jueves, diciembre 24, 2015
lunes, diciembre 21, 2015
Una historia para navidad
Me envía un correo mi amigo
G. Acaba de leer el libro Arenas movedizas, que Henning
Mankell escribió en sus últimos meses de vida. En él se encuentra con una
detallada y reflexiva narración sobre el famoso cuadro La balsa de la Medusa de
Gericault. El lienzo tiene tras de sí una historia real y trágica de la que el
pintor intenta, desesperadamente, extraer una metáfora de la esperanza. Dice G.
que el asunto de su correo es una “historia para navidad” (con rendidas
minúsculas).
La balsa de la muerte
Finales de la primavera de
1816. Napoleón está definitivamente vencido y morirá envenenado con arsénico en
la isla de Santa Elena, esa masa rocosa azotada por el viento del sur del
Atlántico donde está prisionero.
En Francia domina un rey de
la familia de los Borbones. Cuatro buques de la armada francesa tienen órdenes
de zarpar rumbo al sur. Su objetivo es Senegal, en la costa occidental
africana. Como consecuencia de la reorganización de Europa después del Congreso
de Viena, los ingleses cederán a Francia la ciudad portuaria de San Luis.
El 17 de junio, la pequeña
flota de cuatro navíos zarpa de Rochefort. Mantener unido un grupo de veleros
resulta casi imposible, y pronto pierden el contacto entre sí. Aunque todos
saben cuál es la meta hacia la que navegan.
Uno de los buques es la
fragata Medusa. A bordo de la nave de tres palos viajan cerca de cuatrocientas
personas. La mitad son marineros, la otra mitad, funcionarios que se adueñarán
de la administración de la plaza africana donde pronto se izará la bandera
tricolor.
El capitán es Hugues Duroy
de Chaumareys.
No tiene experiencia, hasta
el momento ha trabajado sobre todo para las autoridades aduaneras francesas.
Además, ha sido contrario a Napoleón. Puesto que la mayoría de los marineros a
bordo han sido partidarios suyos, no tarda en ganarse la animadversión y el
desprecio de la tripulación.
Dos semanas después de que
se hayan izado las velas en Rochefort, la Medusa encalla cerca de la costa
africana. Allí hay bancos de arena que nunca se han cartografiado del todo. La
Medusa encalla en uno que se llama Banc d’Arguin.
La nave está inmovilizada.
Siguiendo las órdenes del capitán, arrojan por la borda todo lo que no es fijo,
para que el barco se eleve y se aparte del banco deslizándose en la medida de
lo posible. No lo consiguen. De Chaumareys da órdenes de abandonar el barco.
Como los botes salvavidas son insuficientes en número, fabrican una balsa
enorme. Derriban los tres mástiles para hacer con ellos la base cuadrada de la
balsa. Los botes salvavidas la arrastrarán hacia la costa africana, que se
esconde al este entre la neblina.
La operación de remolque
fracasa. Cortan los cabos que unen la balsa a los botes salvavidas y la
abandonan con sus ciento cincuenta pasajeros. El capitán De Chaumareys comete
una de las acciones humanas más cobardes e ignominiosas que se puedan imaginar.
La situación en la balsa no
tarda en pasar de un orden artificioso a un caos brutal. Los más fuertes
arrojan por la borda a los heridos, más débiles. Se acaban el agua y los
alimentos. Se impone el canibalismo. Con hachas, sacan tajos de los cadáveres y
se comen la carne cruda. La balsa se convierte en un matadero humano.
Al cabo de quince días, la
nave hermana Argus avista la balsa. Para entonces quedan quince supervivientes,
pero varios de ellos mueren después a causa de las privaciones. Al final, sólo
tres de los marineros se salvan y pueden regresar a Francia.
Uno de los supervivientes es
el médico de a bordo, Henri Savigny. Cuando regresa a Francia, entrega al
almirantazgo francés un informe de los acontecimientos. El asunto se difunde y
se convierte en un gran escándalo.
Cuando se produce el
accidente de la Medusa, el artista Théodore Géricault tiene veinticinco años.
Se hizo famoso en el Salón de París en 1812, cuando presentó el óleo de un
oficial de caballería a lomos de un caballo rampante, y ahora empieza a pintar
un cuadro de la balsa, en el que la gente yace moribunda después del naufragio
de la Medusa.
En un principio, se
concentra en tratar de reproducir el horror que reinaba a bordo. El
canibalismo; cómo arrojan por la borda a los débiles —aún vivos—; un mar donde
no se avista ningún otro barco; la desesperanza que, al final, es el único
sentimiento que les queda.
Se imagina una balsa que va
a la deriva surcando un mar, una balsa donde no hay dios que se preocupe por el
sufrimiento de los náufragos. Cuando no queda ninguna esperanza, tampoco queda
ningún dios.
El cielo está tan vacío como
el mar.
A poco más de seis
kilómetros se extiende la costa africana, invisible por la niebla, pero para
ellos no es ninguna salvación, allí bien puede esperarles el infierno. Los
hombres de la balsa están condenados a muerte.
Géricault comienza a dudar.
Hace un gran número de bocetos, pero, al final, empieza a atenuar cada vez más
la catástrofe. Como si se hiciera la siguiente pregunta: ¿Qué ocurre con las
personas que pierden la esperanza por completo? ¿Cuándo ya no queda nada?
