Echó uno
cuentas y miró el reloj sabiendo que a esa hora debía estar en Oviedo, en la
librería Cervantes, acompañando a Ángel en la presentación de su poemario, pero
hice finalmente novillos a esos Días lectivos suyos. No por falta de
aplicación, que los deberes se habían entregado a tiempo, sino para evitar las
emociones de esa intemperie que en los actos públicos suele cebarse con los espíritus
menos abrigados. Me dicen que todo salió bien, que el maestro recitó y cantó, y
que tuvo consigo a los amigos. Qué más se puede pedir, salvo que quien escribió la introducción que ahora les adjunto —y que algún samaritano tuvo a bien leer— no fuese tan blando y cumpliese sus
compromisos.
Ha dejado
escrito Cristina Peri Rossi que “El
erotismo es a la sexualidad lo que la gastronomía al hambre: el triunfo de la
cultura sobre el instinto, entendiendo por cultura el largo, diverso y complejo
proceso que ha elaborado la criatura humana, desde sus comienzos para dominar, transformar y guiar el instinto primitivo”. Bien nos viene esta cita para introducir el libro que hoy nos ha
convocado aquí, Días lectivos, de mi buen amigo Ángel Francisco Casado, porque
no de otro modo se trata el instinto erótico en este poemario, sino a través de
un encauzamiento culto: una prolongada alegoría que sitúa en planos paralelos
una seducción y un curso escolar, el progresivo conocimiento de la materia
(carne o asignatura) en el espacio temporal y físico de un curso escolar.
Días lectivos obtuvo el XXIX Premio Cálamo de Poesía Erótica. Un galardón
que se ha mantenido fiel a esta especial temática durante treinta años y que a
uno, que ha estado desde el principio entre los impulsores de esta iniciativa,
le ha puesto a lo largo de tan dilatado período de tiempo ante cientos de
poemarios que abordaban de maneras muy diversas el erotismo. Por eso, siempre
me he planteado qué debía considerarse como tal. Y aunque no debe hacerse dogma
sobre este asunto, supongo que como sobre casi nada, sí que, al menos, como en
lo importante, debe poder tenerse un criterio propio argumentado.
No creo que estuviese descaminado George Bataille en Las lágrimas de Eros
cuando afirmaba que la motivación de las obras de arte rupestre tenía su origen
en el descubrimiento por sus autores de la muerte, de la conciencia de que eran
mortales. Esta revelación puso la distancia definitiva entre el hombre y la
animalidad. Conocer que la vida tiene fin llevó al deseo de conservarla combatiendo
la muerte. Una de las formas de hacerlo no fue, no es, otra que el arte en sus múltiples
manifestaciones. Y según Bataille también lo es el erotismo, por ser una pulsión
inversa a la muerte, que no busca el fin sino la prolongación del deseo, que no
busca el sexo como una satisfacción inmediata, sino como una acción aplazable,
en la que incluso se puede educar al gusto más por la aspiración que por el
logro. Por eso Bataille advierte que “la actividad sexual de los hombres sólo
puede definirse como erótica cuando no es rudimentaria, cuando no es
simplemente animal.”
Entre esos
muchos versos que uno ha leído a lo largo de todos estos años, que se
pretendían en todos los casos “eróticos”, siempre he defendido, en la medida de
mis posibilidades, aquellos libros que tenían que ver con ese tratamiento
digamos “cortés” del asunto. Entendiendo por tal el esfuerzo del autor por
convertir el propio deseo en materia central. En consonancia con esa perspectiva del erotismo y de su plasmación
literaria, he preferido antes que el relato de una satisfacción cumplida, la
persecución sin prisas de la misma. Valorando al tiempo, como en cualquier otra
obra literaria, sea cual sea su inspiración, el adecuado cuidado de las formas,
su elaboración argumental, los matices que la singularizan, la tradición de la
que parte para continuarla o quebrarla y, en fin, el oficio de quien escribe,
pues suele resultar como mínimo chocante, la originalidad adánica.
Ese oficio y
esas cualidades se aprecian bien en Ángel Francisco Casado y en sus Días
lectivos. Además, su manera de tratar el específico tema que le llevó
al Premio Cálamo está muy en sintonía con esa descripción —ya digo personal,
pero al menos argumentada— que uno le ha dado al erotismo, pues se trata de un
poemario que relata con voz sabia la pautada seducción de unos amantes, de cuyo
deseo se nos ofrecen diversas y ricas perspectivas, al recurrir el poeta al
pulso métrico, el eufemismo retórico, el humor sutil y la dilatada alegoría de
una escuela en la que se alcanza, finalmente, el ansiado conocimiento.
