Viajo
de noche. No empieza a amanecer hasta que llego a Castañeras. Monto el trípode
sobre el mirador de la playa. Fotografío la concha que forma la marea entre los
grandes farallones de este rincón de costa. El color de la imagen está
saturado de azules. Hay un cielo sucio. Espeso. Nublado. Aguardo a que se vaya
aclarando, pero apenas si la luz del sol logra filtrar algún tono cálido. Hace
frío. La pleamar rompe con fuerza. Y en el horizonte se adivinan difusamente
los cantiles valdesanos. Bajo por el empinado acceso que lleva a la playa.
Estoy solo. Me siento solo. Miro a mi alrededor y no veo a nadie. Ni por el
camino hay vecinos. Ni en los pedreros, pescadores. Ni en las praderías
próximas, campesinos. Ni en el bosque que queda a mis espaldas se escucha brega
alguna. El único rastro real de gente está muy lejos. En una barca casi
imperceptible que la luz de la mañana desvela a mucha distancia de la costa.
Una barca inquietantemente pequeña en un océano tan violento. En esta soledad
de fotógrafo madrugador y abrigado que busca en la frontera entre la noche y el
día los trampantojos de la luz sobre el paisaje, se me despierta una angustia a
la altura del pecho. Una suerte de sentimiento de abandono en medio de lo
inaprensible. Como si me sintiera a merced de la voracidad de esta pleamar que
retumba insoportablemente en la orilla. ¿Quién llamó a esta playa Silencio?, me
pregunto aturdido por el estruendo de las piedras entrechocadas por las olas.
Cada
vez que intento pisar la playa, una bofetada de espuma me devuelve sobre mis
pasos. Allí abajo, además, los acantilados arrojan el eco intimidatorio de esos
golpes de mar. Por momentos siento el deseo, más que irme, de huir. Un miedo
irracional a que de entre esas olas venga una aún más alta y más violenta que
me zarandee. Me ajusto el gorro de lana sobre los oídos. Amortiguo levemente el
ruido, pero lo que no alivio es la soledad. La panorámica que abarco a mi
alrededor con la mirada se me antoja enorme. Incomparablemente mayor que
cualquiera de los encuadres que he fotografiado. El estrépito de la mar tampoco
podría fijarlo de ningún modo. Tendría que grabar también el sobrecogimiento que
me produce, y de eso no hay manera. ¿Quién le puso a esta playa Silencio? Tal
vez quien se encontró junto al mar en bonanza del verano el nido fosilizado de
un ave de otro tiempo, un tiempo remoto y definitivamente callado.
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