lunes, marzo 30, 2020

Lección de vida


   

"Cuando la filosofía se configura como pregunta escuchada, pero nunca plenamente respondida, como búsqueda, dificultad, encuesta, el pensamiento se dinamiza, y gana así continuidad, y, en consecuencia, futuro", Emilio Lledó.

domingo, marzo 29, 2020

Gilipollas, una teoría, de Luis Algorri

Artículo de Luis Algorri en Vozpópuli
Gilipollas: una teoría


Mario Garcés Sanagustín, sólido jurista y una de las cabezas más claras del Partido Popular (es miembro del Comité Ejecutivo Nacional del PP y diputado por Huesca), es, yo creo que sobre todo, un excelente escritor que ha publicado libros memorables. Buen amigo mío, tuve el honor de presentar uno de ellos, Episodios extraordinarios de la Historia de España (Ediciones B), hace ya algunos años. En 2017 publicó una obra maestra, El Antipríncipe (Ed. Reino de Cordelia), una ácida y lúcida revisión de Maquiavelo. El su capítulo 31 dice lo siguiente, y pido perdón por lo largo de la cita pero merece la pena:


Constituye un vicio consustancial a los pueblos actuales que todos los súbditos tengan formado un análisis o valoración sobre cualquier tema, profanando (…) el propio sentido común, porque hay que ser muy atrevido para reflexionar si se carece de fundamento y razón para hacerlo. Pues no hay materia que se resista a este ataque a la inteligencia humana (…) Los más complejos conceptos y las más intrincadas nociones son deglutidas por tan parcas mentes, y en toda plaza pública o mercado se oyen conversaciones imposibles. Estas depravadas y pírricas inteligencias se forman opinión a una velocidad sideral, no sea que haya otro súbdito que se anticipe en el comentario, pero tardan años, si no siglos, en desterrar esos prejuicios de sus cerebros. Y véase cómo defienden sus principios como si la vida les fuera en ello, siendo cierto en cambio que un día antes ningún conocimiento del asunto tenían”.


Aaron James, profesor de Filosofía en la universidad de California, publicó en 2012 un espléndido ensayo: Assholes: A theory (ed. Doubleday) que ha servido al cineasta James Walker para rodar un documental que lleva el mismo título y que ha emitido en España el canal Odisea con el título de Gilipollas: una teoría. El término “gilipollas” es de origen madrileño, como demuestra Antonio Gómez Rufo en su novela Madrid (Ed. B, 2016), y es de difícil traducción a otros idiomas; incluso se usa poco en regiones del castellano diferentes de la española, como México (allí se dice pendejo) o Argentina (boludo). En francés, la equivalencia más aproximada sería connard; en italiano podría ser coglione o testa di cazzo, aunque el significado que atribuye el profesor James al término asshole lo acerca más a la voz stronzo.


¿Y cuál es ese significado? Bien, ahí está la madre del cordero. Vaya por delante que Aaron James no usa el adjetivo “gilipollas” como un insulto. Tampoco yo pretendo hacerlo aquí. Él busca una definición, digamos, académica; intenta la definición de un tipo humano de mente bastante simple, pero de características muy complejas. El gilipollas (resumo) es un personaje que se cree superior a los demás y que actúa como si de verdad lo fuese; es arrogante, prepotente, despectivo con todos; jamás escucha ni tiene en consideración lo que piensan los demás, porque su opinión es la única que cuenta; es agresivo, bravucón y matasiete.


Como vemos, Aaron James y James Walker van un paso más allá que Mario Garcés. El escritor aragonés se refiere al fatuo o petulante que habla de cualquier cosa de la que no tiene ni la menor idea; los dos norteamericanos añaden a eso la agresividad, la chulería, la absoluta falta de empatía, la virulencia verbal, el insulto. En el documental (que les recomiendo vivamente: lo estrenó Odisea el miércoles 25) queda claro que, en el mundo de las redes sociales, el máximo exponente del gilipollas es el hater o troll, un mal bicho que hace del odio, de la amenaza y del insulto una forma de vivir.