Estamos ante treinta y tres poemas en los que el autor adopta una voz femenina para
hacernos partícipes de cierta relación amorosa que avanza desde la pregunta
inicial, retórica, planteada en los primeros versos: “¿Te imaginas
exprimiendo mis frutos / entre oraciones yuxtapuestas, / tú y yo copulativos?”;
hasta el momento final en que los cuerpos alcanzan, a la “amanerada
forma, a lo escolar”, un progreso adecuado en el conocimiento de pieles y
deseos. Todo ello discurriendo en el período comprendido por un curso escolar,
en sus días lectivos. Y forjado a la vez que el transcurso de las estaciones,
imbricándose éstas en el propio discurrir académico, al modo en que se avanza
en los estudios a través de las etapas fijadas por el otoño (Es el otoño / ese tiempo maduro e
incipiente, que estoy viendo a través de la ventana.), el invierno (Marchan en procesión nuestros despojos /
hacia otro ritual de terco invierno.), la primavera (Primavera florece. / Florezco yo también como una rama: / mis cabellos
sedientos de tus dedos..) y el punto final que pone el verano (Este verano / construiré en arena mi
castillo / para verme borrada por tus olas, / poseída.). Ese decorado
urdido con estaciones y asignaturas no sólo se vislumbra en los versos
aludidos, sino que incluso se refleja en los propios títulos de los
poemas: Primeras lluvias, Hojas que caen, Primavera o Arquitectura
de verano, por un lado; y Geografía, Lección, Estudio, Dibujo, Genética o Química,
por otro. Pero no sólo se extiende esta alegoría por las páginas del poemario,
hay también un uso metafórico recurrente de la guerra y la muerte, que
transforma en bélicos los lances del amor y en “petite morte” su
consumación. Ese empleo se aprecia palmariamente en el poema titulado Guerra
Civil:
Tristemente feliz quedas entonces,
y abatido, tal vez.
Yo, no; yo seguiría planteándote batalla,
procurando de nuevo
desenvainar tu espada.
Soy guerrera.
Una guerra civil civilizada, hermano,
pondría en nuestra historia, ¿te imaginas?
Una guerra de conciliación,
una guerra de amor:
luchando cuerpo a cuerpo,
sedientos de más vida.
Como puede advertirse, se trata de una lección de historia felizmente
revisada a la luz de la ética amorosa.
El autor finge a lo largo de toda la obra una perspectiva femenina, en una
indagación que, creo, trata de avanzar un poco más allá en la disección del
erotismo: no sólo debe ser un proceso de seducción, sino que para que ésta se
consume en una perfecta fusión, debe procurar la empatía del deseo: saber qué,
cómo y cuándo desea el otro.
En lo que no hay, sin embargo, fingimiento es la fidelidad de Ángel
Francisco a su condición docente. El poeta ha sido profesor durante muchos
años, lo que le dota de la experiencia precisa para abordar esta obra en un
ámbito, con un léxico y en unos tiempos propios de la práctica escolar.
Y si bien ese ha sido su oficio, su vocación siempre fue y es la musical, y
de ello también se nutre con acierto el ritmo, las medidas —clásicas, en
ocasiones, sobre todo en la intercalación de algunos bien abordados sonetos— y
hasta en el vocabulario de sus versos. En el propio papel pautado de una
partitura parece escribirse el siguiente poema, titulado, además, Música:
Música, tú; batuta que dirige
el primer movimiento entre mi boca,
los primeros compases que preludian
el total desarrollo de mi cuerpo.
Diriges lentamente —adagio ma non troppo—
los sonidos crecientes, los audaces
colores de mi almendro; melodías
mi espalda, audaz silencias
en mi nuca un pasaje delicado;
abres al viento scherzos de mis labios,
contra mi corazón percute el tuyo.
Hacia el final —tutti presto—, dentro,
eres yo misma y mueres porque muero,
y los violines de los cuerpos, con sordina,
en el último acorde.
Es, en fin, un placer volver a la escuela de la mano de estos Días
lectivos, apostarse en los rincones apartados donde se imparte el
aprendizaje alternativo de estos amantes que no dejan ni un instante de
estudiarse y que hasta invitan a participar a veces de su íntima experiencia —como
puede leerse en ese divertido y delicioso poema titulado Nueva buena, donde la buena nueva no es sino un alumna
nueva, y buena en el sentido más carnal, a la que se le da una bienvenida participativa—.
Apuntar sólo por último que las ilustraciones de Chelo Sanjurjo, de línea
clara, de trazo limpio, concilian bien con el decir de Ángel Francisco, siempre
transparente en la intención, comedido en las alusiones y diestro en la
escritura de unos versos que cuentan habiendo sido antes adecuadamente
contados, ahormados al ritmo narrativo pero poético de un hermoso y gozoso libro.