lunes, marzo 24, 2014

Djukan Lahimovic

Escribir en verso, como arar etimología obliga, nos otorga una tranquilizadora sensación de propiedad sobre nuestra vida —sobre nuestra tierra—, que de esa manera alcanzamos a ordenar a través de un esfuerzo continuado, visible, pautado. El resultado final exige tiempos, el que pasa y el que se manifiesta como capricho de estaciones. En la apariencia inicial se muestra solo el rastro de un esfuerzo, un reguero prolongado de palabras con voluntad de echar raíces y levantarse a la luz de las miradas. En el principio, por tanto, fue —es— la semilla escueta sobre la que asienta el mundo que nos habita, las obsesiones que nos desvelan.
         De qué se habla en este poema de Djukan Lahimovic. Qué pretenden sus versos. ¿No serán acaso el grano luminoso que se arroja al surco del arado, el aliento de una vida que saldrá finalmente renacida al calor de los ojos del lector y por encima del nivel oscuro de la tierra? Cuando escribió el poema, Djukan Lahimovic empezaba a ser un viejo. Quizás también a recelar de un ingobernable y triste deseo.
        
         EL DESEO EN LOS CUERPOS DE LOS VIEJOS

Los cuerpos responden por costumbre
a su electricidad estática.
Se imantan con celo de limadura.
Quedan exhaustos en la oscuridad.
Sin palabras en el esfuerzo.
Son, por un instante de agonía,
vasijas vacías y frágiles
que el mismo rencor de un ave
podría quebrar con solo volar muy cerca.
El deseo en los cuerpos de los viejos
no sonríe ni galopa,
es tan sólo la terca desobediencia
de un ya inútil animal doméstico.

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