Escribir en verso, como
arar —etimología obliga—, nos otorga una tranquilizadora sensación de propiedad sobre nuestra vida
—sobre nuestra tierra—, que de esa manera alcanzamos a ordenar a través de un
esfuerzo continuado, visible, pautado. El resultado final exige tiempos, el que
pasa y el que se manifiesta como capricho de estaciones. En la apariencia
inicial se muestra solo el rastro de un esfuerzo, un reguero prolongado de
palabras con voluntad de echar raíces y levantarse a la luz de las miradas. En
el principio, por tanto, fue —es— la semilla escueta sobre la que asienta el
mundo que nos habita, las obsesiones que nos desvelan.
De qué se habla en este poema de Djukan Lahimovic. Qué
pretenden sus versos. ¿No serán acaso el grano luminoso que se arroja al surco
del arado, el aliento de una vida que saldrá finalmente renacida al calor de
los ojos del lector y por encima del nivel oscuro de la tierra? Cuando escribió
el poema, Djukan Lahimovic empezaba a ser un viejo. Quizás también a recelar de
un ingobernable y triste deseo.
EL DESEO EN LOS CUERPOS DE LOS VIEJOS
Los cuerpos responden por costumbre
a su electricidad estática.
Se imantan con celo de limadura.
Quedan exhaustos en la oscuridad.
Sin palabras en el esfuerzo.
Son, por un instante de agonía,
vasijas vacías y frágiles
que el mismo rencor de un ave
podría quebrar con solo volar muy cerca.
El deseo en los cuerpos de los viejos
no sonríe ni galopa,
es tan sólo la terca desobediencia
de un ya inútil animal doméstico.
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