jueves, octubre 18, 2018

Gran desconcierto

El indócil entusiasmo de José Luis Argüelles

/por José Carlos Díaz/
(reseña publicada en El Cuaderno)
Escribir es una forma de pararse y de observar la vida en perspectiva. Petrarca se paró a contemplar los años malgastados en pensamientos amorosos, y Garcilaso, por aquello de la imitatio, exploró la fórmula contemplando el estado al que lo habían llevado sus pasos. Fray Luissiguió el ejemplo de ambos y echó los ojos y su pensamiento al pasado, arrepintiéndose de sus tibiezas y confesando el desconcierto en el que había andado («Condeno de mi vida la tibieza / y el grande desconcierto en que he andado…»).
Escribir poesía es una forma de ser fiel a cuanto damos por cierto, pero sobre todo de desvelar nuestras incertidumbres, valiéndonos para ello de la palabra heredada, sabiendo qué quiso decir en boca de otros y qué nuevas acepciones podemos añadirle.
Aquel desconcierto de Fray Luis se amplifica en el título del nuevo poemario de José Luis Argüelles. La cita del agustino abre sus páginas y se refleja distorsionada en la portada de Gran desconcierto, editado por Trea, que lleva por motivo de cubierta la mirada, también contemplativa, de un hombre hacia una ciudad dormida en la noche (precioso óleo de Melquiades Álvarez).
Las palabras renovadas remiten a las antiguas palabras como «cerezas en el bodegón de la memoria», según escribe Argüelles en el primer de los poemas de su libro, New York movie, que constituye a su vez una de las cinco partes en que divide el conjunto: New York moviePequeños poemas robadosZagajewski en OviedoPoemas y canciones contra el dañoConvalecencia.
Y es en concreto en la segunda y tercera de estas divisiones en la que explícitamente el autor pone de manifiesto la deuda de su poesía con la tradición, más o menos reciente, en la que se inspiran sus asuntos poéticos o la manera en que se afrontan. Las referencias son mayormente literarias (GoetheBrechtBurkeBiedmaKafkaEurípidesHomeroBotasThoreauMelvilleNemirovsky o, con especial protagonismo, Zagajewki), pero también se aprovechan otras vetas musicales, cinematográficas, pictóricas o políticas. Los poemas robados se constituyen así, más que en versiones de otros, en chispazos de lucidez sugeridos al hilo de lecturas, cuadros, música o películas.
«¿Cómo soportar la vejez/ sin un poco de amor/ o algo de gloria?» es, por ejemplo, la pregunta aforística que resume la Elegía de Marienbad, escrita por un anciano enamorado llamado Goethe. Frente al desconcierto de un Thelonius Monk, al que en su vejez todo le pasaba todo el tiempo, nos eleva la alegoría interestelar de Christopher Nolan, en la que el destino de los viajeros no es otro que «el éxodo en la noche inacabable/  por la bóveda fría,/ en busca del buen lugar…». Desde un ángulo más social, De vita civili se constituye como la contraposición comprometida al De vita beata de Biedma. Ante la cómoda resignación del noble arruinado que se proponía en ésta, el «vivir sin dar tregua a tanto engaño» por el que se decanta aquélla. Y no puede ser de otro modo, porque «los malvados tan solo quieren/ que no hagas nada», recuerda Argüelles reinterpretando a Burke y también a Gramsci, que culpaba a los indiferentes de la claudicación, como los culpa igualmente el autor de Gran desconcierto, para quien lo que importa, como así se proclama en la Canción de la página 63, es «la búsqueda,/ el indócil entusiasmo y ese gesto insumiso/ como vuelo de pájaro».
Ese entusiasmo es fervor: el mismo que propone Zagajewski contra la futilidad desmemoriada o la ligereza posmoderna; el mismo que defiende para una poesía de ideas pero sin grandilocuencia. Un Zagajewski al que se le dedica un poema que es también epígrafe del libro, Zagajewski en Oviedo. En este texto, el periodista que es Argüelles ejerce su oficio dejando que hable el protagonista, contextualizando la entrevista, la conversación que tuvo lugar con motivo de la entrega del Premio Princesa de Asturias, y extractándola en unos pocos y reveladores versos: «Y hablamos del fervor, de la defensa del fervor»Ya en el precedente poemario de José Luis Argüelles, Las erosiones, se tenía muy presente al poeta polaco, del que se extraía como introducción la siguiente cita: «¿Por qué la vida aspira tan tenaz a la destrucción?».