El artista no da ninguna
respuesta a la pregunta. Sencillamente, está mal formulada, o es imposible. No
existe vida humana allí donde la esperanza desaparece por completo.
Siempre queda algo.
La pintura que por fin deja
terminada representa la esperanza humana que, pese a todo, existe incluso
cuando no debería quedar nada. Al fondo del cuadro se atisba Argus, aunque el
espectador no puede estar seguro de que los hombres a bordo hayan descubierto
la balsa.
El cuadro puede contemplarse
en el Museo del Louvre, en París. Cuando me veo contemplándolo me digo que es
un punto de encuentro entre lo viejo y lo nuevo. Géricault estudió tanto a
Rubens como a Caravaggio mientras trabajaba con la balsa. Con la misma
intensidad con que estudió cadáveres y hombres moribundos en el hospital
Beaujon. Dicen que incluso se llevaba al taller partes de cadáveres para
examinar más de cerca el proceso de descomposición.
La mayoría de las obras de
arte tienen algo que uno mira o escucha con atención. En casos excepcionales
hasta puedo sentir cierto agradable aroma que fluye hacia mí. En alguna ocasión
he llegado a experimentar una sensación gustativa inesperada.
Géricault consiguió algo que
a pocos artistas les es dado. Munch y Bacon también lo consiguieron.
Y, naturalmente, Caravaggio
y Rembrandt.
Mientras contemplo el cuadro
puedo adivinar el hedor de los moribundos.
Existe una extraña
contradicción en el cuadro. A pesar de que aquellos que representa están
pasando hambre y se encuentran medio muertos de sed, el artista los ha pintado
con unos cuerpos casi atléticos. Es lo bastante audaz como para mezclar el
realismo con los ideales del arte clásico. Al distanciarse y no atenerse sólo
al realismo, consigue que nosotros, que contemplamos el cuadro, ocupemos un
sitio a bordo de la balsa.
Lo que me sobrecoge es el
intento de Géricault de plasmar una esperanza que no existe. No sé de ninguna
otra obra de arte que haya logrado expresar de ese modo lo que no podemos sino
llamar un reto filosófico.
Después de la visita al
Louvre, me siento en un café de la zona. Es otoño, hace frío, sopla un viento
del noroeste. He venido a París a hablar de mis libros.
Observo a las personas que
hay en las otras mesas y pienso que todas ellas albergan algún tipo de
esperanza. De que algo salga bien, de que algo pase pronto, de encontrar la
explicación a algo, de que algo que les causaría dolor no sea cierto.
Tenemos que procurar siempre que la esperanza sea más fuerte que la
desesperanza. Sin esperanza no hay, en el fondo, supervivencia. Y eso vale
tanto para los enfermos de cáncer como para las demás personas.
Cuando me alejo del café, ha
empezado a caer una fina lluvia. Me dirijo al cementerio Père-Lachaise.
Me lleva un rato encontrar
el mausoleo de Géricault. Sólo llegó a vivir treinta y dos años. De vez en
cuando se caía montando a caballo. En una ocasión, la caída fue tan brutal que
la lesión que sufrió mermó su vida. Pero también tenía tuberculosis. Muy pronto
supo que su existencia tenía los días más que contados.
Antoine Étex, un escultor
hoy olvidado, levantó el monumento que orna la tumba. Es sentimental y
horrendo. Representa a Géricault camino de la muerte, cómo va dejando caer muy
despacio el pincel que tiene en la mano.
Géricault solía recurrir a
sus amigos para que posaran como modelos de diversas figuras de sus cuadros. La
balsa de la Medusa no es ninguna excepción. Uno de los moribundos tiene los
rasgos de Eugène Delacroix.
La balsa de la Medusa habla,
por tanto, de esa esperanza que sigue viva cuando toda otra esperanza se ha
extinguido. La paradoja que, con más claridad que ninguna otra cosa, es
testimonio de la voluntad de supervivencia que siempre albergamos los seres
humanos.
Nos agarramos al bote
salvavidas, aunque, en realidad, ya no tenemos fuerzas.
Pero la esperanza sigue
existiendo. Puede que como una sombra y nada más. Pero ahí sigue.
Henning Mankell
miércoles, diciembre 16, 2015
David Trueba, en EL PAÍS
Una
cita
En dos entregas
desacostumbradas, la New York Review of Books ha reproducido fragmentos
de la conversación del presidente Obama con la escritora Marilynne Robinson. No
vamos a caer en la bajeza de comparar el diálogo fluido entre el presidente de
la nación y una intelectual destacada con el escenario español, donde al
presidente no se le conoce afición cultural, visita a museo ni teatro ni sala
de conciertos y donde sus estímulos intelectuales provienen de los arreones de
la prensa deportiva con su canción de éxito: yo soy español, español, español.
No, no vamos a caer tan bajo. Pero sí conviene detenerse sobre unas palabras de
Obama que quizá sirvan de estímulo a un país donde cada día se cierra una
librería y se abre un gimnasio.
La cita es larga, pero es pertinente ofrecerla
entrecomillada: “Cuando reflexiono sobre
mi papel de ciudadano, más allá del hecho de ser presidente, y sobre los
conocimientos que puedo traer a esa posición de ciudadano, me doy cuenta de que
las cosas más importantes que he aprendido en la vida provienen de las novelas.
