Aquella cita de Faulkner que
hablaba de que un paisaje se conquistaba con la suela del zapato y no
visitándolo en automóvil, suele dar mucho juego como introducción a cualquier relato
montañero. Uno, en cambio, cree más bien que no debe
llegarse a los paisajes con afán posesorio nunca, ni a pie ni en coche, sino siempre con
la humildad de quien está de paso, de quien sabe que para ese pedazo de mundo admirable
que visita se es tan sólo poco más que una mota de polvo en el aire, minúscula
y vertiginosamente frágil. Quizás no esa esa manera sumisa de estar
sobre lo mejor de la tierra más que un reflejo del desasosiego que me puede
ante cualquier panorámica inabarcable, sea tormenta, océano o precipicio. El
sábado, sobre la cima alcanzada después de una ruta de más de cinco largas
horas de caminata, el paisaje era tan grandioso como sobrecogedor. Al final del
vacío, más de mil metros por debajo de nuestros pies, un minúsculo caserío
reposaba en el extremo sur de la garganta por donde trascurría lo que sabíamos
era un río y desde allí parecía tan sólo el hilo retorcido de un orfebre. En la ruta, uno de los chavales, no sabiendo de las costumbres en la
montaña, había echado abajo la pequeña arquitectura de un jito, esas pirámides
de piedra y aire que guían al caminante —creía que se trataba del capricho
ocioso de quien haciendo alto en el camino se había entretenido apilando
pedruscos—. Le hicimos saber su error y le hablamos de que era importante
conservar esas señales orientantivas. Al bajar de la montaña la niebla se nos
echó encima de repente. Tan sobre los hombros que pesaba como los malos
presagios. En medio de la caliza y de ese aliento húmedo de las alturas nos
reconocimos perdidos. Antaño, la niebla volvía igual de oscuros los caminos de la
mar que los de la montaña. Sólo la luz de los faros orientaba entonces a las
naves y sólo los jitos devolvían la calma al descarriado en las cumbres. En nuestra
excursión los jitos fueron lazarillo. Cada vez que alcanzábamos uno, nos
desplegábamos en círculo en busca del siguiente. El grito del que lo hallaba
guiaba al resto. Llegamos así al refugio. En el camino, el mismo chaval que
había derruido a la mañana y bajo la luz generosa del sol una de aquellas
construcciones que creyera meramente ornamentales, se fue afanando en la niebla
por añadirle más piedras y altura a cada
uno de los jitos encontrados. Algo se había aprendido.
1 comentario:
El españolito es lento, pero en muchas ocasiones aprende de los errores cometidos ¡Entrañable relato! Parezco gafe, te había anunciado la niebla.
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