¿Cuánto puede medir esta playa? Me hago esa pregunta ociosa abarcando con un golpe de mirada su extensión. He de recordar al volver a casa que puedo comprobar su longitud exacta en una guía sobre el litoral que guardo en la biblioteca. En cualquier caso y a esta hora en que la marea anda a medio camino, creo que la distancia debe de ser de más de doscientos metros. La he recorrido por la orilla de extremo a extremo. Apenas si habrá sobre su arenal un par de docenas de bañistas. Desperdigados, solitarios en sus propios espacios, casi reinos, y dedicados, por tanto, con suficiente intimidad al sol, la lectura, los chapuzones, el paseo o la charla. El día está algo indeciso. Habían pronosticado incluso lluvia. De momento luce el más del tiempo una luz cálida y espesa a la que las nubes le dan una intermitencia que mantiene agradable la temperatura. No se oye más que el latido rítmico del escaso oleaje. A lo lejos pesca una pequeña barca de casco rojo. Sobre la línea del horizonte se levanta la vela de una embarcación que navega muy despacio. Estaba uno leyendo hasta hace un momento una gavilla de relatos titulada Inconvenientes del turismo en Praga y otros cuentos europeos, cuyo autor es Mario Martín Gijón. Debería ser fácil aquí concentrarse en la lectura. Nada altera la paz del aire. Y sin embargo, es precisamente ese sosiego el que me hace dejar en la arena el libro. De pronto, y como eclipsando lo que leo, se me despierta una revelación sobre la que, además, me urge escribir. Una consciencia súbita de que en este lugar tan condenamente hermoso, tan sin ruidos y en el que es posible además sentirse solo, se alcanza la sensación de ser dueño por un rato de la vida. Por eso me imagino como al protagonista de uno de esos cuentos que estaba leyendo, El destierro en Bugibba, regresando mañana de nuevo “a la playa, a mi playa, desolada pero extrañamente acogedora. Imaginando sus olas transparentes dándome la bienvenida. Siento curiosidad por el rostro de la recepcionista cuando le diga que quiero prolongar mi estancia durante otros quince días. Eso sí, en otra habitación, y con vistas al mar. Seré inflexible”.
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