lunes, septiembre 30, 2013

La rendición

En los informativos le dan la bienvenida al otoño. Al soplar la brisa en los parques, vuelan las primeras hojas secas. Pero continúan, sin embargo, los días luminosos. El sol. El resplandor sobre la hierba. En las madrugadas laborales, y después de salvar el tráfico malencarado de la ciudad, la recompensa aguarda en las carreteras secundarias, en las villas afanadas en la rutina diaria y perezosa, en los pueblos tomados por los sonidos previsibles, por el acompañamiento de los animales domésticos y de los pájaros familiares, en las playas abandonadas a la soledad de las mareas
Aparqué siendo aún casi de noche en el embarcadero. Me encaramé sobre las maderas ruinosas, paseé por el limo de los juncales, me acerqué a los precarios galpones de los pescadores. El día se subía a los hombros de Soto. Empezaba a mirar desde esa altura la corriente quieta del estuario. Por el puente transitaba de vez en cuando un coche con los faros encendidos. Dejaba una estela de luz difusa entre la niebla y de ruido apresurado sobre el asfalto. Una sombra lejana cuidaba de un sedal lanzado desde los pretiles. Las barcas estaban tan quietas que el agua parecía sólida. En la orilla opuesta y cauce arriba, Muros se encendía como una bombilla de tungsteno.  Su filamento  quemaba la torre de la iglesia. El río todavía guardaba el frío de las horas apagadas. La promesa de sol se iba emparrando en lo alto como las uvas.  Traté de fijar con la cámara fotográfica esa hora fronteriza, el contraste entre la oscuridad desapacible y el despertar de las luces, entre el azul aturdido y el naranja risueño. Esa rendición de breda en que la noche, antes de refugiarse en lo más hondo del río, entrega al claror las llaves del día arrodillada entre los muelles y sus lanzas de madera.

viernes, septiembre 06, 2013

Alumbramiento

Durante el breve tiempo en que se alumbran algunos de los días, el mundo parece que se levantara sobre brasas, igual que los rincones devueltos a la vida por el fuego. Hasta tiene en esas mañanas el aspecto inaugural de un nido resguardado. El semblante confiado de quien bebe en compañía. La quietud de quien posa sin recelo. El silencio rítmico de las mareas apaciguadas. La apariencia de una ciudad hospitalaria. Y el sol clemente de las orillas orientadas a los cielos del Norte.

domingo, septiembre 01, 2013

Lejos y sin prisa

Para alargar la ilusión del verano, para pensarse aún de vacaciones, nada mejor que viajar temprano hasta algún lugar desconocido o casi olvidado. Mientras siguen los días de sol,  y los cielos polarizados, y el aire limpio, y la mar en calma, no cansa conducir en la certeza de que al cabo de los tramos finales de una carretera angosta nos aguarda un rincón memorable. El sábado sobre la cala a la que llegamos caían los maizales crecidos, verdes y espesos. Remontando la vista sobre el curso del río se alcanzaban reverberantes en el mediodía los tejados de pizarra del pueblo cercano. El nordeste ventilaba esa parte del mundo igual que si se hubieran abierto las ventanas a las corrientes. La mar estaba fría, como sin estrenar. Nos acordamos de que unos cuantos años atrás arrancamos con los niños llámpares a ese pedrero. Ya no viajan con nosotros y a ratos los añoramos como al tiempo que los ha crecido y vuelto casi hombres. A la entrada del arenal, encastillado en juncos, un chiringuito con bandera pirata nos presta sombra. Leemos el periódico y por encima de sus páginas pasa un velero sobre el horizonte con las velas tan hinchadas como las mejillas de un trompetista. Por un momento, la vista puede saltar desde las guerras al paraíso con un imperceptible movimiento de cabeza. En los fogones bucaneros se brasean atunes y navajas. Hierve el café en el puchero. Un cigarrillo nos humea entre las manos. Aletean en el aire como pájaros de paso los olores de un día de verano que transcurre como si estuviéramos muy lejos y sin prisa.