Tiene que ver con la empatía. Tiene que ver con la noción de que el mundo es
complicado y está lleno de grises, pero que aún hay verdades que han de ser
halladas, y que tenemos que esforzarnos en buscar. Y tiene que ver con la
noción de que es posible conectar con algo o con alguien, por muy diferente que
sea de nosotros”.
Nadie duda a estas
alturas que Obama es un presidente de ficción. Novelería es otra de esas expresiones que en el español certifican
un desprestigio de todo lo inventado. Se une a la categoría de inmoralidad
asociada a vivir del cuento, contar películas o hacer teatro, todas ellas formas expresivas que denotan valores
negativos. Pues Obama es fruto de esa deformación y los españoles sabemos
protegernos, porque somos expertos en detectar el buenismo y machacarlo en
favor del malismo, la inquina y la maledicencia, que son rasgos de inteligencia
entre nosotros. Pero nos olvidamos de que la representación del poder y el
relato público necesitan de la potencia del ilusionismo y es ahí donde nuestra
desconfianza y nuestra falta de cariño por la literatura y la creación nos
condenan a gobernantes zafios, corruptos y crueles. ¿Queríais realidad y
pragmatismo?, pues tomad dos cucharadas cada hora. La reivindicación de la
ficción como un territorio en el que completar la sensibilidad y la mirada
desprejuiciada, donde desbaratar el nacionalismo patriotero y la incapacidad
física de sentir empatía por el distinto, suena hoy a transgresión, casi a
disidencia.
David
Trueba
miércoles, noviembre 25, 2015
Túnez
Cuando ya son tres en 2015 los zarpazos yihadistas que han sembrado de cadáveres el suelo tunecino, convirtiendo un país hermoso y acogedor en un destino de riesgo que está sumiendo en la pobreza a su población, recuerdo con nostalgia el viaje durante el que hace ya más de veinticinco años recorrimos Túnez en un pequeño furgón que nos llevó desde Cartago al desierto. Nos acompañaba Shamir. Con él bebimos boukha y compramos alfombras. Él nos descubrió peces en la arena y escorpiones bajo las ruinas de Roma.
LUNA DE MIEL
Al día siguiente de nuestra boda
volamos hacia Túnez.
No guardamos foto alguna del viaje
porque el sol del desierto
abrasó la película.
Recuerdo el palmeral de Tozeur,
los mosaicos del Bardo
y el té a la menta de Sidi Bousaid.
Y que a pesar de todas las ruinas
el mundo era apenas un lugar
de poco más de veinte años.
Los que teníamos entonces.
JCD
lunes, noviembre 23, 2015
In the crosswind (Risttuules)
Ayer en el FICX (Festival Internacional de Cine de Gijón), y dentro de la sección Convergencias, se proyectó una memorable película estonia, In the crosswind (Risttuules), dirigida por el joven realizador Martti Helde. El 14 de junio de 1941 arrancó una encubierta limpieza étnica de Lituania, Estonia y Letonia. El gobierno soviético de Stalin detuvo y deportó a cuarenta mil personas. Las mujeres y los niños que soportaron el viaje fueron conducidas a granjas colectivas siberianas. A los hombres se les recluyó en campos de concentración donde finalmente se ejecutó a muchos de ellos. Fueron las víctimas bálticas del holocausto soviético.
Martti Helde recopiló testimonios e historias de su entorno próximo —su abuelo fue uno de aquellos deportados— y diverso material de archivo. Descubrió entonces el diario de una joven estonia, en forma de cartas nunca enviadas, que desde un kolkhoz en Siberia escribía a su marido, en paradero desconocido desde la incursión soviética. Conmocionado por lo que transmitían las palabras de la joven esposa, el director estonio tomó la valiente decisión de transmitir la sensación de parálisis descrita en ellas (la vida, de pronto, se había detenido cruel e inexplicablemente, habían dejado de sucederse las estaciones y todo era un invierno eterno). Martti Helde congeló esos recuerdos a través de trece representaciones en blanco y negro protagonizadas por actores inmóviles en medio de decorados desolados. La cámara recorre sus rostros y el pliegue de sus ropas. La luz les otorga una belleza pictórica. Y todo se acompaña de una hipnotizante voz en off que lee las dramáticas cartas que Erna le escribe a Heldur; de una música que acentúa el desgarro de la pérdida (hogar, familia y libertad) o dulcifica los recuerdos que a veces nos trasladan a la dichosa vida anterior a la deportación. Como se decía al principio: "memorable película".
