Hay un poema de Martín López Vega en el que habla de la luz del Gianicolo como “esa luz que acaricia el lomo de los días”. Algo, supongo, tuvieron que ver esos versos para que uno, visitante fugaz que durante sus pocos días aquí se ha dejado en estas calles las suelas de los zapatos y en las ruinas, en los muros y en las fuentes, el aliento de los ojos, eligiera esa colina y su belvedere, que todo lo abarca, para despedirse de la ciudad, para verla como sólo aquí se la puede ver, consumiéndose en el lubricán igual que un filamento exhausto de bombilla. Allí arriba, junto a las terrazas de la embajada de España, se fotografiaban unos recién casados. Él vestía de militar y parecía asustado. A la novia las luces últimas de la tarde le estaban volviendo amarillos los tules, dándoles un aspecto rancio, como de haber sido recuperados del fondo de un baúl atacado por la humedad. Mientras, sobre la espalda de Garibaldi pesaba la púrpura del sol. Cerca de su estatua, en lo umbrío y sobre un jardín segado, una pareja de viejos se daban la mano sentados en unas rudimentarias sillas de playa y aguardando las brasas del poniente. Cuando todo acaba en estos miradores y todavía nos sentimos dueños del laurel de otro día ganado, sobrevivido y además gozado, sólo hace falta prestar atención al aire que entonces se levanta para entender que, como un esclavo recordándole al general victorioso su condicióm mortal, esa brisa pedante y ceniza nos recuerda asi mismo muy bajo, pero muy claro, que sic transit gloria mundi. Que así de pronto se nos escurre de las manos todo, también cualquier viaje: las grandes aventuras, estas modestas escapadas de turista o la vida misma. En todo caso, ya abajo en el Trastévere, en la pequeña trattoría Da Enzo, que con buen criterio nos recomendaran J. y M., aún nos esperaban los restos de esa gloria perecedera servidos con frascati, a la vóngole y rematados en tiramisú. Sabían, como no podía ser de otro modo, a gloria rebañada.
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