miércoles, mayo 25, 2011

De los riesgos de todo lo nuevo

Leía hoy en El País un artículo de Vila Matas con ciertas reflexiones preocupadas sobre el anoréxico lenguaje a que obligan ciertas redes sociales y que, según la conclusión del escritor, abocan a un mundo perezoso ante la argumentación demorada, los libros largos y todo lo que, en fin, suponga esfuerzo intelectual. Quién sabe. Se necesita tiempo para evaluar estos fenómenos recientes. Uno, no obstante, les ve a bote pronto también algunos rasgos positivos. Una comunicación tan fluida y concentrada requiere, no hay más remedio, de la réplica ágil y del precipitado de ideas. Ese esfuerzo compensa, al menos en parte, la comodidad taquigráfica a que el medio obliga. Los mensajes publicitarios son ocurrencias, sí, pero ocurrencias laboriosas e intencionadas. El desprecio que a veces despiertan nace de la finalidad que persiguen o de su degradación consciente al dirigirse a un determinado público. Pero tanto en ese afán por hallar un eslogan comercial como en el que mueve al pensador a resumir en pocas palabras un pensamiento de horas o de años, hay un esfuerzo titánico de significado y de sintaxis. En las redes sociales, que no son más que un canal novedoso de comunicación, se oyen como en todo foro (tertulia de café, cola de panadería, patio universitario, corro de viejas en la calle de un pueblo, jornadas científicas, pandilla de adolescentes o ámbito cualquiera que a uno se le ocurra) voces insulsas o juiciosas. Existe hoy más ruido, en efecto, porque hay más gente hablando. Quizás se oyen por eso, proporcionalmente, menos cosas enjundiosas. El tuiteo responde no tanto al ámbito más elaborado de la opinión de un blog o de la redacción, casi epistolar, de un correo electrónico, como a la utilización de un mecanismo —sobreexplotado de tan ágil— que otorga la ilusión de pertenencia a un grupo donde se goza siempre del protagonismo de la palabra, donde se es entonces de algún modo importante y donde siempre se está aparentemente arropado, en compañía. Ese medio, como todos los que facilitan alguna utilidad que previamente era menos accesible, ofrece nuevas posibilidades y siempre un reto: su uso adecuado. Nada nuevo entonces. Hoy como ayer la reflexión será placer que gocen unos pocos y las prisas por decir sin decir más que prisas ocupación de los más. Y de esa opinón era Robert L. Stevenson en uno de los deliciosos ensayos que escribió allá por 1880, cuando este peligro de las redes sociales no podía ser ni soñado: Qué nuevo mundo para los más de nosotros cuando nos encontramos con que podemos pasarnos horas enteras sin molestia alguna y ser felices pensando. Tenemos tanta prisa de hacer, de escribir, de recoger materiales, de procurar que nuestra voz pueda oírse un instante en el ilusorio, burlesco silencio de la eternidad, que olvidamos esa cosa de la que éstas no son más que partes: vivir.

lunes, mayo 23, 2011

Éramos nosotros

Algunos han venido de las fronteras
y contado que los bárbaros no existen.

Constantino Cavafis

La única ventaja de la resignación, cuando se asume como consecuencia de la propia incertidumbre, es que puede compartirse sin tragedia en una cena, al calor de la amistad, las copas y el tabaco. Haber leído a Cavafis y saber que siempre habrá un día en la vida en que nadie podrá convencernos de que al otro lado de las puertas no aguardan los bárbaros, de que los bárbaros son, más que una amenaza, un pecado de comportamiento, nos vuelve incluso desdeñosos hacia el desánimo. Aquello que dábamos por extranjero y que estaba al otro lado y que sabíamos a ciencia cierta pernicioso, ha ido ganando no sólo fronteras territoriales, sino haciéndose incluso fuerte en nosotros mismos a medida que el tiempo nos doblaba la espalda. Hace un par de noches, durante la cena, bebíamos un syrah del Priorato que alguien consideró que no había salido del todo redondo. Al hilo de esa queja, pensé de nuevo en la duda. En todo lo que se atesora y se confía a un descorche. En que contra el fuego de artificio al que arruina una humedad inesperada, todo lo puede la confianza de asistir a la verbena en buena compañía, la de quien se explica y con quien nos explicamos sin confundir razón y arenga, la de quien no exige lo mismo que da por seguro, porque intuye que todo tiembla finalmente con la fugacidad de las cerillas.