lunes, noviembre 16, 2015
Dudas
Como tantas veces, mi única certeza es la incertidumbre. Cada vez que un suceso trágico golpea nuestra conciencia, un cruento sucedido que tiene responsables humanos y víctimas inocentes, apelamos a la sensibilidad y buscamos nuestro distanciamiento del crimen y sus ejecutores declarándonos almas compasivas que no albergan siquiera resquicio alguno para la tentación de la crueldad. Pero ni eso me sirve ya. No me ha colocado la vida en ninguna tesitura de venganza extrema. Quién sabe si en ese trance descubriría entonces una naturaleza diabólica en el reverso de mi alma. No sería descartable toda vez que ante las masacres nos vemos obligados siempre a embridar una sed desconocida de reparación urgente. Por eso, entre el asalto de la inclinación al desquite y la apelación a emociones mucho más nobles, se enraíza la duda. La duda que paraliza. Que nos vuelve, además, más vulnerables todavía. Y de la que al ser conscientes, también dudamos. Los gobiernos no se pueden permitir la duda: en situaciones extremas, impulsan la respuesta de quienes, entre los que les votaron, tampoco tienen dudas. Por otro lado, en el idioma de los fanáticos, la palabra “duda” no existe. Desconfío de las vigilias, los himnos de paz, las palabras emocionadas y los funerales religiosos. Temo el zarpazo legal de la venganza. Asisto encogido por el peso de mi incertidumbre a las buenas intenciones (no hacen daño, pero de qué sirven), a las amonestaciones de quienes siempre encuentran más culpa en la víctima que en el verdugo, al despegue de los aviones, al martirio ansiado de los asesinos y a los “daños colaterales” de unos y otros (esa sangre derramada por los inocentes que tan a menudo abona la espiral infinita de las guerras). Confieso que no sé de soluciones, que sólo albergo dudas.
martes, noviembre 10, 2015
Vergüenza ajena
Breve y con tino, así dice hoy PEDRO DE SILVA en varios medios de comunicación:
Buen papel, moneda falsa
Cada uno tiene su sensibilidad: con ser muy grave que en Catalunya quieran romper de forma unilateral el contrato constitucional que habían votado, lo que más me molesta no es la secesión en sí; tampoco el oportunismo alevoso de aprovechar los momentos flacos del adversario para meter el estilete; ni siquiera la enorme insensatez de poner en grave riesgo una recuperación económica que aún esta en pañales. Lo que más me molesta es la pretenciosa gesticulación heroica de los líderes secesionistas, esos rostros contraídos por la emoción de vivir un momento histórico, las lágrimas, los abrazos entre compañeros del alma de una gesta que recordarán los tiempos. Me ofende porque todo ello toma la música de la mística de la liberación, cuando allí no hay opresión alguna de la que liberarse. O sea, me ofende por kitsch, como cualquier arte falso de toda falsedad, y me da vergüenza ajena.
Pedro De Silva
martes, noviembre 03, 2015
Musa Cafeína
Musa Cafeína se define como un colectivo artístico-cultural que organiza actividades relacionadas con el fomento de la lectura, la difusión del arte y la mezcla de diversas disciplinas artísticas. Musa Cafeína son Ana Lamela Rey y Laura Cuervo Álvarez. Escritora y música, Ana; actriz, Laura. Con la primera tendré el placer de compartir un encuentro literario el próximo viernes en la librería Santa Teresa de Oviedo.
Allí volverá a salir a la superficie este poemario guadiana que me viene acompañando muy discretamente durante los últimos meses. Una Convalecencia en Remior en la que de repente alguien repara otorgándole una vivificante nueva lectura. La que uno intentará ofrecer a quienes nos acompañen el viernes.
Algo así como lo que se dice con relación al siguiente poema:
En 1925, con 51 años, André Gide publicó Les faux-monnayeurs, que se tradujo en España como Los falsos monederos, puesto que un monedero no era sólo es un saquillo donde guardar monedas, sino también la profesión de quien las fabricaba. Si esa moneda no era lícita, el monedero se convertía en un falso monedero, o en lo que con el transcurrir del tiempo se llamó finalmente un falsificador. Las más recientes traducciones de la novela de Gide ya llevan por título Los falsificadores de moneda. Sin embargo, mi poema juega con esa imagen algo misteriosa que el viejo título transmite: ese monedero, no persona sino objeto, un monedero falso, en el que se van acumulando con una avaricia torpe las monedas de las vidas cobardes.
LES FAUX-MONNAYEURS
No se puede descubrir tierra nueva
sin consentir antes que nada en perder de vista
la costa durante una buena temporada.
ANDRÉ GIDE
Navegué siempre al cabotaje,
sin alejarme nunca de los muelles,
sin alejarme siquiera del noray
que me tenía como a un perro
sujeto de una argolla.
Mi vida resultó un falso monedero
y sólo perdiéndola de vista
dejaría detrás de mí por fin
el rastro de sus migas de oro:
los muchos años malgastados
por un ciego temor a los océanos.
jueves, octubre 29, 2015
Días lectivos, de Ángel Francisco Casado (XXIX Premio Cálamo)
DÍAS LECTIVOS
Ángel Francisco Casado
XXIX Premio Cálamo de Poesía
Erótica
Cuaderno núm. 31, Cálamo/Gesto. Gijón.
El próximo viernes, en el Antiguo Instituto
Jovellanos se presentará el libro Días lectivos, de Ángel Francisco
Casado, ganador del XXIX Premio de Poesía Erótica Cálamo/Gesto. Treinta y tres poemas
en los que el autor adopta una voz femenina para hacernos partícipes de cierta
relación amorosa que avanza desde la pregunta inicial, retórica, planteada en
los primeros versos: “¿Te imaginas
exprimiendo mis frutos / entre oraciones yuxtapuestas, / tú y yo copulativos?”;
hasta el momento final en que los
cuerpos alcanzan, a la “amanerada forma,
a lo escolar”, un progreso adecuado en el conocimiento de pieles y deseos. Todo
ello discurriendo en el período comprendido por un curso escolar, en sus días
lectivos. Y forjado a la vez que el transcurso de las estaciones, imbricándose
éstas en el propio discurrir lectivo, al modo en que se avanza en los estudios
a través de las etapas fijadas por el otoño, el invierno, la primavera y el
punto final que pone el verano. Ese decorado urdido con estaciones y
asignaturas se refleja bien en los títulos de los poemas: Primeras lluvias, Hojas que
caen, Primavera o Arquitectura de verano, por un lado; y Geografía, Lección, Estudio, Dibujo, Genética o Química, por
otro. Pero no sólo se extiende esta alegoría por las páginas del poemario, hay
también un uso metafórico recurrente de la guerra y la muerte, que transforma
en bélicos los lances del amor y en “petite morte” su consumación. Ese empleo se aprecia palmariamente en el poema
titulado Guerra Civil:
Tristemente feliz quedas entonces,
y abatido, tal vez.