El coronavirus, que ha cambiado de manera traumática y rapidísima las costumbres de gran parte de la humanidad, está extremando los caracteres de las personas. Está sacando lo mejor de muchísima gente que ya era buena, pero también lo peor de otros que llevan años levantándose de la cama con aliento a vinagre. Estamos viendo por todas partes ejemplos de heroísmo, de disciplina social, de empatía y de respeto mutuo que conmueven al más impávido, pero también estamos viendo todo lo contrario. Sobre todo en las redes sociales, que se han convertido para muchos de nosotros casi en el único medio de relación con el exterior de que disponemos en este trance. Como dice el documental, no es que ahora mismo haya muchos más gilipollas que antes: lo que sucede es que se les nota muchísimo más. Cuando Fernando Simón, el director (desde hace ocho años) del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, sale en televisión y dice que no se explica cómo en Alemania, con tantos infectados por coronavirus, hay tan pocos muertos, está verbalizando un enigma que seguramente no comprenden ni los propios alemanes. Aún no sabemos por qué pasa eso. Nada más. Ya llegará la explicación. Pero de repente aparece en Facebook un peatón que dice: “¿Que no entiendes lo de Alemania, Fernando Simón? Pues yo te lo voy a explicar, machote”. Y a continuación suelta una sarta de barbaridades que pueden resumirse en que la causa de que en Alemania muera menos gente la tiene Pedro Sánchez. Eso es lo que se entiende por un gilipollas. Llena por completo la definición del filósofo californiano.


La desquiciada, de nombre Pilar B., que cuelga en YouTube un vídeo en el que asegura que el virus es creación de los masones, a los que llama asesinos y genocidas (ya está en el Juzgado la cosa), porque en el mundo hay 33.000 infectados (falso), que el médico chino que lo descubrió tenía 33 años (falso) y que el primer muerto también tenía 33 años (falso, pero a ella qué más le da). Los que no dejan de llamar incompetentes y hasta criminales a los gobernantes de la nación, porque todo esto “se sabía” (lo sabían ellos, ¡cómo no!) y “no hicieron nada”; cualquier niño de seis años se da cuenta de que esto deja prácticamente a la misma altura a los gobiernos de la gran mayoría de los países del mundo, desde Italia a Estados Unidos, pero eso da igual. El hijo de su madre de Joan Coma, concejal de la CUP en el Ayuntamiento de Vic, que tuitea (luego lo retiró) que hay que abrazar y toser en la cara a los militares de la UME que van a ayudarlos, para que se vayan y “no vuelvan más”.


¿Estamos rodeados de gilipollas? Yo creo que no. Su proporción respecto de la población total es, con toda probabilidad, la misma de siempre; pero su actitud, en un momento de gran tensión emocional como el que atravesamos, es extraordinariamente llamativa. Como el propio virus, la gilipollez no distingue entre colores políticos ni clases sociales: los hay en todas partes. Y hacen daño a mucha gente porque, por definición (vuelvo a Aaron James), la acción del gilipollas, y sobre todo la del hater, es eminentemente provocativa y destructiva: lo que pretenden es encabronar a quienes los leen o escuchan. Ese es su triste papel en la vida. Ellos son los más listos. Ellos siempre saben más. Y lo gritan. Lo que pensemos los demás carece de importancia. Una respuesta eficaz suele ser el humor. Mi querida Ana Serrano Velasco, pintora, escritora y músico, publicaba el otro día en redes sociales un post prodigioso: “¿El fallo del gobierno? Asesorarse por los mejores epidemiólogos y sanitarios, habiendo gente mucho mejor preparada en Facebook”.


