domingo, enero 04, 2009

Occidente

Occidente, Juan Carlos Gea. Trea, Gijón, 2008. 87 pp. 12 €.

Cuántas veces los hispanistas nos han desvelado lo que apenas sabíamos de nuestro país, con cuánta pasión investigan su historia. Pues bien, sepan que no es menor la que pone Juan Carlos Gea en su ciudad de adopción con Occidente. Aquí llegó desde su Albacete natal en 1993. Le oí comentar en una entrevista radiofónica que lo recibió una lluvia persistente, un prolongado cielo gris. Nada nuevo. Se trataba, me temo, de esa acuarela que tan a menudo desarbola el ánimo del visitante y de la que siempre nos quejamos los de aquí a pesar de que, finalmente, acaba siendo el plasma mismo de nuestras añoranzas. Este libro se levanta sobre la ciudad de Gijón aun sin nombrarla más que a través de esos pilotos de barcos extranjeros para los que “Cuesta menos amar este lugar o detestarlo / que pronunciar su nombre; / en sí mismo, una doble empalizada / velar-sordo-fricativa. Un fonético fielato”; por lo que cuando intentan ponerse al pairo de su puerto entonan una incomprensible plegaria sólo apta para oídos de radiotelegrafistas: “Hihon pilots, Hihon pilots”.

Gea mantiene las maneras discursivas que caracterizaron su libro anterior, El temblor, una escritura digresiva que parece alejarse por momentos, como en los solos jazzísticos, del tema principal y que sin embargo vuelve a él tras transitar por referencias paralelas, tras mantener un pulso interpretativo con ritmo casi de galope y según una arquitectura que se desvela finalmente bien trabada. Aquel libro, como ahora Occidente, recrean materializaciones del mal a lo largo de la historia. El temblor contaba el terremoto que sacudió Lisboa en 1755. Occidente, a la vez que se pasea por la ciudad desde la que se escribe, se afana en una cata alegórica de su pasado, buscando en los estratos sobre los que nos asentamos “el coro de las osamentas trituradas”, ese desasosiego desesperanzado que amenaza ruina. Para el autor, el final de la historia no es el que se imaginó Hegel en Jena, o más tarde Marx o recientemente Fukuyama. Este capítulo último de la historia que nos cuenta Gea tiene que ver más bien con el propio título de la obra, con esa palabra que es “Una misma palabra / para el sol al ponerse y es borde del mundo. / Para aquello que está / desplomándose en la tierra. Que se hunde. / Lo que va para la ruina. / Lo que expira y decae, y quien muere o es muerto. / O quizá esté muriendo / todo el tiempo sin parar, muy lentamente. / Occidens: Occidente”. Y uno de entre los muchos indicios de esta intuición sobre la que gira el discurso de este poemario, la de que nos hallamos en una época terminal, es la invasión de Irak. Este tipo de versificación ensimismada, esa especie de trance frenético en el que más que buscar la precisión de lo escrito por descarte se trabaja en la expresión como tentativa múltiple, ofrece un cauce inmejorable para sumergirse en la hipnosis del horror que toda guerra genera. La parte V se introduce con una cita del Gilgamesh (“y empezó a llover muerte”). Hay en ese apunte una doble intención, ponernos sobre la pista del lugar donde entonces, en la epopeya, como ahora, tras la invasión, se cebó la tragedia: la antigua Uruk, la moderna Irak; y mencionar esa lluvia, la del aguacero mortal, para hablar de otro diluvio abrasivo, el de los bombardeos que asolaron al país.

... y es muy fácil hacer planes a lo grande
sin dejarse distraer por las minucias. Poco importan
los rostros, el calzado, la inocencia,
los relieves del pasado privado o colectivo,
los minúsculos efectos personales,
la maldita compasión, las biografías.


