Viernes al sol. Esa tibieza de otoño suave pica en
la piel como el deseo. Te echa al monte. Persigues carretera arriba un
trampolín sobre el que impulsar tus pasos y te descubres enseguida caminando
bajo unos pinos altos, de copa inalcanzable, de tronco esbelto, oscuro y
desnudo. Y enseguida, dejado atrás ese bosque inicial, el paisaje te ralentiza.
Porque la belleza, a veces, es capaz incluso de coagular el gesto, y hoy ese
decorado que alcanzo de pronto, diluido ligeramente por la luz espesa de la
mañana, empastado como todo lo que se acerca al ojo desde las grandes
distancias y constituido por una geología constreñida, estrujada por los dioses
en una verticalidad de aristas poderosas, en una papiroflexia titánica y
sobrecogedora, se levanta como, los
sueños, por encima de la niebla de las primeras horas y se revela, entonces, como
una Atlántida emergida sólo para este caminante paralizado.
Recuperado el paso, avanzo con la pereza del que sabe que yéndose está alimentando ya con su marcha una irremediable melancolía que es queja por la pérdida de lo que se ha descubierto con asombro y se nos va o se abandona, de lo que se nos ha dado generosamente a cambio de nada, o de lo que nos ha curado como por ensalmo. Y en ese tránsito hacia la cumbre, bendecido por el azul de los cielos, me afano en fijar los perfiles superpuestos de los cordales, la intensidad degradada de su sombra transida de calima. He llegado desde el recogido ámbito de un apartamento urbano, desde el trazado angustioso de un callejero. No debe extrañar que esa bofetada de inmensidad trastorne mi atención, la hipnotice durante un largo trecho. Justo hasta que la fatiga me devuelve hacia dentro, justo hasta que el esfuerzo me trae desde lo que no alcanzo más que forzando la vista y me tiene suspendido en lo alto como a las aves, hacia el latido interno que de pronto me humilla con su resuello. No soy nada más que un hombre fatigado que sube un pico y al que un paisaje hermoso como pocos lo ha mantenido alejado por un rato de las miserias de toda extenuación.
Recuperado el paso, avanzo con la pereza del que sabe que yéndose está alimentando ya con su marcha una irremediable melancolía que es queja por la pérdida de lo que se ha descubierto con asombro y se nos va o se abandona, de lo que se nos ha dado generosamente a cambio de nada, o de lo que nos ha curado como por ensalmo. Y en ese tránsito hacia la cumbre, bendecido por el azul de los cielos, me afano en fijar los perfiles superpuestos de los cordales, la intensidad degradada de su sombra transida de calima. He llegado desde el recogido ámbito de un apartamento urbano, desde el trazado angustioso de un callejero. No debe extrañar que esa bofetada de inmensidad trastorne mi atención, la hipnotice durante un largo trecho. Justo hasta que la fatiga me devuelve hacia dentro, justo hasta que el esfuerzo me trae desde lo que no alcanzo más que forzando la vista y me tiene suspendido en lo alto como a las aves, hacia el latido interno que de pronto me humilla con su resuello. No soy nada más que un hombre fatigado que sube un pico y al que un paisaje hermoso como pocos lo ha mantenido alejado por un rato de las miserias de toda extenuación.
De regreso, después de reposar en lo más alto, de
voltear la moneda y alcanzar un reverso de costa en bonanza y playas cuidadas como
cutículas, de retratarme en un hito geodésico confirmando así una pequeña gesta
de la voluntad, el cansancio de los músculos y de los párpados me orienta ahora
ya no hacia el horizonte sino hacia las orillas. Sobre ellas se levanta hasta la
más inalcanzable cima. Igual que se levanta sobre el más pequeño de los pasos, todo
itinerario: paseo o vida.
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