Hasta que las nubes ocultaran por hoy el sol, leía uno a la sombra, arrimado al muro de hiedra y mirto. Llevo un par de días enfrascado en los relatos de Jhumpa Lahiri. Me hice con su Tierra desacostumbrada después de que en un artículo de Babelia, Carlos Boyero lo recomendara vívamente -ahora puedo confirmar que con acierto-. Chema, el librero, me apuntó que tras esa mención en el periódico, el libro está viviendo una especie de relanzamiento dos años después de que se publicara en nuestro país. Me gustaría escribir con calma sobre estos cuentos cuando los acabe. Son como variaciones de unos cuantos mismos temas: el amor, la familia, el desarraigo. Bengalíes empeñados en que sus hijos triunfen en los Estados Unidos, pero al tiempo, en no perder su identidad, la urdimbre con que los ata el parentesco, las tradiciones que les recuerdan de dónde vienen, su lengua, sus costumbres, su comida, sus vestidos. Y todo ello narrado con esa aparente facilicidad de la buena literatura. Lectura adictiva, emocionante, envidiable.
Foto de Pañeda |
Ayer hice pastel de calabacín. Habíamos estado en el valle de Guimarán. Está cerca y sin embargo tiene algo de recóndito. Se toma la carretera que conduce a Candás y a la altura de lo más gris, de lo más sucio, de lo más descuidado, del trayecto más industrial, en el hito mismo que levantan las enormes chimeneas de la térmica de Aboño, se gira hacia el oeste y en unos pocos kilómetros el paisaje se vuelve casi milagroso. Fértil, hondamente rural, tendido entre las suaves estribaciones de Prendes y Areo, con el monte Gorfolí al fondo. El prado de R. está escondido. Protegido del norte por una sebe de moreras enmarañadas y abierto todo el resto al arco solar. Se llega por un camino terrero. En el huerto crecen judías, zanahorias, tomates, patatas, pimientos, cebollas, puerros, lechugas y calabacines. R. ganó hace nada un premio que la consagró como la mejor horticultora del valle. En cuanto puede se escapa hasta ese su rincón. Poda, siembra y riega muy al atardecer. Allí pasamos unas cuantas horas. Merendamos, bebimos sidra y tomamos café cubano. Volvimos cargados de verduras. Para cocinar el pastel se pocha cebolla muy picada y calabacín en trozos menudos y con algo de piel. Por otro lado se baten huevos, una cucharada de aceite, unos puñados de harina, levadura, nuez moscada y sal. Se une todo y se hornea.
Empieza a refrescar. Habrá que retirarse. En otro tiempo, me molestaba que por aquí el cielo frunciese tan a menudo el ceño. Ahora, sin embargo, agradezco estas treguas en el verano (casi hasta las más prolongadas). Queda pastel aún en casa. Y cerveza. Y más de cien páginas aun hasta el final del libro de Jhumpa Lahiri. No es mal plan para el resto del día.
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