El jueves 12 se había uno comprometido a presentar el último libro de Fernando Menénez, Los sueños de las sombras, pero, con gran dolor de corazón [sic], me fue imposible asistir a La Buena Letra, donde se celebraba la puesta de largo de la reciente obra. Esto que sigue era lo que se tenía preparado para la ocasión y que mi amigo Emilio Amor leyó con su habitual solvencia:
Foto de Lucía Vázquez para LNE |
Todos Vds. conocen bien, conocemos
bien, la obra de nuestro amigo, filósofo y poeta con una dilatada trayectoria
de publicaciones editoriales ampliamente difundidas y con otros muchos libros
manuscritos e ilustrados por él mismo que han tenido una vida más recogida, si
bien en ocasiones también han sido motivo de exposición como material no sólo
bibliográfico sino también artístico, que de ambas cualidades pueden presumir.
Licenciado en Filosofía Pura por la Universidad de Salamanca fue profesor y
actualmente está provechosamente jubilado.
Sus primeras publicaciones aparecieron
en revistas como Estafeta Literaria, Cuadernos Hispanoamericanos o Cuadernos del Norte (donde colaboró, por
ejemplo, con sus Apuntes sobre el
pensamiento de María Zambrano). Y sus libros, alguno colectivo como el Libro
del Bosque, o la mayoría de autoría propia, han ido viendo la luz con
una cadencia constante desde el año 1979, en que se editó Sinfonía interior, hasta
esta obra que hoy damos a conocer. Esa producción ha cultivado las dos
vertientes ya aludidas, la editorial y la artesanal.
En esta última faceta son admirables
sus códices. Con una caligrafía primorosa e incubados por esa vocación
amanuense que le lleva a escribir, ilustrar y copiar poemarios que se revelan
como pequeñas piezas de orfebre. En tiempos de computadoras, impresiones láser,
copisterías y muy asequibles encuadernaciones, Fernando Menéndez posee un
inusual temple monacal, una capacidad de retiro y laboriosidad paciente que le
permiten acometer esas empresas artesanales. He tenido la suerte de ver mis
versos alguna vez en uno de esos libros de tan reducida tirada, manuscritos uno
a uno, concebidos, ilustrados y hasta cosidos por el propio Fernando Menéndez,
y les aseguro que tal deferencia supone un dichoso privilegio. Son libros que
no persiguen el reconocimiento de los suplementos literarios ni tan siquiera un
hueco en los mostradores o escaparates de las librerías, sino que constituyen
el generoso placer de quien comparte con los más íntimos el fruto de su
dedicación a la palabra, por lo que ésta dice y por cómo puede, delicada y
elegantemente, decirse o escribirse.
Por otro lado, su vertiente editorial
está jalonada de publicaciones poéticas y aforísticas a través de las que se ha
labrado un merecido reconocimiento internacional en ese laborioso ejercicio de la
brevedad y la concreción que tiene por resultado los haikus, las breves composiciones
estróficas y, fundamentalmente, el aforismo.
En cuidadas tiradas se ha ido cuajando
la evolución literaria de este profesor de filosofía a quien tanto afecto han
profesado sus bachilleres (y doy fe de ello pues mi hijo tuvo la fortuna de ser
alumno suyo). En su obra poética no solo cuida la precisión de la palabra sino
que indaga a través de ella, teniendo en lo breve, como ya se ha apuntado, un
eficaz aliado par esa introspección. Precisamente con el aforismo ha emprendido
la aventura de sus últimos seis libros, todos ellos contenidos, intensos y
hermosos: Biblioteca interior, Dunas, Hilos sueltos, Tira
líneas, Salpicaduras (traducido éste al italiano en 2014, y por el que
obtuvo la Mención de Honor en el Premio Internacional «Torino in Sintesi» per
l´Aforisma) y Artificios.
El aforismo, ha explicado en alguna
ocasión Fernando Menéndez, habita en la frontera de lo literario y lo
filosófico. En ese terreno se mueven los suyos, que, además, persiguen siempre
la ligereza y la ambigüedad a través de una acentuada densidad conceptual, expresada
austeramente en la forma: de modo que se concilian así la riqueza y profundidad
del significado con la concisión del significante. No en vano ha dejado escrito
Fernando en alguna ocasión que “El adorno
es el suicidio del arte”. Además, y siguiendo a Bufalino, sus escritos
aspiran al tiempo a ser los de un censor implacable de los vicios del mundo que
nos ha tocado en suerte.
Y no otra, creo, es la inspiración que
alienta las declamaciones de ese coro trágico, aforístico, que mantiene el
pulso ético del libro hoy presentado. Los sueños de las sombras tiene una
ambiciosa estructura que combina la voz de cuatro clásicos griegos, Esquilo,
Sófocles, Eurípides y Píndaro, presentados, cada uno, a través de una composición
poética que resalta, con sobriedad quirúrgica y versos delicados, los rasgos
que los distinguieron en lo vital o lo creativo, y que los asocian, en cada
caso, a una estación del año.
Los poemas que encabezan la
rememoración de las figuras literarias aludidas son, siguiendo con la analogía
de lo helénico, como el tímpano de un templo, faro y advocación, y se levantan
sobre una columnata sólida constituida por las escogidas citas de esos autores
griegos, por los coros aforísticos —auténtica voz moral de la obra— y por
fragmentos extraídos de unos supuestos papiros que pertenecen a lugares —Gela,
Colona, Pela y Tebas— donde vivieron, crearon o murieron los cuatro escritores
citados, extractos en los que la naturaleza se convierte en la principal
protagonista.
Dice Carlos Vara en su esclarecedor
prólogo a Los sueños de las sombras que el más reciente libro de Fernando
Menéndez es un diálogo poético y dramático. Es
diálogo porque son varias las voces que acuden a sus páginas: tanto las de los
diversos registros del autor como las de los autores sobre los que se
constituyen las cuatros partes. Es poético, porque su sustancia expresiva es
básicamente poética. Y, por último, es dramático porque el autor ejerce como
corifeo, dirigiendo el desarrollo coral de una obra de inspiración trágica y
apuntando, a la vez, sus asuntos esenciales.
Y dice también que es un libro
necesario porque viaja al origen de lo que somos: “nietos de una herencia griega que la incompetencia y los intereses
privados nos arrebatan cada día”. Por eso se hace preciso echar la vista
hacia atrás y poner el presente en perspectiva. Y vernos en ese ámbito como el
sueño de una sombra, según decía Píndaro en el verso que cierra el libro
aludiendo a la naturaleza incierta del hombre. Ese hombre que según canta el
coro aforístico “avanza errando y
sospechando”, “transforma la vida en
una metáfora de la duda” y “siente el
agudo cansancio de lo incierto”.
El poeta evoca a los clásicos helenos,
deja luego que hablen con su propia voz, y al hilo de lo que dicen, el coro
interviene sentencioso, firme, querellándose con la dura realidad y la
desmemoria, mientras de fondo, la naturaleza graba poéticamente su ciclo
imperturbable, estacional, sobre los papiros.
Así se ha escrito Los sueños de las sombras,
aunque Fernando, con el que ahora les dejo, seguro que hará una lectura mucho
más personal, rica y precisa de su propia libro, en el que tanto y tan bien ha
trabajado.
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