miércoles, noviembre 14, 2012

La huelga y el infierno

 
Amaneció un día espléndido. Se aviaba uno temprano con el buen ánimo que da el sol madrugador y la ilusión de la correría por el monte. Vino a ensuciarlo todo, sin embargo, la noticia en la radio de nuevos cierres patronales. Asusta esta desolación creciente. Cómo no expresar de algún modo —queja, huelga, manifestación— que la salida no puede seguir siendo el ahogo ad infinitum. ¿A cuántos de los que están sufriendo en carne propia lo más cruel de esta crisis se les puede encontrar algún pedazo de culpa en ella? Y sin embargo la están pagando de modo inversamente proporcional a su responsabilidad. No es demagogia. Es más bien la única certidumbre que a uno le cabe en estos tiempos duros. Así que esta huelga consistía en algo tan simple como un ejercicio de empatía: ponerse en la piel del que no puede dejar de trabajar un día porque ni tan siquiera tiene días ya de trabajo. En el camino apenas nos cruzamos tráfico. Infiesto parecía un pueblo fantasma. Camino de Espinaredo el bosque avistado mezclaba  a lo lejos, con un pulso casi impresionista, los más diversos amarillos, ocres y cinabrios. En La Pesanca lo tapizaba todo la hojarasca. El río bajaba con alegría. La tierra supuraba una humedad de liquen. Quizás hubiéramos debido volver a tiempo de unirnos a las marchas convocadas al final de la jornada, pero las horas transcurren con una clemencia desacostumbrada en determinados lugares: cuerpos encontradizos, mesas compartidas, páginas precisas, paisajes soberbios. La huelga nos había condenado finalmente al infierno. Al río Infierno.

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