martes, julio 26, 2011

Reclamo que fue de un verano

Entreveo apenas ese paisaje
que me llega a los ojos
en la habitación en sombras
a donde el sol no alcanza.
Un paisaje que es como una postal al bies
desplegada por la brisa
al mover las contraventanas.
Me distrae de la lectura entonces
el color y la vida,
el mundo que me seduce
con la violencia de todas las bellezas.
Siempre tiranas.
Siempre irresistibles.
El silencio se ha ido añicando
como el vidrio
entre los élitros de las chicharras.

viernes, julio 22, 2011

Caxigaleando


Uno debería ser lo que escribe y no cuanto habla. Pero además, debería procurar escribir sólo a lápiz. Lento y siempre con el consuelo de que los errores nunca fueran, como ciertas tintas, definitivamente indelebles.

Claustrofobia. Los partidos políticos son a menudo como las resonancias magnéticas: espacios demasiado angostos donde el ruido aturde el juicio, la inmovilidad entumece todo reflejo y el ahogo termina por secar bocas y cerrar ojos.

Cuántas certezas no son sino voluntariosos actos de fe con los que se justifican luego terribles autos de fe.

martes, julio 19, 2011

Pleamar

Desde que uno viene pinchándole notas al corcho digital, siempre por estas fechas se ha procurado hablar de la cala donde cada verano nos secamos el musgo al sol sintiendo el runrún consolador del mar al fondo, en la quietud de todo lugar poco habitado y mientras se lee contra una piedra que conserva, de un año para otro, la forma aproximada de nuestra espalda. Hemos vuelto de nuevo aquí a la hora propicia en que la luz llega ya al bies. Cuando todo vuelve a tener un relieve de sombra que le devuelve al paisaje la realidad hurtada por los espejismos del mediodía. Estamos solos, hemos bajado a la playa un par de horas y nada nos distrae de nuestros libros. Apenas hace nada —o eso me parece— aún andábamos pendientes de los niños que jugaban y pescaban en el pedrero. Venían de rato en rato a mostrarnos las capturas: pequeños peces, quisquillas, camarones o estrellas de mar. Igual que el tiempo, la marea levantisca de hoy se ha tragado todas las rocas y no queda marisqueo ni tampoco hay niños. Han crecido y ya no hay manera de dejar de leer para encontrárselos a lo lejos, hurgando felices entre las piedras, entre el ocle y los charcos.

domingo, julio 17, 2011

En el Gianicolo

Hay un poema de Martín López Vega en el que habla de la luz del Gianicolo como “esa luz que acaricia el lomo de los días”. Algo, supongo, tuvieron que ver esos versos para que uno, visitante fugaz que durante sus pocos días aquí se ha dejado en estas calles las suelas de los zapatos y en las ruinas, en los muros y en las fuentes, el aliento de los ojos, eligiera esa colina y su belvedere, que todo lo abarca, para despedirse de la ciudad, para verla como sólo aquí se la puede ver, consumiéndose en el lubricán igual que un filamento exhausto de bombilla. Allí arriba, junto a las terrazas de la embajada de España, se fotografiaban unos recién casados. Él vestía de militar y parecía asustado. A la novia las luces últimas de la tarde le estaban volviendo amarillos los tules, dándoles un aspecto rancio, como de haber sido recuperados del fondo de un baúl atacado por la humedad. Mientras, sobre la espalda de Garibaldi pesaba la púrpura del sol. Cerca de su estatua, en lo umbrío y sobre un jardín segado, una pareja de viejos se daban la mano sentados en unas rudimentarias sillas de playa y aguardando las brasas del poniente. Cuando todo acaba en estos miradores y todavía nos sentimos dueños del laurel de otro día ganado, sobrevivido y además gozado, sólo hace falta prestar atención al aire que entonces se levanta para entender que, como un esclavo recordándole al general victorioso su condicióm mortal, esa brisa pedante y ceniza nos recuerda asi mismo muy bajo, pero muy claro, que sic transit gloria mundi. Que  así de pronto se nos escurre de las manos todo, también cualquier viaje: las grandes aventuras, estas modestas escapadas de turista o la vida misma. En todo caso, ya abajo en el Trastévere, en la pequeña trattoría Da Enzo, que con buen criterio nos recomendaran J. y M., aún nos esperaban los restos de esa gloria perecedera servidos con frascati, a la vóngole y rematados en tiramisú.  Sabían, como no podía ser de otro modo, a gloria rebañada.

