Roma, como todas las grandes ciudades, permite, al menos, dos ritmos. El de la prisa y el del detalle. Es difícil no caer en el vértigo cuando el tiempo es poco y la agenda que impone la costumbre abarca demasiado. ¡Hay tanto! Pero conviene disciplinarse enseguida en el respiro. Tomar distancia con lo concurrido. Elegir la sombra para el paseo. Y descubrir que el sonido del agua se sobrepone como un milagro a todo ruido en las plazas más recónditas.
En esa dicotomía de perspectivas —tumulto y silencio, urgencia y flema, color y claroscuro, Coliseo y gueto—, pueden resultarle al visitante paradigma dos visitas: la capilla de los cónclaves y la iglesia de los franceses. En ambas se termina por fijar los ojos en el esfuerzo inconcluso de unos dedos. El de Dios en La creación de Adán. Y el de Jesús atrayendo a un elegido hacia el apostolado en La vocación de San Mateo. Podría incluso añadirse otra mano —la de Constantino—, y en otro ámbito, el de la ruina monumental. Una amputación que apoyada contra la pared del patio de un museo, el Capitolino, está a medio camino entre el recorrido apresurado del turista y la visita demorada del viajero.
La capilla Sixtina aguarda al final de un tour de force en el que se relegan al atisbo vestigios de civilizaciones, cartografías de mundos casi imaginarios, lienzos e incunables. Migas de un rastro que lleva al corazón del laberinto. Al índice divino bajo el que se apiñan fatigas, miradas, quizás emociones y también algunos espejos de bolsillo que alivian los cuellos forzados. Hay quien le añade allí una muesca a su guía, una doblez a la página correspondiente.
La marea que rompe contra las escaleras de San Luigi dei Francesi tiene un oleaje mucho más calmo. Deja a los pies de la oscura capilla Cotarelli a los fieles caravaggistas. Esa secta en la que queda atrapado también de inmediato el curioso que llega sin demasiadas prevenciones hasta La vocación de San Mateo. Si en el techo que pintara Miguel Ángel, el color restaurado tiene una luminosidad demasiado desnuda, una sobreexposición que resulta don de gentes; en la tela de Caravaggio el haz que se vierte sobre Mateo es apenas una rendija abierta a la luz, un enfoque íntimo que parece resbalar por el dorso de la mano de un Jesús no sólo joven, sino pecaminosamente hermoso.
Cerca, muy cerca, está la heladería San Crispino. A la acogedora sombra de la iglesia barroca y al claroscuro de Caravaggio, le pone pues remate el delicioso pistacho del mejor helado de la cristiandad. Se llega entonces al convencimiento de que en el verano de Roma sopla por sus mejores rincones una brisa fría, un rumor suave de paseo lento, de fachadas ocres, de contraventanas desconchadas, de gatos confiados, de fuentes frescas, de abandono y dicha. Es esa la ciudad necesaria, posible, conquistada.
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