Las campanillas de la puerta, una mezcla de metal ligero y madera
hueca, deberían anunciar a quienes traspasan el umbral de la casa. A la casa no
ha llegado nadie y las campanillas, sin embargo, suenan al compás de las
ráfagas de viento. Un nordeste tardío, casi crepuscular, que mantiene el sol a
salvo de las nubes. Todo el día, sin embargo, ha venido opaco. Apenas se
revelaban los volúmenes en el paisaje. Casi ni tonalidades le sacaba la luz a
los verdes.
Cerca de Os Teixois, el bosque era una mancha espesa, continua, como
una pincelada cargada por un torpe pintor al óleo. El ramaje se cernía incluso
sobre la carretera como el mordisco voraz de una naturaleza creciente. El molino
levantaba desde sus muelas un polvo que suspendido en la penumbra era como el
poso repentinamente revuelto de una estancia deshabitada. Sobre el banzado
flotaba una isla vegetal florecida en blanco: la cabellera adornada de
jazmín de una Ofelia de aldea. En la fragua se avivaron los rescoldos e
incandesció el hierro. Luciérnaga en las tenazas del herrero. Taxidermia bajo
la percusión del mazo. Ya en las playas de Barreiros, la brisa gris de la tarde
volvía desapacible el arenal. Más que los días inaugurales del verano, parecían
su despedida. En Rinlo había un silencio laborioso, recogido puertas adentro.
Un sigilo al que vino a golpear en los cristales el ala de un sol postrero
que afiló la torre de la iglesia y dio color a las hortensias. Sentados en la
terraza de una taberna bebimos un vino blanco frío. Media docena de niños
jugaban cerca sin demasiado alborozo. Las campanillas de la puerta ya no
suenan. Se ha apaciguado también el aire. El último sol se deja ir pizarra
abajo, por el tejado de esta casa que nos acoge. Después de cenar,
cubrirá de nuevo las playas de la ría una hora azul casi sin pulso que todo lo tiñe
—cielo, mar, arena— con un intenso color de calma.
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