martes, abril 17, 2012

El redentorista


La letra pequeña de los viajes es un detalle casi ilegible de lo que también fueron y se olvidó pronto. Fuimos haciendo previsión semanas atrás de dónde iríamos, pero el mal tiempo pronosticado vino a aconsejarnos un destino distinto, más próximo, menos arriesgado. Se acertó de pleno. Y del menudeo ese al que aludía al principio, fijo ahora por curiosidad, que en la cambiante tarde del viernes, después de pasear largo desde bien temprano, de comer y beber generosamente, de disfrutar de un relajante tratamiento balneario y mientras respirábamos desde el mirador de las murallas un aire húmedo y alcanzábamos a lo lejos el Teleno nevado, un caminante encontradizo nos preguntó si además del paisaje como motivo estético, apreciábamos en el horizonte algún tipo de trascendencia. Ah, la paciencia del viajero descansado y feliz encaja con buen ánimo incluso este tipo de impertinencias místicas. Se trataba de un redentorista. Misionero, nos desveló enseguida, durante treinta y cinco años por tierras americanas. Desde Canadá hasta Chile. Había interrumpido su pequeño rosario anular muy posiblemente para matar el tedio con la charla. Tras una mañana soleada y fría, el cielo se había ido oscureciendo. Pesaba sobre el páramo como un falso techo mohoso y amenazantemente bajo. Por entre el espesor de las nubes se filtraba de vez en cuando el relumbre radial de un sol postrero. En esa telaraña veía el fraile la urdimbre divina. Uno, seguramente tan pegado al suelo como las lombrices, esperaba sin embargo que esa luz proyectase sobre las piedras de la pequeña ciudad episcopal ese relieve final de atardecer que tan bien le viene a las fotos con que fijamos los viajes. Ellas suelen ser su memoria salvada.

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