Quién
llamaría candilejas a esas potentes luces que cambian de color e intensidad al
ritmo vigoroso de una banda de rock sobre un escenario. Y sin embargo, no son
más que una proyección amplificada de las antiguas lámparas de aceite con las
que se iluminaban los teatros. Bajo el halo de esa llama siguen subiéndose al
escenario actores y músicos. Nos han hecho felices y mejores a lo largo de la
historia. Han sido nuestras dudas, nuestras culpas y remordimientos, nuestra conciencia,
nuestra alegría, nuestra voz cuando ni aliento nos quedaba, el arrojo en los
días mancillados. Siempre han encontrado la palabra justa que nos faltaba, que
temíamos pronunciar, que no sabíamos articular ante el miedo, frente al poder o
en el amor. Pero antes de pisar el teatro, de arrancar un concierto, de
exponerse a los ojos escondidos en la oscuridad del espectador, a su juicio,
han bregado horas, días, años, en la sombra de sus ensayos, contra el veredicto
incierto de los espejos. Han modulado voces, encallecido sus manos intérpretes,
fatigado sus músculos en la danza o en la exclamación. Y en la mayor parte de
las ocasiones a cambio de la escasa soldada con la que se recompensa no el
arte, sino un entretenimiento apenas valorado. Nos hemos malacostumbrado a la
gratuidad de la cultura: tenemos a nuestro alcance, y a cambio de nada, música,
cine o literatura. No sólo ya no hay que pagar por todo este caudal de creación,
sino que ni tan siquiera se nos requiere a cambio el mínimo esfuerzo de salir
de nuestra casa y acercarnos a una sala de proyección, a una librería, a un
teatro o a una sala de conciertos. Quién puede entonces extrañarse de que esa
labor oscura a la que los artistas les dedican la vida y que no es otra que
formarse durante años para expresar con precisión lo que nos constituye por
debajo de la piel, de los músculos y la osamenta, esa materia intangible que
son los sentimientos, esa urdimbre de emociones y desasosiegos que teje el
talento y el oficio del creador, quién puede extrañarse, repito, de que por ese
esfuerzo se manifieste tan poco aprecio si apenas ha salido de la manos que lo
gestan queda impunemente expropiado. Hay una expresión que describe bien por
qué se sigue escribiendo o componiendo: “por amor al arte”. Se suele referir
así lo que se hace sin esperar recompensa alguna. Pero debe recordarse que esa
ceguera en la que nos sumimos cuando amamos no dura indefinidamente. Y que por
mucho que una inclinación artística nos vuelque sobre el papel, la guitarra, el
lienzo o el escenario, la dignidad siempre deberá embridar el generoso impulso
de compartir cuanto se crea, porque de lo contrario se terminaría haciendo la
calle por razones humanitarias. Son nuevos tiempos, dicen, y han de ser
ingeniados nuevos canales para la comercialización de la producción cultural.
Cuando eso se esgrime como solución, se está absolviendo implícitamente el
latrocinio: al asaltado, presumiéndosele el pecado de la vanidad, se le
previene con cuidarse de mostrar públicamente su mercancía, so pena de que ese
atrevimiento conlleve la penitencia de un robo consentido, ante el que no debe llamar
a las puertas de la justicia persiguiendo se repare el expolio, sino que, como
en los territorios recién colonizados del Far West, ha de procurarse por si
mismo la defensa. Ese menosprecio social a los creadores se manifiesta en
escalas muy diversas: desde el sarcasmo con que se acogen en determinados
ámbitos institucionales o periodísticos las posiciones de los artistas sobre
decisiones de índole política a la displicencia con que se trata a los jóvenes
músicos o actores, a los que tantas veces se les ve como meros bufones
ocasionales, a los que se les pide trabajo a cambio de nada, a los que se les
escatima en los escenarios hasta un vaso de agua. La utilidad con la que todo
se mide para valorar su mérito tiene demasiado a menudo miras muy cortas. De
qué nos sirve ese tiempo libre o vacacional al que aspiramos a cambio de
nuestro trabajo sino para disfrutar de ciertos placeres que sólo se apreciarán
en todos sus matices cuanto mayor sea nuestro bagaje cultural. Sin ese
acompañamiento de lecturas, de música, de cine, de arte, en fin, en todas sus
expresiones, posiblemente nuestras aspiraciones fuesen sólo el acopio material
de bienes fungibles, el prestigio de la ostentación. Decía Charles Chaplin que
la “la vida puede ser bella si no se la teme. Sólo se necesita valor, imaginación
y un poco de dinero”. Los artistas no temen la vida, es su material de trabajo.
La desafían con talento. Su obra nos la vuelve además más bella. Pero, a cambio,
precisan de la dignidad que sólo puede ofrecerles el comercio justo de lo que
crean y el respeto de la sociedad en la que y por la que trabajan.
2 comentarios:
Puede que un día suene la flauta y las cosas no sean así. De momento es lo que hay.
Feliz entrada al otoño.
Me temo que la tendencia es la contraria. Mal lo tienes quienes en el futuro pretendan vivir de su talento. Y peor quienes quedemos huérfanos de ese talento. Haxa salú, Enka.
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