En aquella bitácora a través de la que conocí a Daniel Pelegrín, En Lisboa, se escribía lo que sigue un 4
de abril de 2007:
"Hay una Lisboa africana, una ciudad negra, mulata, mestiza. Los africanos
de Lisboa y de Portugal provienen en su mayoría de las ex colonias portuguesas:
de Cabo Verde, Angola, Guinea Bissau, Mozambique y São Tomé y Príncipe. En los
años sesenta, mientras el régimen salazarista enviaba a muchos jóvenes
portugueses a defender el imperio lusitano en la guerra de Angola y la pobreza
obligaba a otros a emigrar a la Europa rica, la mano de obra en la construcción
y en otros empleos difíciles y mal pagados fue ocupada por caboverdianos.
Muchos de ellos se quedaron, huyendo de la sequía endémica de las islas de Cabo
Verde, y más tarde, tras la independencia que siguió a la Revolución del 25 de
abril de 1974, llegaron otros africanos, entre ellos los angoleños que huían de
la guerra civil. Por lo tanto ya se puede hablar aquí de población negra (o
mulata, o mestiza) de segunda y puede que de tercera generación: son los
portugueses negros. A ellos se siguen sumando inmigrantes más recientes, que
enriquecen la diversidad de esta “ciudad blanca” (Alain Tanner se refería a la
luz, claro), como puede verse en su misma plaza central: Rossio, lugar de reunión
de muchos africanos. Un ejemplo de esta Lisboa africana es la zona de la Rua de
São Bento, célebre por ser la calle de la Assembleia da República (el
parlamento) y de los anticuarios, pero también conocida —a la altura en que se
sitúa la casa en donde escribo esto— como uno de los tres lados del viejo
“triângulo crioulo”, que entre los años sesenta y noventa fue un barrio de
mayoría caboverdiana, con restaurantes de katchupa (el plato
más célebre de la cocina caboverdiana) y bares africanos. Algo queda de
aquello, aunque la mayor parte de la población inmigrante se mudó a las
ciudades dormitorio como Amadora, Cacém, Odivelas o Almada. Sin embargo, al
margen de esta diversidad evidente hoy en día, la presencia africana en Lisboa
y en Portugal no se limita a la segunda mitad del siglo pasado y al presente.
En Portugal hubo una importante población esclava y liberta de origen africano
entre finales del siglo XV y mediados del XIX, que en algunos momentos alcanzó
hasta una décima parte de la población total. De hecho, entre mediados del
siglo XVI y finales del XVIII, parte de este barrio y el vecino de Madragoa
formaban la mayor concentración de población africana de Europa: el entonces
conocido como barrio de Mocambo. Las huellas de esta presencia africana en la
metrópoli pueden rastrearse hoy en muchas representaciones iconográficas, desde
cuadros a azulejos, pero también en tradiciones y músicas. Hay incluso estudios
que afirman que el fado tiene su origen en el lundum, una música
para danza que se originó en Brasil, mezcla de ritmos bantúes y portugueses.
Sin embargo, esta primera presencia africana, que duró cerca de cuatro siglos,
se fue diluyendo tras el fin de la esclavitud, mezclándose con la población
blanca. Lisboa es hoy, por tanto, una ciudad mestiza y diversa, pero no hay que
olvidar que ya lo fue en el pasado. Muchos portugueses, incluso de origen
africano, ignoran todavía ese legado."
Y no haría lo transcrito una mala introducción de la novela recientemente
publicada por Daniel Pelegrín, Dos olas. En ella, sus
protagonistas, Inés do Carmo y Adélia, son parte de esa Portugal mestiza, de
esa Lisboa negra. Las separan tres siglos de historia. Las unen, por un lado,
el estudio, por Adélia, de los procesos inquisitoriales del XVIII, de los que
fue víctima Inés do Carmo, y, por otro, la marginalidad de los mundos en los
que, a pesar del tiempo transcurrido, sigue viviendo gran parte de la población
negra. Inés do Carmo cuenta a través de un relato que por si mismo constituiría
una pequeña novela picaresca —magistralmente ambientada y con un registro
lingüístico fielmente adaptado al de la época en que transcurre—, el aprendizaje en hechizos y artes curanderas
con el que trata de ganarse la vida una vez liberta. Lo que de Adélia sabemos,
en cambio, no se nos cuenta a través de una narración cronológica y
factualmente ordenada, sino más bien por la revelación de lo que de un modo
atropellado, con angustia y saltos temporales, fluye por la mente de una universitaria de poco más
de veinte años, a lo largo de un fin de semana en el que, después de someterse
a un aborto clandestino, intenta, con fuerzas menguadas y escaso ánimo, de poner
en orden su vida mientras trata de encontrar el consuelo de su amigo Tiago.
A través de aquella primera bitácora de Pelegrín, que cité al comienzo, uno
descubrió la obra pictórica de Paula Rego, que años más tarde pude ver de cerca
y con admiración en la Fundación Serralves con ocasión de un viaje a Oporto.
Las figuraciones de Rego se distorsionan a menudo en arrebato o sufrimiento, y están
a medio camino entre la denuncia social y la representación de las pesadillas.
En aquella entrada sobre la Rego que Pelegrín colgó en su blog, se refería,
entre otras, a una serie de pinturas sin título sobre el aborto, fechadas en
los años noventa. Hay un momento en la novela en que el autor mezcla con
acierto esos lienzos que a buen seguro están grabados a fuego en su memoria con
el propio argumento del relato, ese aborto que estigmatiza a Adélia:
Supongo, también, que en la manera de plasmar el desasosiego de Adélia no
poco ha tenido que ver la querencia de Pelegrín por Lobo Antunes, y en la
limpieza y precisión de las confesiones de Inés do Carmo el conocimiento y
lectura de nuestra tradición clásica. Su imbricación, la urdimbre de registros
tan diferentes sin que el engranaje rechine, es una labor de estilo cuidado, de
suma precisión, que no está lejos de esa máxima que se expresa en la página 150
de Dos
olas a propósito de otras razones, pero que tan bien le cuadra a la
bien armada hechura de la novela: “En la medida y oportunidad se halla toda
sabiduría”.