Pero esa es una de entre las varias calas del recorrido. Mencionada ya porque confirma, según lo que se ha apuntado, su intencionalidad última. Conviene, no obstante, exponer, aunque sea someramente, que las otras partes del libro, dividido en seis tramos, van desde las vísperas (la primera) a las completas (la sexta y última). Se ubican, por tanto, en ese espacio temporal que ultima el día, cuando declina la luz y se entonan esos rezos que son ya crepusculares. En la primera parte el paseante mira en el atardecer hacia el puerto, donde los barcos solicitan su atraque. Se reflexiona sobre el propio nombre de la ciudad. Se observa a los paseantes que están de paso por su playa. En el segundo y tercer capítulos se toma como motivo la propia historia bimilenaria de este lugar, a propósito de la cual se empieza a cimentar la alegoría de Occidente. Es el cuarto un descenso a los infiernos que se introduce con un “¡Recobrad cuantos entráis toda esperanza!”, que viene a ser el reveso de lo que Dante colgó a la entrada su averno. Quizás tenga ello que ver con la idea que se expresa más adelante sobre lo que los muertos bisoños dejan en este mundo, la auténtica condena “¿O no es cierto que los más de entre vosotros, si os mentan los infiernos, os sentís como en la casa que acabáis de despoblar?”. Ya se hizo referencia al quinto de los tramos, donde también sin nombrarla —como sucede con Gijón—, y utilizando como referencia constante el Gilgamesh, la escritura se subleva contra uno de los desastres morales de estos tiempos: la invasión de Irak. Finalmente, las completas cierran el día y el libro. El paseante cuenta para dormirse los destellos del faro en la bahía.

He leído Occidente lineal y transversalmente. He dejado en los márgenes de sus páginas un montón de notas. Bajo sus versos muchos subrayados. He buscado explicación en otras fuentes a sus interrogantes, a mis desconocimientos. Porque son muchas las referencias que le emergen y no siempre sabe uno darles al instante la interpretación precisa. No es, por tanto, un libro fácil para lectores exigentes, aunque su hechura rítmica y su desarrollo narrativo permitan también otras lecturas igualmente satisfactorias. Mi lápiz anotó palabras bellas y que ignoraba como “fóvea”. Dio rienda suelta a ocurrencias al hilo de la lectura, como aquella que vio en la trinidad sumeria de los dioses Enhil, Ennugi y Ninurta, trasunto de una triada, terrenal pero iluminada, que tuvo por olimpo las Azores. Y, sobre todo, gozó de muchos versos hermosos, como aquel que habla irónicamente del crepúsculo: “Otro día se va a pique —y sin póliza en Lloyd´s.”; los que observan a los turistas sobre el arenal: “Luego huyen, olvidando / en la arena los puntos / suspensivos de sus huellas / que el Cantábrico borra con presteza de barman / y su mismo gesto ausente / enjuagando la bayeta / en agua de pleamar.”, o aquellos en los que Gea mezcla dos de sus pasiones, la pintura y la poesía, cuando retrata, al final de la jornada, la bandeja de su cena, después de haber mal saciado el hambre: “el pequeño vertedero personal de esta jornada, / mondaduras y migajas, envases rebañados, cuerpos blandos / apilados en el margen / de los platos como una tumefacción / aguardando el reciclaje, superpuestos / en un plano de horizontes indistintos / y fluidos estancados —como un cuadro de Gorky / derramado sobre uno de Tanguy”.

Uno tan sólo le pondría un pero a lo leído, un desacuerdo más bien íntimo y que tiene que ver con una afirmación que en el libro se hace al respecto de la inutilidad de la literatura como consuelo: “pura literatura. Que fracasa, como toda, / cuando busca dar consuelo”. Alguno nos procurará, querido Gea, cuando andamos de continuo en su busca tras de ella.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Casi no sé quién eres, aunque te supongo. Te he encontrado por esa vanidad de meter el nombre de uno mismo en el buscador universal, y al tiempo me he encontrado a mí mismo, como si a través de lo que dices mi vida, a1quella, fuera cierta (tan rara y desvirtuada a base de contarla). Hace unos días que ha muerto mi padre y mi vida ha cambiado. Es extraño que tenga que colgar estas palabras en la entrada que trata del poema de mi amigo Gea, que tanto disfrutamos en su presentación.

Javier de la Fuente Galván

Anónimo dijo...

La disgresión obliga a pensar, enlazar los aparentes saltos. Me gusta porque el lector despistado, que lee para huir o relajarse, debe concentrarse para tomar conciencia absoluta del discurso.
¿Cuántas veces hemos preguntado de qué va el libro, sin recibir una respuesta coherente?

"Un pueblo que quiere ser feliz no ha de menester las conquistas."
Y eso ya lo decía Plutarco hace 2000 años. Imagínate la de lustros que han pasado, tantos como guerras y conquistas.

Lula Fortune dijo...

¡¡¡Mis mejores deseos para el 2009!!!