jueves, julio 14, 2011

Dos ciudades (al menos)

Roma, como todas las grandes ciudades, permite, al menos, dos ritmos. El de la prisa y el del detalle. Es difícil no caer en el vértigo cuando el tiempo es poco y la agenda que impone la costumbre abarca demasiado. ¡Hay tanto! Pero conviene disciplinarse enseguida en el respiro. Tomar distancia con lo concurrido. Elegir la sombra para el paseo. Y descubrir que el sonido del agua se sobrepone como un milagro a todo ruido en las plazas más recónditas.
En esa dicotomía de perspectivas —tumulto y silencio, urgencia y flema, color y claroscuro, Coliseo y gueto—, pueden resultarle al visitante paradigma dos visitas: la capilla de los cónclaves y la iglesia de los franceses. En ambas se termina por fijar los ojos en el esfuerzo inconcluso de unos dedos. El de Dios en La creación de Adán. Y el de Jesús atrayendo a un elegido hacia el apostolado en La vocación de San Mateo. Podría incluso añadirse otra mano —la de Constantino—, y en otro ámbito, el de la ruina monumental. Una amputación que apoyada contra la pared del patio de un museo, el Capitolino, está a medio camino entre el recorrido apresurado del turista y la visita demorada del viajero.
La capilla Sixtina aguarda al final de un tour de force en el que se relegan al atisbo vestigios de civilizaciones, cartografías de mundos casi imaginarios, lienzos e incunables. Migas de un rastro que lleva al corazón del laberinto. Al índice divino bajo el que se apiñan fatigas, miradas, quizás emociones y también algunos espejos de bolsillo que alivian los cuellos forzados. Hay quien le añade allí una muesca a su guía, una doblez a la página correspondiente.
La marea que rompe contra las escaleras de San Luigi dei Francesi tiene un oleaje mucho más calmo. Deja a los pies de la oscura capilla Cotarelli a los fieles caravaggistas. Esa secta en la que queda atrapado también de inmediato el curioso que llega sin demasiadas prevenciones hasta La vocación de San Mateo. Si en el techo que pintara Miguel Ángel, el color restaurado tiene una luminosidad demasiado desnuda, una sobreexposición que resulta don de gentes; en la tela de Caravaggio el haz que se vierte sobre Mateo es apenas una rendija abierta a la luz, un enfoque íntimo que parece resbalar por el dorso de la mano de un Jesús no sólo joven, sino pecaminosamente hermoso.
Cerca, muy cerca, está la heladería San Crispino. A la acogedora sombra de la iglesia barroca y al claroscuro de Caravaggio, le pone pues remate el delicioso pistacho del mejor helado de la cristiandad. Se llega entonces al convencimiento de que en el verano de Roma sopla por sus mejores rincones una brisa fría, un rumor suave de paseo lento, de fachadas ocres, de contraventanas desconchadas, de gatos confiados, de fuentes frescas, de abandono y dicha. Es esa la ciudad necesaria, posible, conquistada.