En momentos como este, cuando es importantísimo mantener la serenidad, es una necesidad casi vital huir, ignorar, no hacer caso de los gilipollas.


sábado, marzo 28, 2020

El decibelio en los tiempos del cólera


El decibelio es esa unidad acústica en que se mide la contaminación del ruido. El ruido que, por ejemplo, tan a menudo padecemos en las ciudades a la hora del reparto matinal al por mayor de los supermercados (cuando los transportistas nos recuerdan cuánto madrugan y, al tiempo, cuánto les jode que haya quien siga durmiendo a esas horas); el ruido que durante el resto día emiten obras públicas y tráfico privado; el ruido de bares y cafeterías, donde hablamos al de al lado como si fuera extranjero, ejerciendo esa certidumbre tan nuestra de  que el español se comprende mucho mejor cuanto más se berrea; el ruido que se sufre a la noche debido a la incontinencia verbal que facilita el consumo etílico y la prohibición de fumar en los interiores, haciendo posible la jovial e instructiva tertulia, a voces por supuesto, en terrazas y puertas de sidrerías, bares y restaurantes. A través del decibelio afirmamos nuestras existencias, decimos que estamos aquí, que somos y por tanto, hacemos ruido.  Supongo que tiene que ver con una sociedad que mide mérito por apariencia. Incapaz de asumir que la discreción bien entendida (no esa suficiencia soberbia de intelectuales baratos) permite una distancia saludable, un enriquecimiento íntimo, un ámbito favorable a la reflexión o la lectura, a la conversación provechosa. A medida que los reconfortantes aplausos de las ocho se atenúan, muchos balcones inician la dispensación voluntaria de una metadona musical que, los primeros días, intentaba paliar el silencio en soledad del confinamiento, pero que, a medida que pasa el tiempo y se sofistica la desenvoltura de los extrovertidos —láseres y regetón mediante—, se está volviendo sustitutivo del peor ruido. Nos asomamos a la ventana dando la espalda al televisor cuando arrecia la información última, el parte de guerra que contabiliza las bajas justo a la hora en que el sol cede y es más difícil aún convivir en la trinchera. Al miedo, sí, hay que combatirlo con música, con humor, con poesía, con imaginación…  Pero la desinhibición del ruido grueso genera, como toda desmesura, como las antiguas danzas macabras, una melancolía de derrota (la de no haber estado a la altura de las circunstancias).

miércoles, marzo 25, 2020

Contra la seductora lógica del totalitarismo, de Marta Peirano

Recuerdo a unos cuantos prochinos entre mis compañeros bachilleres. La única disculpa que uno podía aceptarles ya por entonces era que los hubiera cautivado la belleza de Pina López Gay, diosa roja, con sangre azul, de nuestra transición. Los derroteros del maoísmo con acné fueron diversos. Algunos de aquellos militantes partidarios de la revolución cultural a hoces llegaron al infinito y más allá, como Buzz Lightyear, militando en UPyD, Ciudadanos o en el Partido Popular, y hasta alentando el nacimiento de Vox. Me pregunto de qué serán partidarios en estas crudas fechas en que extiende el cólera: ¿de la nostalgia y el método Xi Jinping (control big brother de la población) o del resentimiento made in Ortega Smith contra el bicho chino? Me temo que, en todo caso, elegirán cualquier vía menos la media tinta, esa que tanto sarpulle siempre la piel del converso.



Interior refuerza vigilancia de comercio "online" y alerta de bulos en redes
EFE
Con todos los respetos: ya está bien de decir que el modelo chino de supervigilancia es lo más eficiente para parar el COVID-19. Para empezar, el régimen que multa por beber entre semana o cruzar fuera del paso de cebra y te encarcela por leer el Corán se olvidó de prohibir los mercados de animales salvajes, a pesar de su penosa experiencia con la gripe A en 1957 y el SARS en 2002. La eficiencia totalitaria, si es que existe, nunca tiene como objetivo la protección de los ciudadanos sino la supervivencia del régimen. 

