Recordé ya en la terraza que el libro con el que me
había acompañado permanecía cerrado sobre la mesa. Sin abrirse. Y posé mi mano
sobre su lomo como sobre un animal doméstico y dócil, con el propósito de mantenerlo
contento. Aunque a buen seguro que lo estaba en los brazos de la luz franca de
esta mañana. Incluso permaneciendo en silencio, y cerrado. Arrebujado sobre mismo,
en su tibieza íntima. Como yo también casi lo estaba, pues me había abrigado
hasta el cuello de la brisa que corría por delante de este sol inaugural de la
primavera. Un sol alegre pero débil todavía. Tan esperado que fue oírlo cantar
al otro lado de los cristales nada más amanecer y echarnos a la calle a su
encuentro. Sin ganas de otra cosa que ofrecerle el rostro y la atención entera
que merece quien llega de lejos para hacernos un poco más felices.
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