Yo, no; yo seguiría planteándote batalla,
procurando de nuevo
desenvainar tu espada.
Soy guerrera.
Una guerra civil civlizada, hermano,
pondría en nuestra historia, ¿te imaginas?
Una guerra de conciliación,
una guerra de amor:
luchando cuerpo a cuerpo,
sedientos de más vida.
Como puede advertirse, se trata de una lección de
historia felizmente revisada a la luz de la ética amorosa. El autor finge la
perspectiva desde la que aborda la creación —una voz de mujer—, pero se
mantiene fiel a lo largo del libro a la verdad de su condición docente, pues Ángel
Francisco ha sido profesor durante muchos años, lo que le dota de la
experiencia precisa para abordar esta obra en un ámbito, con un léxico y en
unos tiempos propios de la práctica escolar. Pero si ese fue su oficio, la
vocación del poeta ha sido y es la musical, y de ello también se nutre con
acierto el ritmo, las medidas —clásicas, en ocasiones, cuando intercala algunos
bien abordados sonetos— y hasta el vocabulario de sus versos. En el propio
papel pautado de una partitura parece escribirse el siguiente poema, titulado,
además, Música:
Música, tú; batuta que dirige
el primer movimiento entre mi boca,
los primeros compases que preludian
el total desarrollo de mi cuerpo.
Diriges lentamente —adagio ma non troppo—
los sonidos crecientes, los audaces
colores de mi almendro; melodías
mi espalda, audaz silencias
en mi nuca un pasaje delicado;
abres al viento scherzos de mis labios,
contra mi corazón percute el tuyeo.
Hacia el final —tutti presto—, dentro,
eres yo misma y mueres porque muero,
y los violines de los cuerpos, con sordina,
en el último acorde.
Es, en fin, un placer volver a la escuela de la mano
de estos Días lectivos, apostarse en los rincones apartados donde se imparte
el aprendizaje alternativo de estos amantes que no dejan ni un instante de
estudiarse y que hasta invitan a participar a veces de su íntima experiencia —resulta
divertidamente delicioso el poema Nueva
buena—. Las ilustraciones de Chelo
Sanjurjo, de línea clara, de trazo limpio, concilian bien con el decir de Ángel
Francisco, siempre transparente en la intención, comedido en las alusiones y
diestro en la escritura de unos versos que cuentan habiendo sido antes adecuadamente
contados, ahormados al ritmo narrativo pero poético de un hermoso libro.
En la presentación del viernes no estará, por
primera vez en la historia del Premio Cálamo, quien fue su impulsor, Juan
Garay. Ha tenido el autor de Días lectivos el delicado gesto de tener
presente a Juan en uno de sus poemas, Lección,
supongo que otorgándole así a este título la doble intención de mantener el
tono escolar del libro a la vez que la de aludir al recuerdo que nuestro amigo nos legó: una
auténtica lección de vida, la que los versos le devuelven a la ceniza de su
recuerdo.
Regálame esa muerte:
la ceniza dormida que se esconde
en tus arcos salinos.
Tengo un oasis,
sé devolver la vida;
escondo manantiales,
murmullos que reclaman tu desierto.
Te daré una lección
José Carlos Díaz
miércoles, octubre 07, 2015
Añosos padres-groupies
Y bien que lo pasamos en Rock in Viño. ¡Quién nos iba a decir que a nuestros años andaríamos de groupies por los festivales rockeros! Y llegando al hotel o a casa rendidos de sueño y de música. Un poco al modo de aquel padre aludido en el poema Cástor y Pólux, de Víctor Botas:
Y tú
enfebrecido, muerto
de sueño, con dolores
de espalda, demacrado,
terminas
-¡oh eterno masoquista!-
tan jodido
y feliz
como furcia de hotel en noche de congreso.
jueves, septiembre 24, 2015
Cuando Marilyn Monroe, Karen Blixen y Carson McCullers bailaron sobre una mesa de mármol negro
A propósito del charme,
cuenta Giuseppe Scaraffia en su libro Los grandes placeres, publicado por
Periférica, que cuando Karen Blixen y Marilyn Monroe se encontraron en casa de
Carson McCullers —la actriz, luciendo un ajustado y escotadísimo vestido negro y
la escritora, deteriorada por la sífilis, esquelética bajo su vestido negro,
con la calavera transparentándosele en el rostro descarnado por la enfermedad y
sobrecargado de maquillaje—, y después de que se hubieran intercambiado algunas
pequeñas historias, Marilyn y Karen, mutuamente fascinadas, empezaron a bailar
juntas sobre una mesa de mármol negro.