miércoles, julio 13, 2011

Paseo hasta el Testaccio


Hay un poema de Thomas Hardy —que uno ha leído en traducción de Antonio Rivero Taravillo— que describe, de alguna manera, nuestro paseo hasta el Testaccio. El día había amanecido de nuevo demasiado caluroso. Cuando un cielo así y un sol tal se adueñan aquí, en mi pequeña patria cantábrica, del paisaje y del ánimo, las buenas gentes afirmamos alborozadas que el día es radiante. Cuando se viaja por ver y conocer y se camina más de lo preciso y se abalanza uno como un hambriento sobre los manjares que las ciudades hermosas acumulan sin mesura sobre nuestros manteles, ese sol tenaz termina casi por aborrecerse. Y escribo el casi porque a ratos, sin embargo, puede bendecirse esa claridad ardiente, como cuando nos presta la luz adecuada a las fotografías que tomamos, o cuando nos brinda atardeceres de color ascua en el descanso del final del día.
Para llegar a la Porta de San Paolo, el cebo que le había puesto a mi hijo de modo que el camino no le resultase penoso, no era otro que visitar la Pirámide de Roma. Sabida es la seducción que algunas arquitecturas despiertan en el imaginario adolescente. A uno, sin embargo, más bien le importaba nada el monumento funerario de Cestio —aquel pretor que acompañó a César en sus campañas egipcias y se quedó tan prendado con las tumbas faraónicas que dejo mandado que a su muerte se le levantara una pirámide—. Mi idea, en realidad, era visitar el cementerio acatólico que está al lado. Por eso digo que el poema de Hardy lo explica bien: Vivo, Cestio quizá / dio muerte, amenazó. / No lo sé. Sólo sé esto: en silencio y ya muerto, / hace algo más noble, / guiar al peregrino / con un dedo de mármol / junto al umbroso muro y calles centenarias / donde estos bardos yacen. Los bardos a los que alude el poeta inglés son, nada más y nada menos, que Keats y Shelley. Hacia ellos nos llevó el pretencioso mojón de Cestio. Ambos están enterrados en el camposanto que llaman “acattolico”. La lápida de Keats se asoma incluso a una pequeña ventana enrejada que hay antes de alcanzar el acceso. En ella se dice: Here lies one whose name was writ in water (Aquí yace aquel cuyo nombre fue escrito en el agua). En la de Shelley, más retirada y modesta, se grabaron unos versos de La tempestad de Shakespeare: Nothing of him that doth fade, / but doth suffer a sea-change / into something rich and strange (Nada en él se deshará. / pues el mar lo cambia todo / en un bien maravilloso). La referencia marina viene a cuento porque Shelley murió ahogado frente a las costas italianas mientras navegaba por el golfo de la Spezia tras desatarse una inesperada tormenta. Cuando su cuerpo fue recuperado, Lord Byron, Leigh Hunt y Edward Trelawny, siguiendo un viejo rito griego, incineraron el cadáver a orillas del mar. Estando ya medio consumido por las llamas, Trelawny le extrajo el corazón. Se lo quedó la esposa, Mary W. Shelley, que lo conservó el resto de su vida envuelto en un pañuelo de seda. Esa escena la recuerda uno sobre todo por Remando al viento, aquella bella película de Gonzalo Suárez, rodada a mediados de los ochenta, en la que una solitaria Mary Shelley, pasajera de un barco que surca las aguas árticas, rememora las breves vidas de personajes como su marido Percy, Polidori o Lord Byron. La toma de la cremación se rodó en la playa de Borizu, en Llanes. Allí, mientras ardía la pira funeraria, alguien recitó unos versos del poeta muerto: No despiertes a la serpiente, no sea que / ignore cuál es el camino a seguir. Mary Shelley se llegó a obsesionar con este poema después de escribir su Frankestein. La desgracia la perseguía. Murieron sus dos hijos, se ahogó su marido, perdió también a su hermana y a su sobrina. Murieron sus amigos Pollidori y Byron. Mary Shelley siempre temió haber despertado a la serpiente, redimida en la criatura.
El cementerio, más que tomado por ese halo trágico que uno evocó por la cercanía de las tumbas de los románticos, contagia sosiego. El arbolado da sombra, los gatos se ciñen a las túmulos como si fueran invertebrados, los muertos se reparten sin celo la tierra. Todo está en perfecto estado de revista. Sobre las tumbas hay flores. Los parterres están recortados. El césped, rasurado. Un silencio apacible se posa sobre los hombros del visitante. Y esa curiosidad que generan los rincones inesperadamente bellos, mantiene a quien llega allí en un trance casi de encantamiento, en un ir y venir de una lápida a otra, de un reclamo escultórico a un epitafio certero. Si hasta hubo que ir en busca de mi hijo, perdido a su aire entre cruces y lápidas, seducido finalmente mucho más por esa elegante celebración con que allí se ordena la muerte, que por la ostentación poliédrica de Cestio.

