Amaneció un día espléndido. Se aviaba uno
temprano con el buen ánimo que da el sol madrugador y la ilusión de la correría
por el monte. Vino a ensuciarlo todo, sin embargo, la noticia en la radio de
nuevos cierres patronales. Asusta esta desolación creciente. Cómo no expresar
de algún modo —queja, huelga, manifestación— que la salida no puede seguir
siendo el ahogo ad infinitum. ¿A cuántos de los que están sufriendo en carne
propia lo más cruel de esta crisis se les puede encontrar algún pedazo de culpa
en ella? Y sin embargo la están pagando de modo inversamente proporcional a su
responsabilidad. No es demagogia. Es más bien la única certidumbre que a uno le
cabe en estos tiempos duros. Así que esta huelga consistía en algo tan simple como un
ejercicio de empatía: ponerse en la piel del que no puede dejar de trabajar un
día porque ni tan siquiera tiene días ya de trabajo. En el camino apenas nos
cruzamos tráfico. Infiesto parecía un pueblo fantasma. Camino de Espinaredo el
bosque avistado mezclaba a lo lejos, con un pulso casi impresionista, los más diversos amarillos, ocres y
cinabrios. En La Pesanca lo tapizaba todo la
hojarasca. El río bajaba con alegría. La tierra supuraba una humedad de liquen.
Quizás hubiéramos debido volver a tiempo de unirnos a las marchas convocadas al
final de la jornada, pero las horas transcurren con una clemencia
desacostumbrada en determinados lugares: cuerpos encontradizos, mesas compartidas,
páginas precisas, paisajes soberbios. La huelga nos había condenado finalmente
al infierno. Al río Infierno.
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