Como tantas veces, mi única certeza es la incertidumbre. Cada vez que un suceso trágico golpea nuestra conciencia, un cruento sucedido que tiene responsables humanos y víctimas inocentes, apelamos a la sensibilidad y buscamos nuestro distanciamiento del crimen y sus ejecutores declarándonos almas compasivas que no albergan siquiera resquicio alguno para la tentación de la crueldad. Pero ni eso me sirve ya. No me ha colocado la vida en ninguna tesitura de venganza extrema. Quién sabe si en ese trance descubriría entonces una naturaleza diabólica en el reverso de mi alma. No sería descartable toda vez que ante las masacres nos vemos obligados siempre a embridar una sed desconocida de reparación urgente. Por eso, entre el asalto de la inclinación al desquite y la apelación a emociones mucho más nobles, se enraíza la duda. La duda que paraliza. Que nos vuelve, además, más vulnerables todavía. Y de la que al ser conscientes, también dudamos. Los gobiernos no se pueden permitir la duda: en situaciones extremas, impulsan la respuesta de quienes, entre los que les votaron, tampoco tienen dudas. Por otro lado, en el idioma de los fanáticos, la palabra “duda” no existe. Desconfío de las vigilias, los himnos de paz, las palabras emocionadas y los funerales religiosos. Temo el zarpazo legal de la venganza. Asisto encogido por el peso de mi incertidumbre a las buenas intenciones (no hacen daño, pero de qué sirven), a las amonestaciones de quienes siempre encuentran más culpa en la víctima que en el verdugo, al despegue de los aviones, al martirio ansiado de los asesinos y a los “daños colaterales” de unos y otros (esa sangre derramada por los inocentes que tan a menudo abona la espiral infinita de las guerras). Confieso que no sé de soluciones, que sólo albergo dudas.
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