Para alargar la ilusión del verano, para pensarse aún de vacaciones, nada mejor que viajar temprano hasta algún lugar desconocido o casi olvidado. Mientras siguen los días de sol, y los cielos polarizados, y el aire limpio, y la mar en calma, no cansa conducir en la certeza de que al cabo de los tramos finales de una carretera angosta nos aguarda un rincón memorable. El sábado sobre la cala a la que llegamos caían los maizales crecidos, verdes y espesos. Remontando la vista sobre el curso del río se alcanzaban reverberantes en el mediodía los tejados de pizarra del pueblo cercano. El nordeste ventilaba esa parte del mundo igual que si se hubieran abierto las ventanas a las corrientes. La mar estaba fría, como sin estrenar. Nos acordamos de que unos cuantos años atrás arrancamos con los niños llámpares a ese pedrero. Ya no viajan con nosotros y a ratos los añoramos como al tiempo que los ha crecido y vuelto casi hombres. A la entrada del arenal, encastillado en juncos, un chiringuito con bandera pirata nos presta sombra. Leemos el periódico y por encima de sus páginas pasa un velero sobre el horizonte con las velas tan hinchadas como las mejillas de un trompetista. Por un momento, la vista puede saltar desde las guerras al paraíso con un imperceptible movimiento de cabeza. En los fogones bucaneros se brasean atunes y navajas. Hierve el café en el puchero. Un cigarrillo nos humea entre las manos. Aletean en el aire como pájaros de paso los olores de un día de verano que transcurre como si estuviéramos muy lejos y sin prisa.
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