Lee uno a diario la crónica de lo que está sucediendo en
Ucrania, las opiniones de quienes dan su parecer sobre cuál es el origen del
conflicto y de qué manera podría acometerse una resolución del mismo, y todo
termina acumulándose en la cabeza como una especie de masa con tropiezos
batiéndose a la velocidad del espanto. Hay quien aboga por la valentía, la
resistencia y hasta el heroísmo desde el confort de un sillón orejero. Hay
quien prefiere la prudencia de la rendición despreciando la dignidad ajena. Todos
etiquetan ideológicamente al sátrapa arrimando el ascua a su sardina. Las
fronteras nunca han sido tan permeables a un éxodo de proporciones tan enormes.
Del mismo modo, la memoria de esas fronteras nunca ha sido tampoco tan frágil
(cuando hasta hace nada era un tránsito imposible para expatriados que
arrastraban su éxodo desde latitudes más lejanas). Y en este panorama de
incertidumbres (al menos para los que abominamos de la soberbia de las verdades
sin réplica), una única certeza: el miedo a la extinción reprime la respuesta
que merecería el asedio ruso. Hemos conducido a la civilización a una
correlación de fuerzas basadas en la amenaza nuclear, y una vez llegados a este
grado de refinamiento cultural, hemos dejado en manos de psicópatas el botón de
la apocalipsis. La pregunta entonces sería: ¿cómo revertir este despropósito?
JCD
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