro que hará una lectura mucho más personal, rica y precisa de su propia libro, en el que tanto y tan bien ha trabajado.

miércoles, mayo 04, 2016

Espacio Ninguno


Espacio Ninguno

«Entre la vida y la muerte no ai espacio ninguno;
en un instante se acaba lo que se vive en el mundo.
Año de MDCCLXIX".

Texto recogido por Miguel de Unamuno en su visita a los Arribes del Duero, a la puerta de la entrada del convento franciscano de La Verde.

Ese espacio ninguno
que advirtieron era la vida,
dejándolo así cincelado
a la entrada de su convento,
no bastó —qué razón tenían—
para que vieran hasta dónde la hiedra
se adueñaba de los muros,
cómo la lluvia doblegaba los tejados,
cómo los pájaros anidaban
hasta en el  mismo refectorio
y las alimañas bebían del agua bendita
en las pilas arrumbadas.
No bastó cada una de las existencias
de todos los monjes que allí oraron
a lo largo de seis siglos.
No bastó siquiera la historia entera
de ese cristiano asentamiento
en el finis terrae del río fronterizo
y bajo el augurio en sombra
de las aves rapaces.
Nunca basta una vida entera.
Termina siendo un espacio ninguno.

JCD

lunes, mayo 02, 2016

Salmón dixit


"El fenómeno es longevo como la política. El control de la sociedad es piedra angular para el sostenimiento de toda forma de poder. Lo novedoso es su dimensión. La tecnología es la clave que articula dicha posibilidad. Desde que cada Propio vive conectado a una constelación comunicativa, se transforma en diana de los mecanismos de control del Sistema. Es el individuo quien, al integrarse en la retícula de las redes de información del cibercapitalismo, deviene objeto de escrutinio. Cada pensamiento que expresa, cada vínculo que favorece, cada deseo que manifiesta es absorbido, metabolizado y archivado por un inmenso tesauro policíaco. Ya no su código genético, sino su mundo privado, el del deseo y sus fantasmas, se convierte en rastro, cifra y síntoma. (..) Literalmente, el Sistema se convierte en Dios, pues accede al sueño último de las estrategias de dominio: la intimidad ya no de las alcobas, sino de las conciencias."

El Sistema, Ricardo Menéndez Salmón