Dicho esto, es justo admitir que la misma pandemia podía haber nacido en África, donde millones de personas cazan animales salvajes para comer y vender. En Ghana se estima que se consumen al año más 128.000 murciélagos frugívoros, presuntamente portadores del ébola. En la cuenca del Congo se cazan seis millones de toneladas de animales salvajes, incluyendo la clase de monos y chimpancés que nos transmitieron el VIH. Los suyos son pecados de hambre y de ignorancia, a diferencia de los nuestros. Cuando hayamos esquivado el zarpazo del COVID-19 nos atropellará el tren de las superbacterias que hacen ahora la mili en las granjas de producción intensiva de todo el planeta, incluyendo España.


Hace años que la resistencia a los antibióticos comparte el medallero de las mayores amenazas existenciales para la raza humana con la crisis climática y la guerra nuclear. Por poner un ejemplo, un tercio de las bacterias que causan gonorrea ya son resistentes contra todos los antibióticos disponibles. Según los conservadores cálculos de la OMS, en 2050 las superbacterias serán la principal causa de muerte en el mundo. "Esta ganadería intensiva junto con el aumento de la población humana viviendo juntos en el mismo planeta es realmente el caldo de cultivo donde los brotes pueden ocurrir y van a ocurrir", decía recientemente David L. Heymann, el epidemiólogo que lideró la respuesta global al brote de SARS en 2003.

Somos tan obtusos con nuestras hamburguesas y nuestros pollos asados como los chinos con su sopa de murciélago. Igual de analfabetos que el más terco devorador de murciélagos del mercado de Wuhan. Pero nuestros gobernantes han sido más irresponsables que el régimen chino porque la democracia sí tiene como objetivo la supervivencia de los ciudadanos, y no la de las industrias que producen enfermedad.

Segundo, valoremos las cifras que nos llegan de China con higiénico escepticismo. El Partido Comunista chino es uno de los mayores productores mundiales de desinformación. No sabemos si sus victoriosas cifras oficiales son ciertas porque no han sido contrastadas, ni por la prensa libre, ni por organismos de transparencia porque allí están prohibidos. Lo que sí sabemos es que los primeros avisos de la existencia del coronavirus fueron silenciados por los funcionarios del régimen, gracias al eficiente sistema de vigilancia ciudadana que ahora consideramos una opción.

El primer caso confirmado de coronavirus fue un hombre de 55 años, el 17 de noviembre de 2019. Diez días más tarde, la jefa del departamento de cuidados respiratorios del hospital de Hubei, Jixian Zhang, advirtió de la existencia de un nuevo SARS y aisló a siete pacientes para tratamiento. El 30 de diciembre, un oftalmólogo del mismo hospital llamado Li Wenliang mandó a su grupo privado de WeChat un mensaje titulado "Siete casos de síndrome agudo respiratorio severo (SARS) del mercado de mariscos de Huanan" que fue rápidamente compartido con otros grupos. Dos días después, la policía local los había amenazado a ambos, junto con otros seis médicos, por distribuir rumores infundados acerca de una enfermedad pulmonar.

El gobierno chino comunicó a la OMS la existencia del virus el 31 de diciembre de 2019 diciendo que se trataba de "una enfermedad prevenible y controlable". Según el South China Morning Post (periódico que se publica en inglés y tiene su sede en Hong Kong), el 1 de enero las autoridades chinas habían registrado al menos 381 casos, pero la cifra oficial de mediados de enero fue de 41. En esas tres semanas, siete millones de personas salieron de Wuhan para celebrar con sus familias el año nuevo lunar y el tráfico internacional continuó con su ritmo navideño habitual.

El peor de los males

Tercero y quizá más importante, recordemos que hay cosas peores que el coronavirus. Por ejemplo, la enfermedad que ataca a muchos más grupos de riesgo: activistas, periodistas, disidentes, abogados, médicos, defensores de los derechos humanos, estudiantes que se manifiestan por la democracia, granjeros que se manifiestan contra el robo de sus tierras, mujeres que se manifiestan para poder denunciar a su violador. Personas de otras etnias u orientación política, religiosa o sexual. Sus familiares, sus amigos, sus vecinos. Los diez mil manifestantes pacíficos que fueron masacrados en la plaza Tiananmen. 

