viernes, julio 08, 2011

San Eustaquio

Plácido, contrariamente a lo que su nombre pareciera apuntar, era un tipo guerrero. No sólo formaba parte como oficial de las tropas del emperador Trajano, sino que era un contumaz cazador. Estando un día de montería, tropezó con un ciervo que además de lucir una cornamenta considerable, llevaba en medio de sus astas una misteriosa cruz. Tal visión, a la que se le añadieron, esa y las jornadas siguientes, voces extrañas que provenían de la foresta, hizo que Plácido emprendiese una vida virtuosa. Se convirtió al cristianismo, tomando como nuevo nombre el de Eustaquio. Su nueva fe le llevó incluso al martirio.
San Eustaquio es el patrón de los cazadores y tiene iglesia en Roma. Un peculiar templo próximo a la Piazza Navona coronado por la cabeza de un cérvido astado sobre el que se alza, cómo no, una cruz. Sobra decir que allí no se casa nadie. Situación incómoda sería la de fotografiarse saliendo de la propia boda bajo un palio de tan infausto augurio.
A la placita que hay justo a la puerta de San Eustaquio dan dos cafés. En uno dicen que se toma el mejor café de Roma. El otro, mucho más elegante, es propiedad, según parece, de la camorra. Se cierra, por tanto, a menudo y no siempre por descanso. Il caffé de Sant´Eustachio, el auténtico, se tuesta en leña cada mañana y se muele según fórmula secreta. Tomado como expreso es lo que los romanos llaman un ristretto, un auténtico chute de adrenalina que despierta al más dormido. Mi hijo, mientras nos tomábamos la famosa pócima en el modesto café que mira hacia el ciervo que convirtió a Plácido, no le quitaba el ojo al otro local. Le habíamos contado lo de la mafia y creo que no nos perdonó que hubiésemos preferido la pobre emoción de la cafeína a la aventura, mucho más prometedora, del trato con la cosa nostra.

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