¿Cómo se llegó a producir aquel encuentro? Según relata
Eve Goldberg en Lunch with Carson, ocurrió en una fría tarde de febrero de
1959, en la casa que tenía Carson McCullers con vistas al río Hudson en Nyack,
Nueva York. Allí se cumplió el deseo de Karen Blixen durante su primera y única
visita a América: conocer a Carson, su
escritora favorita, y a la bella Marilyn. Así lo atestiguan algunas
fotografías que se tomaron entonces.
Karen
Blixen, que escribía como Isak Dinesen —y que fue sobre todo conocida por sus Memorias
de África—, había sido invitada por la Fundación Ford a viajar a
Estados Unidos. Tenía 74 años y una salud ya muy quebrada.
En aquel viaje, Karen Blixen comentó a sus anfitriones
que los cuatro norteamericanos que más le interesaba conocer eran Ernest
Hemingway, el poeta E.E. Cummings, Carson McCullers y Marilyn Monroe. Hemingway
se encontraba fuera del país, pero Cummings la acompañó a la cena anual del
Academia Americana de las Artes y las Letras donde, como invitada de honor, iba
a pronunciar un discurso. A la cena, Karen se sentó junto a Carson y, durante
una animada conversación, descubrieron que llevaban décadas admirándose mutuamente.
Cuando Karen le mencionó su deseo de conocer a Marilyn, Carson se sintió
realmente feliz. Como Arthur Miller estaba sentado en una mesa adyacente, se
levantó y anunció: “Tengo el gran honor de invitar a mi amiga imaginaria, Isak
Dinesen, a conocer a Marilyn Monroe, junto con Arthur Miller, en un almuerzo en
mi casa”.
La salud de Karen Blixen estaba ya por entonces
verdaderamente delicada. Era una mujer esquelética que padecía una sífilis muy
desarrollada; sufría de anorexia —pesaba 36 kilos—, dependía de las anfetaminas
y fumaba compulsivamente.
Cuando, con cierta inquietud, preparaba el encuentro, Carson
se enteró de que Karen solo comía uvas blancas y ostras y únicamente bebía
champán. Marilyn, a su vez, siempre tímida e insegura, la llamó tres o cuatro
veces para saber qué vestido debía ponerse. Arthur Miller y la Monroe se encargaron de recoger a Karen, que iba muy
elegante con un conjunto gris oscuro y un largo chal a modo de turbante y
alrededor del cuello. Carson pensó que brillaba con la luminosidad de una vela
en una vieja iglesia. Las uvas y las ostras se sirvieron en mesa de mármol
negro. Después de la comida, Karen entretuvo al grupo con una historia acerca
del primer león que mató, cuya piel envió al rey de Dinamarca. Era una gran conversadora.
Marilyn escuchó la historia embelesada, enfundada en un ajustado y muy escotado
vestido negro. También ella quiso probar suerte en la reunión como narradora y relató
algunas de sus aventuras como cocinera. A Karen le encantó la gracia de la
actriz. No solo era hermosa, les dijo a los presentes, sino que además parecía el
cachorro de un león, incansablemente vital e inocente.
No hay acuerdo sobre lo que sucedió después de la
comida. Carson escribió que ella, Marilyn y Blixen bailaron al son de un
fonógrafo encaramadas a la mesa de mármol negro. Miller desmintió, en cambio, aquella
escena. Carson, a pesar de su juventud, estaba prácticamente inválida. Y la Blixen era un esqueleto sin demasiadas
fuerzas. Quizás no bailaron nunca sobre aquella mesa. O sí. Las tres murieron
luego demasiado pronto.
martes, septiembre 22, 2015
Cita
"(Mi) partido político sería, si acaso, el de quienes no estuvieran seguros de tener razón."
Albert Camus
(Diálogo a favor del diálogo, en «Crónicas (1944-1948)», dentro de Obras, 2. Madrid: Alianza, 1996)
miércoles, septiembre 16, 2015
Saliendo del armario
Decía José
Emilio Pacheco: “Después de cada entrevista, me quedo pensando: ¿por qué no le
dije esto...? Debería haberle dicho aquello otro... Ten en cuenta que yo estoy
acostumbrado a escribir, a ver lo que pienso. Y si no veo lo que estoy
diciendo, ¿cómo puedo pensar?”. Pus eso.Esto que sigue apareció ayer en La Nueva España, por gentiliza de José Luis Argüelles.
JOSÉ CARLOS DÍAZ | Poeta y narrador, acaba de publicar "Convalecencia en Remior"
JOSÉ CARLOS DÍAZ | Poeta y narrador, acaba de publicar "Convalecencia en Remior"
"Si hay ensimismamiento, la literatura es nada; hay que tener en cuenta al lector"
"Me ha intimidado siempre la vida literaria; publiqué mis novelas porque ganaron premios a los que concurrí por insistencia de un amigo"
15.09.2015
José Carlos Díaz. MARCOS LEÓN
J. L. ARGÜELLES Filólogo que, curiosamente, se "gana las habichuelas" (la expresión es suya) llevando asuntos presupuestarios en el Consejo Consultivo de Asturias, José Carlos Díaz (Gijón, 1962) ha ido construyéndose una muy interesante carrera literaria (poemas, novelas, comentarios en su blog...) desde la discreción. Tiene reciente el poemario "Convalecencia en Remior", publicado en Heracles y nosotros.
