En
los informativos le dan la bienvenida al otoño. Al soplar la brisa en los
parques, vuelan las primeras hojas secas. Pero continúan, sin embargo, los días
luminosos. El sol. El resplandor sobre la hierba. En las madrugadas laborales,
y después de salvar el tráfico malencarado de la ciudad, la recompensa aguarda
en las carreteras secundarias, en las villas afanadas en la rutina diaria y
perezosa, en los pueblos tomados por los sonidos previsibles, por el acompañamiento
de los animales domésticos y de los pájaros familiares, en las playas
abandonadas a la soledad de las mareas
Aparqué siendo aún casi de noche en el embarcadero. Me encaramé sobre las
maderas ruinosas, paseé por el limo de los juncales, me acerqué a los precarios
galpones de los pescadores. El día se subía a los hombros de Soto. Empezaba a
mirar desde esa altura la corriente quieta del estuario. Por el puente
transitaba de vez en cuando un coche con los faros encendidos. Dejaba una
estela de luz difusa entre la niebla y de ruido apresurado sobre el asfalto.
Una sombra lejana cuidaba de un sedal lanzado desde los pretiles. Las barcas
estaban tan quietas que el agua parecía sólida. En la orilla opuesta y cauce
arriba, Muros se encendía como una bombilla de tungsteno. Su filamento
quemaba la torre de la iglesia. El río todavía guardaba el frío de las
horas apagadas. La promesa de sol se iba emparrando en lo alto como las
uvas. Traté de fijar con la cámara
fotográfica esa hora fronteriza, el contraste entre la oscuridad desapacible y
el despertar de las luces, entre el azul aturdido y el naranja risueño. Esa
rendición de breda en que la noche, antes de refugiarse en lo más hondo del
río, entrega al claror las llaves del día arrodillada entre los muelles y sus
lanzas de madera.