lunes, julio 11, 2011

Postquines

Esto que en los blogs se llaman posts, cuando de revolverse contra algo se trata, muy bien podrían llamarse postquines. El neologismo propuesto sería así una palabra centáuride, mitad mujer aguerrida bregando contra el mal (“pasquín”), mitad yegua en galope por el campo de pantalla (“post”).
El término pasquín es un epónimo. La historia, en resumen, es la siguiente. Tiene que ver con una estatua romana en la que solían colgarse escritos rebeldes, satíricos, críticos contra el poder. Protestas anónimas que se le prendían a esta escultura del siglo II a. C., encontrada en las excavaciones de la Piazza Navona y que al no presentar unas buenas condiciones de conservación —si así hubiera sido, hubiese constituido botín papal— fue finalmente ubicada en un cruce de calles donde aún hoy puede verse. Los vecinos del lugar comentaban que aquel mármol mutilado se parecía a un barbero charlatán y mordaz del barrio que se llamaba Paschino. El caso es que se le empezaron a colgar, por la noche y a escondidas, pequeños escritos de protesta contra el poder que fueron enseguida denominados “pasquines”. Uno de los más famosos se escribió en el siglo XVII, cuando el Papa Urbano VIII, de la familia Barberini, encargó a Bernini la forja del baldaquino de San Pedro. Para completar la obra, el papa ordenó arrancar y fundir el bronce del artesonado del Panteón. Hubo romanos de buen juicio a lo que aquello les pareció un condenable expolio. De entre los indignados ciudadanos, hubo uno que escribió lo de: Quod no fecerunt barbari, fecerunt Barberini. El Panteón que había resistido incluso las invasiones germánicas, había sido finalmente mutilado por el Vaticano.
A esos pasquines rebeldes, se les daba muchas veces réplica en otra estatua, el Marforio. Esas entradas y contraentradas iban abrigando la musculatura de lo esculpido en un diálogo del que hoy sólo permanece útil y en uso, más como curiosidad que como recurso, el propio Pasquino. A Marforio, sin embargo, se lo han llevado a los museos capitolinos. Luce pulcro en un patio renacentista sobre el que cae al atardecer un sol oblicuo que realza su anatomía poderosa. Mientras que la mutilada estatua hallada en Navona sigue en la calle, acupuntada por las quejas del pueblo, a la que fuera contrarréplica se le han recompensado los servicios con un retiro oficial y prestigioso.

viernes, julio 08, 2011

San Eustaquio

Plácido, contrariamente a lo que su nombre pareciera apuntar, era un tipo guerrero. No sólo formaba parte como oficial de las tropas del emperador Trajano, sino que era un contumaz cazador. Estando un día de montería, tropezó con un ciervo que además de lucir una cornamenta considerable, llevaba en medio de sus astas una misteriosa cruz. Tal visión, a la que se le añadieron, esa y las jornadas siguientes, voces extrañas que provenían de la foresta, hizo que Plácido emprendiese una vida virtuosa. Se convirtió al cristianismo, tomando como nuevo nombre el de Eustaquio. Su nueva fe le llevó incluso al martirio.
San Eustaquio es el patrón de los cazadores y tiene iglesia en Roma. Un peculiar templo próximo a la Piazza Navona coronado por la cabeza de un cérvido astado sobre el que se alza, cómo no, una cruz. Sobra decir que allí no se casa nadie. Situación incómoda sería la de fotografiarse saliendo de la propia boda bajo un palio de tan infausto augurio.
A la placita que hay justo a la puerta de San Eustaquio dan dos cafés. En uno dicen que se toma el mejor café de Roma. El otro, mucho más elegante, es propiedad, según parece, de la camorra. Se cierra, por tanto, a menudo y no siempre por descanso. Il caffé de Sant´Eustachio, el auténtico, se tuesta en leña cada mañana y se muele según fórmula secreta. Tomado como expreso es lo que los romanos llaman un ristretto, un auténtico chute de adrenalina que despierta al más dormido. Mi hijo, mientras nos tomábamos la famosa pócima en el modesto café que mira hacia el ciervo que convirtió a Plácido, no le quitaba el ojo al otro local. Le habíamos contado lo de la mafia y creo que no nos perdonó que hubiésemos preferido la pobre emoción de la cafeína a la aventura, mucho más prometedora, del trato con la cosa nostra.

El gueto de Roma










Las paredes del gueto se pintaron con lacre
para sellar la infamia.
Aquí se hacinaron en los pequeños cuartos,
en sus tiendas umbrías,
en sus rezos solitarios.
La luz final del sol prende como yesca
los muros de esta patria.
Se derraman igual que miel
sobre la sombra que proyectaba la alambrada.