- "Fue después de la guerra/ y yo estaba convaleciente./ Una bala perdida/ me había atravesado el pie/ y cojeaba como un tullido". ¿Quién es el personaje que habla en este libro?
-Soy y no soy yo. El libro se escribió el verano pasado. Yo sufría una dolencia en los pies que me impedía caminar. Pasamos unos días en esa playa de Lugo, al final de la estación. Aquello parecía una playa de Normandía, así que me di en pensar en un personaje, que hace repaso de su vida hasta ese momento. Es una voz hiperbólica, por así decir, pero autobiográfica.
-En otro poema, escribe: "Concédeme la voz/ de los versos pautados/ y el decir transparente". Pide ahí una poesía clara, alejada de las tentaciones de cuño irracionalista...
-Es la línea poética en la que me siento a gusto. Me identifico con lo que ha escrito José Carlos Mainer a propósito de la poesía de Joan Margarit. Dice ahí que el fenómeno poético debe cimentarse en tres pilares: nitidez en el propósito, claridad en la forma y la certeza de que uno se dirige al lector. La literatura es nada si hay ensimismamiento; hay que tener en cuenta al lector, sin renunciar a la ambigüedad característica de la expresión literaria. La sencillez es lo más difícil.
-Publica sus primeros poemas en 1986. ¿Qué ha cambiado del poeta aquél de los años ochenta al de "Convalecencia en Remior"?
-La intención de alejarse, tal y como decía antes, del ensimismamiento. Cuando empecé a escribir, tenía la impresión de que escribía para mí, no para los demás; no tenía en cuenta la comunicación. Ahora, uno trata de expresar sus sentimientos, sabiendo que son universales.
-Empezó a publicar joven, con veinticuatro años, pero ha tenido largos períodos sin dar nada a la estampa. ¿Por qué?
-Jamás he dejado de escribir. El problema, así de claro, es que nunca he tenido facilidad para publicar, entre otras razones porque no he mandado mis libros a los editores. Quizás por prevención ante el rechazo, por timidez... La posibilidad de publicar "La ciudad y las islas", con fotos de Ana Trelles y Juan Garay, me la dio este último. Y "Contra la oscuridad", Nacho González, al igual que "Convalecencia en Remior". No participo en tertulias, no soy poeta social en ninguno de los sentidos.
-Le interesa más la literatura que la vida literaria...
-Me ha intimidado siempre la vida literaria. Las dos novelas publicadas lo fueron porque ganaron premios literarios, y me presenté a ellos por la insistencia de un amigo. Es cierto que sí envié en una ocasión una novela a la editorial Trea, pero no la publicaron.
-Pese a ese desapego, le identifico con el grupo "Cálamo"...
-Sí, pero es más un grupo de amigos. Soy amigo de Nacho (González) desde hace más de cuarenta años. Y tuve mucha amistad con Juan Garay (falleció el pasado enero). Pero no somos un grupo que tenga influencia literaria. Hicimos aquellos famosos encuentros literarios en los noventa por los que pasaron por Gijón autores como Agustín García Calvo, Luis Antonio de Villena, José Hierro o Antonio Gamoneda, entre muchos otros, pero nunca aproveché aquellas veladas porque, tenía la impresión de que era muy pobre lo que uno podía aportar.
-Llevan mucho tiempo como grupo de amigos y con una actividad cultural importante. ¿Hay una afinidad estética?
-No. Emilio Amor hace una poesía parecida a las de las vanguardias de los años veinte o treinta, muy hermosa, con mucha imagen; Nacho González tiene ecos más épicos, con verso largo; y yo hago cosas más intimistas.
-¿La poesía fue antes, en su caso, que la novela?
-He escrito poesía siempre y es el género en el que mejor me siento, pero también he escrito mucha narración: tengo bastantes cuentos, por ejemplo. De ahí pasé a la novela. Ahora estoy escribiendo otra novela, situada en el mismo ámbito territorial que "Aunque Blanche no me acompañe".
-¿Es un escritor disciplinado?
-No, no me lo permite ni el trabajo ni mi vida personal; debería, pero no puedo.
-"Convalecencia en Remior" es un libro de madurez, con poemas de línea meditativa. ¿Está ahí el poeta que vamos a encontrar de aquí en adelante?
-Seguro. Lo que estoy escribiendo va por ahí, por esa línea reflexiva. Hay un poema que se titula "Patria", quizás algo social, pero de una poesía social distinta. La épica social me da cierto miedo después de tantas banderas arriadas y de tantos himnos amargos. Hay que hacer poesía social, pero casi como un prospecto farmacéutico: con mucha claridad y reflexión.
-En ese poema dice: "y no le encuentro fácil/ acomodo en mis poemas/ a según qué palabras". ¿A qué palabras se refiere?
-Las que están asociadas a un vocabulario social con ciertos adjetivos.
-La factura de sus versos es clásica, con los acentos rítmicos en su sitio...
-Me gusta que el poema, más que ritmo, tenga mesura. Hay medidas clásicas, pero no quiero que haya demasiada música y deseo que se lea como la prosa.
-Lleva también el blog "Los diarios de Rayuela". ¿Le interesan las posibilidades que brinda internet?
-Me interesó mucho. Creo que llegué a tener muchos lectores. ¿Qué pasó con el mundo de los blogs? Pues que se ha pasado a Facebook, sobre todo. Mantengo el mío, pero más por razones sentimentales. Estoy en Facebook, aunque me da cierto reparo; ahí todos son amigos de todos, amistades que yo no acabo de ver claras.