lunes, mayo 16, 2011

Postal desde Nueva

Nueva es un pueblo hermoso. Hasta se le nombró el más bonito de por aquí hace años. Con el tiempo se ha ido convirtiendo en un lugar de temporada. Muy de estío. Con ambiente de veraneantes en alpargatas, sombrero de paja y bermudas, con pandillas de adolescentes, críos en bicicleta y turistas de casa rural. El domingo paseamos por sus calles. Lucía un sol espléndido que resaltaba el colorido de las flores en las macetas y de las fachadas alegres. Muchas casas todavía están vacías. Por las orillas del río se concluyen las reparaciones del desbordamiento del invierno. La vía estrecha del ferrocarril parece en su soledad aguardar a un tren que llegase sólo en los días de verano. En el centro del caserío colgaban como banderines de una fiesta pasada las pancartas de los políticos. En unas pequeñas vallas de quita y pon, lucían los rostros de los candidatos como carteles de un de circo de paso. Bajo el sol de la primavera en un pueblo silencioso, con un andén sin maletas y unas calles apenas sin gente, sabiéndose al borde del mar y en domingo, ese atrezzo de campaña sonaba como el ruido de los posos turbios que a veces arrastran desde muy lejos las pleamares.

miércoles, mayo 11, 2011

De pececillos

Decía King Vidor que “la belleza y la simplicidad son la misma cosa”. Añadiría uno que ambas cualidades tienden a esa univocidad cuando se manejan con inteligencia y se muestran de manera elegante. Pues bien, todo ello se consigue en los veintipico artículos que recopila el libro titulado La felicidad de los pececillos, piezas breves y deliciosas que ha editado primorosamente Acantilado. Este conjunto de cualidades hace que los textos de Simon Leys nos procuren unos pocos ratos de dicha y reflexión apacibles, pero, sobre todo, que nos cautiven por su mezcla tan original de crónica de lo diario, de consideraciones sobre el arte, de citas intemporales siempre traídas con acierto y de un insobornable sentido común. Podría decirse que estamos ante un pequeño tratado del buen discurrir y del mejor citar, por lo que este librillo merece tenerse siempre a mano, dado que como “el mayor placer de leer está en la relectura” —según afirma el propio Leys—, sus lectores tendremos así asegurado siempre nuestro disfrute volviendo de vez en cuando a estas páginas. Se deja a continuación alguna muestra de lo apuntado:

Ningún experto en literatura se asombrará jamás de la distancia que separa a un escritor de sus escritos; por otra parte, no son las hazañas de la vida activa las que producen las grandes obras, sino más bien el fracaso, las penas oscuras, el hastío, la árida insignificancia de los días. Y el genio del novelista reside -como decía Orwell a propósito de D. H. Lawrence- en "la extraordinaria capacidad de conocer por medio de la imaginación lo que no puede ser conocido por medio de la observación".

La belleza llama a la catástrofe del mismo modo que los campanarios atraen al rayo. (...) La ignorancia, el oscurantismo, el mal gusto o la estupidez no son fruto de simples carencias, sino de otras tantas fuerzas activas, que se afirman furiosamente a la menor oportunidad, y no toleran ninguna excepción a su tiranía. El talento inspirado siempre es un insulto a la mediocridad. Y si esto es cierto en el orden estético, aún lo es más en el moral. Más que la belleza artística, la belleza moral parece tener el don de exasperar a nuestra triste especie. La necesidad de rebajarlo todo a nuestro miserable nivel, de mancillar, burlarse y degradar todo cuanto nos domina por su esplendor es probablemente uno de los rasgos más desoladores de la naturaleza humana.

La Historia -contrariamente a lo que cree la opinión pública- no registra los acontecimientos. Únicamente registra los ecos de los acontecimientos, lo que es muy distinto; y, para hacerlo, se apoya en la imaginación tanto como en la memoria.

lunes, mayo 09, 2011

Beatus ille

Nos recibió la lluvia. Vino después de que sobre todo se echara un momento antes un lino sucio. Una urdimbe tupida entre la que, no obstante, la luz del sol repercutía como un alfiler. Sobre las hojas y los pétalos, sobre el cristal y las piedras bruñidas, el agua caída se había posado como una procesión de caracoles minúsculos. Frágiles. Transparentes. A buen seguro guardaban todos un arco iris bajo la axila. En lo más alto del jardín hay un pequeño maremagno de hierbas aromáticas. Para hacerse con su perfume las muy lascivas piden más que una caricia, un arrebato. Que las manos se las coman con los dedos como a pechos de amante. Tomamos café en el cenador. Nos contaron que hace nada estaba tupido de glicinias. Pena no haberlo visto y olido. R. habló del cuco que se oía cerca, de ese pájaro aprovechado al que dejan a nacer en nido ajeno y que termina por arrojar de su lado a los hermanos que no lo son, mientras somete a la madre engañada a un ímprobo trabajo para alimentarlo. Se hizo luego un largo paseo que arrancamos justo por la orilla del robledal. Subiendo después hacia Barreo se nos cruzó un faisán en el camino, pero se escondió enseguida. Ladraban los perros. Por entre la foresta se descubría el paisaje enmarcado entre el ramaje y las sebes. La luz tamizada por el espesor de las nubes le daba relieve al mundo. A la vuelta charlamos con un vecino. Traía consigo una hembra muy dócil de mastín a la que llama Niebla. Se hizo la noche. Mientras cenábamos se cuajaban las claraboyas de constelaciones. Como guirnaldas sobre el conversar alegre.