El próximo miércoles, día 1 de agosto, José Ramón Fernández inaugura exposición en el centro Puerta del Mar de San Juan de la Arena.
J. Ramón Fernández (San Esteban de Pravia, 1950) pinta desde muy joven. Desplazado a París en 1973, vive allí durante algún tiempo antes de proseguir un itinerario iniciático por Europa. Trabaja luego en Madrid, con el pintor Juan Gomila. Hace algunas exposiciones tanto individuales como colectivas, pero al cabo de un tiempo, decide apartarse del mundo social del arte, aunque sin renunciar nunca a la pintura. Desde entonces se ha dedicado profesionalmente al diseño de muebles. No obstante, no ha cejado en su vocación creativa con estudios sobre grabado e interés en el diseño gráfico por ordenador. Incluso en los últimos tiempos se ha adentrado en el mundo de la luthería. En fin, que Ramón traspasa de continuo la difusa frontera que tan arbitrariamente se establece a menudo entre lo artesanal y lo artístico, porque sus trabajos tienen la delicadeza de un creador, y sus creaciones el rigor de todo el que conoce bien un oficio. No diré dónde (aspiro a compartir el misterio y hasta su disfrute), pero Ramón se adueñó un día de un rincón del mundo y como un dios refinado le dio a un jardín, su jardín secreto, la forma exacta de los sueños. Allí vive, pinta, talla, lee y es feliz, cuida de las plantas y los colores, oye a José Larralde y hasta él mismo, en ocasiones especiales, nos canta a sus amigos. Hay quien le pregunta por qué no pinta en sus cuadros ese lugar donde tan a menudo es dichoso; un poco a la manera de Monet en Givenchy. Os diré por qué creo que no lo hace: porque se pinta o se escribe sobre lo que se le escapa a nuestra voluntad. Esa inaprensible materia oscura sobre la que no tenemos dominio alguno y que nos recuerda que somos apenas poco más que títeres colgados de una cuerda por la que los artistas trepan, rebeldes, con éxito dispar. Tampoco Monet pintó sólo nenúfares, sino el cambiante matiz de su color, una precursora abstracción donde había mucho más que un estanque. Del mismo modo, Ramón también traspasa los lindes de su jardín. Se adentra en el bosque. Bajo los lubricanes más ardientes o en las noches de luna llena. Y siempre hay en su manera de afrontar la pintura, una suerte de figuración arrepentida, como si se apoyara en la naturaleza (árboles, campos roturados, estanques, nieblas o mares) sólo como un trampolín desde donde emprender una indagación íntima, atormentada o feliz, pero siempre fértil.
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