Después de la lluvia del sábado, volvió el sol de
nuevo en la mañana del domingo. Pero hacía frío a la sombra y de las esquinas empezaba a colgarse
la humedad del invierno. Su costra tenaz y sus noches largas. Por los caminos
del botánico se mezclaban el barro y las hojas. El río bajaba ruidosamente
impetuoso. Bajo la fronda, incluso bajo la más desnuda, no venía mal subirse
los cuellos del abrigo.
No obstante, aquí y allá, pequeñas bayas de un rojo
intenso salpicaban de vida amotinada la desolación de los jardines. El espino
albar, el acebo, ciertos rosales. El rastro en cobre del vuelo de los
petirrojos. La combustión del arce. Y algunas setas de color brasa encendiendo
un fuego amigo en medio del bosque más umbrío. Sobre el estanque se aletargaban
las navegaciones. Un caos de hojas a merced del agua. La copa extendida de un
árbol injertado de otros muchos árboles.
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