Entre prendas sucias y arrugadas, muy en el fondo de la maleta como el órgano aún caliente de un trasplante, traía mi hijo desde Chicago su pequeño tesoro cosmopolita. Se refirió a él con preocupación cuando lo recibimos en el aeropuerto: espero que haya llegado bien, lo envolví con toda la ropa que pude. Llegó, así fue, en perfecto estado. Salvó el océano, el maltrato de las bodegas de los aviones y de las cintas trasportadoras. Y sonó en el tocadiscos con ese roce de otro tiempo que las agujas y el polvo le ponen a la música. Ese vinilo tiene casi mi misma edad. Supongo que a los ojos de mi chaval empiezo a ser casi un viejo. Y sin embargo, él escucha esas canciones que llevan sobre sus letras los mismos años que cargo yo sobre mis hombros, con la atención que se le pone a todo lo que supone un descubrimiento y se antoja fresco y vigoroso. Mira, además, esa portada a contraluz, tomada en la esquina de Jones y West 4th del Greenwich Village neoyorquino, en invierno y con una luz sucia al fondo, con una extraña familiaridad, la que permite que una cámara le robe al tiempo su poder de erosión y detenga para siempre en una edad temprana a quienes eran por entonces sólo un poco mayores que él ahora, a quienes visten no demasiado distinto a como a él le gusta, y a quienes se arriman uno a otro con el cariño absoluto que sólo se goza y se padece en ese tramo escaso de la vida. Suzanne Rotolo era esa chica envidiable que sale en la portada. Novia de Dylan cuando les tomaron esa foto para The Freewheelin. Hija de unos emigrantes comunistas italianos, fue educada en la batalla por los derechos civiles. Cuando Dylan se enamoró de ella —lo cuenta en sus memorias, Chronicles— era un tipo apenas pulido y que acababa de llegar a Nueva York desde la profunda Minnesota. Aunque ella era más joven, tras mudarse a vivir juntos, influyó poderosamente sobre el cantante, quien se empapó de una conciencia social de la que luego bebieron sus letras. "Desde el primer momento en que la ví no pude quitarle los ojos de encima, ella era la cosa más erótica que jamás había visto. Era muy hermosa, con la piel y cabello dorados y de sangre italiana. Empezamos a hablar y mi cabeza comenzó a girar". Suena el disco en el salón y me despierta una punzada de nostalgia. La de una música vieja, la de una edad perdida, la de un aliento para el que no queda fuelle en el pecho, pero que alguien próximo y querido se empeña, según parece, en sostener con los acordes todavía entre alfileres de unas canciones eternas.
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