Para llegar a la Porta de San Paolo, el cebo que le había puesto a mi hijo de modo que el camino no le resultase penoso, no era otro que visitar la Pirámide de Roma. Sabida es la seducción que algunas arquitecturas despiertan en el imaginario adolescente. A uno, sin embargo, más bien le importaba nada el monumento funerario de Cestio —aquel pretor que acompañó a César en sus campañas egipcias y se quedó tan prendado con las tumbas faraónicas que dejo mandado que a su muerte se le levantara una pirámide—. Mi idea, en realidad, era visitar el cementerio acatólico que está al lado. Por eso digo que el poema de Hardy lo explica bien: Vivo, Cestio quizá / dio muerte, amenazó. / No lo sé. Sólo sé esto: en silencio y ya muerto, / hace algo más noble, / guiar al peregrino / con un dedo de mármol / junto al umbroso muro y calles centenarias / donde estos bardos yacen. Los bardos a los que alude el poeta inglés son, nada más y nada menos, que Keats y Shelley. Hacia ellos nos llevó el pretencioso mojón de Cestio. Ambos están enterrados en el camposanto que llaman “acattolico”. La lápida de Keats se asoma incluso a una pequeña ventana enrejada que hay antes de alcanzar el acceso. En ella se dice: Here lies one whose name was writ in water (Aquí yace aquel cuyo nombre fue escrito en el agua). En la de Shelley, más retirada y modesta, se grabaron unos versos de La tempestad de Shakespeare: Nothing of him that doth fade, / but doth suffer a sea-change / into something rich and strange (Nada en él se deshará. / pues el mar lo cambia todo / en un bien maravilloso). La referencia marina viene a cuento porque Shelley murió ahogado frente a las costas italianas mientras navegaba por el golfo de la Spezia tras desatarse una inesperada tormenta. Cuando su cuerpo fue recuperado, Lord Byron, Leigh Hunt y Edward Trelawny, siguiendo un viejo rito griego, incineraron el cadáver a orillas del mar. Estando ya medio consumido por las llamas, Trelawny le extrajo el corazón. Se lo quedó la esposa, Mary W. Shelley, que lo conservó el resto de su vida envuelto en un pañuelo de seda. Esa escena la recuerda uno sobre todo por Remando al viento, aquella bella película de Gonzalo Suárez, rodada a mediados de los ochenta, en la que una solitaria Mary Shelley, pasajera de un barco que surca las aguas árticas, rememora las breves vidas de personajes como su marido Percy, Polidori o Lord Byron. La toma de la cremación se rodó en la playa de Borizu, en Llanes. Allí, mientras ardía la pira funeraria, alguien recitó unos versos del poeta muerto: No despiertes a la serpiente, no sea que / ignore cuál es el camino a seguir. Mary Shelley se llegó a obsesionar con este poema después de escribir su Frankestein. La desgracia la perseguía. Murieron sus dos hijos, se ahogó su marido, perdió también a su hermana y a su sobrina. Murieron sus amigos Pollidori y Byron. Mary Shelley siempre temió haber despertado a la serpiente, redimida en la criatura.
El cementerio, más que tomado por ese halo trágico que uno evocó por la cercanía de las tumbas de los románticos, contagia sosiego. El arbolado da sombra, los gatos se ciñen a las túmulos como si fueran invertebrados, los muertos se reparten sin celo la tierra. Todo está en perfecto estado de revista. Sobre las tumbas hay flores. Los parterres están recortados. El césped, rasurado. Un silencio apacible se posa sobre los hombros del visitante. Y esa curiosidad que generan los rincones inesperadamente bellos, mantiene a quien llega allí en un trance casi de encantamiento, en un ir y venir de una lápida a otra, de un reclamo escultórico a un epitafio certero. Si hasta hubo que ir en busca de mi hijo, perdido a su aire entre cruces y lápidas, seducido finalmente mucho más por esa elegante celebración con que allí se ordena la muerte, que por la ostentación poliédrica de Cestio.
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