-Hay quien defiende las redes sociales como un ámbito nuevo para la literatura. ¿Comparte ese optimismo?
-Puede ser, aunque muchas veces lo que se publica en Twitter son ocurrencias, no aforismos. Fernando Menéndez no publica sus aforismos en Facebook o en Twitter, los publica en papel.
lunes, septiembre 07, 2015
Entre candilejas
Quién
llamaría candilejas a esas potentes luces que cambian de color e intensidad al
ritmo vigoroso de una banda de rock sobre un escenario. Y sin embargo, no son
más que una proyección amplificada de las antiguas lámparas de aceite con las
que se iluminaban los teatros. Bajo el halo de esa llama siguen subiéndose al
escenario actores y músicos. Nos han hecho felices y mejores a lo largo de la
historia. Han sido nuestras dudas, nuestras culpas y remordimientos, nuestra conciencia,
nuestra alegría, nuestra voz cuando ni aliento nos quedaba, el arrojo en los
días mancillados. Siempre han encontrado la palabra justa que nos faltaba, que
temíamos pronunciar, que no sabíamos articular ante el miedo, frente al poder o
en el amor. Pero antes de pisar el teatro, de arrancar un concierto, de
exponerse a los ojos escondidos en la oscuridad del espectador, a su juicio,
han bregado horas, días, años, en la sombra de sus ensayos, contra el veredicto
incierto de los espejos. Han modulado voces, encallecido sus manos intérpretes,
fatigado sus músculos en la danza o en la exclamación. Y en la mayor parte de
las ocasiones a cambio de la escasa soldada con la que se recompensa no el
arte, sino un entretenimiento apenas valorado. Nos hemos malacostumbrado a la
gratuidad de la cultura: tenemos a nuestro alcance, y a cambio de nada, música,
cine o literatura. No sólo ya no hay que pagar por todo este caudal de creación,
sino que ni tan siquiera se nos requiere a cambio el mínimo esfuerzo de salir
de nuestra casa y acercarnos a una sala de proyección, a una librería, a un
teatro o a una sala de conciertos. Quién puede entonces extrañarse de que esa
labor oscura a la que los artistas les dedican la vida y que no es otra que
formarse durante años para expresar con precisión lo que nos constituye por
debajo de la piel, de los músculos y la osamenta, esa materia intangible que
son los sentimientos, esa urdimbre de emociones y desasosiegos que teje el
talento y el oficio del creador, quién puede extrañarse, repito, de que por ese
esfuerzo se manifieste tan poco aprecio si apenas ha salido de la manos que lo
gestan queda impunemente expropiado. Hay una expresión que describe bien por
qué se sigue escribiendo o componiendo: “por amor al arte”. Se suele referir
así lo que se hace sin esperar recompensa alguna. Pero debe recordarse que esa
ceguera en la que nos sumimos cuando amamos no dura indefinidamente. Y que por
mucho que una inclinación artística nos vuelque sobre el papel, la guitarra, el
lienzo o el escenario, la dignidad siempre deberá embridar el generoso impulso
de compartir cuanto se crea, porque de lo contrario se terminaría haciendo la
calle por razones humanitarias. Son nuevos tiempos, dicen, y han de ser
ingeniados nuevos canales para la comercialización de la producción cultural.
Cuando eso se esgrime como solución, se está absolviendo implícitamente el
latrocinio: al asaltado, presumiéndosele el pecado de la vanidad, se le
previene con cuidarse de mostrar públicamente su mercancía, so pena de que ese
atrevimiento conlleve la penitencia de un robo consentido, ante el que no debe llamar
a las puertas de la justicia persiguiendo se repare el expolio, sino que, como
en los territorios recién colonizados del Far West, ha de procurarse por si
mismo la defensa. Ese menosprecio social a los creadores se manifiesta en
escalas muy diversas: desde el sarcasmo con que se acogen en determinados
ámbitos institucionales o periodísticos las posiciones de los artistas sobre
decisiones de índole política a la displicencia con que se trata a los jóvenes
músicos o actores, a los que tantas veces se les ve como meros bufones
ocasionales, a los que se les pide trabajo a cambio de nada, a los que se les
escatima en los escenarios hasta un vaso de agua. La utilidad con la que todo
se mide para valorar su mérito tiene demasiado a menudo miras muy cortas. De
qué nos sirve ese tiempo libre o vacacional al que aspiramos a cambio de
nuestro trabajo sino para disfrutar de ciertos placeres que sólo se apreciarán
en todos sus matices cuanto mayor sea nuestro bagaje cultural. Sin ese
acompañamiento de lecturas, de música, de cine, de arte, en fin, en todas sus
expresiones, posiblemente nuestras aspiraciones fuesen sólo el acopio material
de bienes fungibles, el prestigio de la ostentación. Decía Charles Chaplin que
la “la vida puede ser bella si no se la teme. Sólo se necesita valor, imaginación
y un poco de dinero”. Los artistas no temen la vida, es su material de trabajo.
La desafían con talento. Su obra nos la vuelve además más bella. Pero, a cambio,
precisan de la dignidad que sólo puede ofrecerles el comercio justo de lo que
crean y el respeto de la sociedad en la que y por la que trabajan.
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