El sábado, después de una cena muy agradable, T. me aconsejó llevarme un librito titulado Las aguas del río, de Pilar Gómez Bedate. Lo leí ayer, mientras aguardaba por los rincones, como un refugiado en su propia casa, a que el pintor finalizase su trabajo. Poco más de setenta páginas de textos breves y poemas desnudos. De palabras precisas. De memoria y de añoranza. De aguas que transcurren fieles a su universal metáfora. De ocasos que cierran días y avivan el ascua de los recuerdos. De viajes felices. Y de separaciones fatales. En la primera parte, titulada como el libro, la autora hace un somero repaso de la vida. Desde la infancia en guerra al amor tras el que se viaja, y con el Duero zamorano como paisaje de fondo.
“Mi madre se abalanza hacia una ventana para cerrarla en el momento en que, fuera, se escucha el estallido de una bomba. Es de madrugada, mis zapatitos de niña, blanqueados la noche anterior, están secándoe en el alféizar y ocupan todo el espacio, como en una pintura de Magritte. El silencio posterior a la explosión, absoluto y lívido, tiñe al aire de su color”.
En la continuación, Otros ríos (Poemas italianos), se vuelve a Florencia y a su Arno, a las calles de Roma, a la noche de Pisa. Qué sugerente, por cierto, esa ventana iluminada próxima al Panteón donde se acierta a vislumbrar la promesa de un hogar compartido.
“En una de aquellas calles que rodean a este templo sin igual, y en nuestro camino de vuelta al hotel del Corso, cuando ya las luces de los interiores estaban encendidas, había una ventana en la que siempre se fijaban mis ojos: una ventana alta y alargada, próxima a una esquina, por cuyos finos visillos blancos se adivinaba la lámpara baja que bañaba la estancia en claridad dorada. (…) Yo añoraba una ventana como aquella que pensaba nunca poder tener pues, enamorados clandestinos y amantes viajeros como éramos, ¿de qué hogar íbamos alguna vez a ser dueños? ¿de qué ventana cuya lámpara pudiese cobijarnos alrededor de una mesa? Aquella ventana cercana al Panteón romano ha sido para mí, durante años, el símbolo de lo añorado.”
En De nuevo, el Duero, la muerte ya ha segado la dicha y hay un retorno a las aguas primeras, esas que cierran definitivamente el libro con una Suite final donde el río va “duplicando en su seno las imágenes de cuanto lo rodea / desde su nacimiento hasta la muerte”, como lo que se escribe. Pero el verdadero cauce sobre el que fluyen estas páginas no es otro que el reconocimiento a Ángel Crespo, no como poeta —que lo fue y de los grandes—, sino como compañero de vida al que se agradece lo compartido y del que se extraña la ausencia.
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