Hoy muchos europeos razonables abrazan el autoritarismo con la esperanza de habitar un orden moral predecible, un mundo de valores comprensibles y vintage. En tiempos de incertidumbre buscamos refugio en la certeza, aunque sea una certeza brutal. A menudo me pregunto si no hay cierta compulsión de repetición, donde las sociedades que han crecido en dictadura buscan nuevos maltratadores, igual que los niños maltratados se emparejan con réplicas de su primer agresor. Despreciar esa nostalgia como estúpida o criminal demuestra un profundo déficit de empatía, porque esa ansia por la certeza está en todos, aunque se manifieste de manera desigual. 

"El bacilo de la peste nunca muere o desaparece completamente- escribía Camus en el libro estrella de esta cuarentena, donde la enfermedad bacteriana era alegoría de la otra enfermedad peor - puede permanecer inactivo durante docenas de años en muebles o ropa, espera pacientemente en dormitorios, sótanos, troncos, pañuelos y papeles viejos, y quizás llegará el día que, por instrucción o desgracia de humanidad, la peste despertará sus ratas y les enviará a morir en alguna ciudad bien contenta”. Como todos los bacilos, la enfermedad que nos acecha tiene más éxito cuando el sistema inmunológico del anfitrión se encuentra abatido por otras causas, como la angustia de no saber cómo pagaremos el alquiler del piso, la siguiente factura eléctrica o la cena del día después. 

El autoritarismo es una enfermedad crónica cuyos síntomas se manifiestan no solo en las marchas, las banderas, los mítines de Vox y las peleas en Twitter. También en el regocijo bipartisano de ver cómo se humillan los políticos en el Congreso, cómo se ningunean los periodistas en la tele y cómo se regocijan y aplauden los vecinos cuando la policía esposa a otro vecino por huir de la cuarentena oficial. Jamás pensé que vería a la generación del 15M aplaudir a la Policía por derribar a un ciudadano desobediente. El déficit de empatía nos deja muy expuestos a este virus. La historia nos dice que, una vez contraído, el ciclo de infección es largo y las consecuencias muy graves. Que la recuperación es lenta e imperfecta. Como dice Camus, el bacilo se instala en nuestros músculos, esperando una nueva oportunidad.  

Menos vigilancia y más pruebas

Hay otros espejos en los que mirarnos, como Corea o Alemania, en los que hay tres claves perfectamente democráticas que acompañan la gestión de la pandemia: mascarillas para todos, información contrastada y tests, muchos tests. Las tecnologías de vigilancia masiva no pueden ser el atajo que sustituya las responsabilidades de un gobierno democrático, que es cuidar a sus ciudadanos antes de castigarlos. No dejemos que esta crisis se convierta en la versión médica del Huracán Katrina, como ha sugerido el sociólogo Mike Davis. No dejemos que la vigilancia masiva se instale en la administración. No seamos víctimas del Capitalismo Desastre que tan oportunamente describe Naomi Klein en Capitalismo Desastre y La Doctrina del Shock. Incluso si las cifras de China son ciertas y su sistema de control ciudadano funciona, una vez se haya instalado en nuestras vidas como herramienta de gobierno, no tenemos anticuerpos para repeler sus efectos secundarios.

Aprovechemos el encierro para hablar con los vecinos por el patio y asegurarnos de que no pierden la cabeza. De que los mayores están atendidos, que los pequeños pueden jugar. Seamos más comprensivos que nunca, más humanos que nunca. Rechacemos la vigilancia y el castigo en favor de la empatía, el diálogo y la solidaridad.

domingo, marzo 15, 2020

Poesía en tiempos del cólera

UNA CERTEZA

La certeza,
             de pronto,
de que todo lo que eres
puede quebrarse
en ese mismo instante.

Y respirar,
             por eso mismo,
la alegría tangible que esta hora te entrega,
cuando tus labios tiemblan todavía
y dan las gracias,
             lúcidos o humildes,
al azar y sus dioses.

José Luis Argüelles