La destrucción es daño. Contra el daño, distintos daños, se escriben los poemas de la cuarta parte del libro, variada en formas (desde el haiku al soneto blanco, pasando por la prosa poética) y en asuntos. Ese daño es dolor. Así se titula, El dolor, el segundo de los poemas agavillados en esta división. En él se justifica, entiendo, gran parte de lo que luego se cuenta en los siguientes: «Sólo el dolor nos hace dignos…/ Aún me llama el joven que vigila/ ese fuego y escribe unas palabras,/ escribe porque ve una sombra, porque/  no sabe darle nombre a su intemperie». El joven al que alude es aquél que en los primeros setenta leía en Mieres a Celaya, a Vallejo o a Neruda. Media vida después, cuantos como él vivieron el compromiso en primera persona, tal vez pueden sentir la amenaza sobre la que Argüelles recelaba en un libro anterior: «lo peor es cuando el joven que fuimos nos escupe en la cara/ cuando llora en silencio y no sabemos qué hacer,/ cuando su dedo acusador nos señala lúcido». Por no darle motivos para la ira a ese fantasma de lo que fuimos, pero también porque se sigue manteniendo un empeño ético (eso sí, ya sin banderas: «la heráldica turbia de sus telas / está hecha de ceniza / gotea sangre»), los poemas de Gran desconcierto contradicen al título cuando pisan fuerte sobre la memoria recobrada: las escombreras de un pueblo minero abandonado; la memoria del padre que, como tantos otros, «sufrió el lúcido dolor de quienes una y otra vez salvan el mundo»; la constancia del niño que descubrió el poder de la palabra en un diccionario azul y cuya mano, cuando han pasado ya tantos años, «escribe todavía este poema»; o el retorno al «valle de los días quebrados/ y a la ciudad de niebla que allí sigue/ como marca de hollín, junto al río ceniciento». Las raíces se afianzan como las pocas certidumbres que cauterizan el desconcierto incluso a pesar de la tesitura elegíaca desde la que se convocan, la misma que sutura algunas evocaciones como Collioure, urdido con unos versos sutiles, hermosos: «La eternidad es esto:/ no añorar nada, acaso/ la luz de un limonero», o Los muertos, que «nada saben de nosotros,/ olvidan cada nombre/ y nos dejan el suyo/ poco a poco gastándose».
Pero hay también, en estos Poemas y canciones contra el daño, motivos para la esperanza, propósitos de carpediems, muy discretos versos de amor o sutiles ironías. En Canción de febrero, después del daño invernal, se anuncia «la vida que aún ríe entre las sombras».  A su vez, la Canción del ahora y la Canción del propósito nos proponen concentrar nuestra vida en el día presente («la muerte nunca,/ si ahora es siempre»), sin ceder jamás «a la falsa felicidad,/ a la inútil desdicha». Con respecto al amor, se nos ofrece en distintas versiones: a través de una deprimente Escena conyugal («el árido beso, los restos de jornada y oficina en sus manos de niebla, palabras desamparadas»); como salvación en Canción de la búsqueda: «en ti he creído, amor que aún nos salvas/ de la noche más ciega de la nada»; o como ideal de pureza encarnado en una muchacha desconocida. Por su parte, cierta causticidad se atisba en la Canción del santo reincidente, un encubierto homenaje, piensa uno, al Joseph Roth que escribió de cómo el vino transforma el mundo y cambia sus leyes para hacerlo más habitable.
El libro se cierra con Convalecencia, un largo e intenso poema que se subdivide en tres apartados: La conversaciónUn sueño y Un borrador. En una versión previa se había publicado ya en las páginas de El Cuaderno. Conforme a su título, la escritura de esta parte de la obra parece enfebrecida, ya no está embridada por la métrica rigurosa del resto del poemario, sino acuciada por un paradójico deseo de decir y un temor al tiempo hacia la palabrería hueca. En La conversación el enfermo recibe a sus visitas afectado no sólo por sus dolencias físicas, sino por el nihilismo desde el que observa el vacío de cuanto dice y escucha, la desolación del hospital y la vida como tránsito hacia una muerte que «tiene demasiados nombres / y a todos nos acostumbramos». En El sueño se ahonda en el registro onírico que guía en este final de libro la dicción de Argüelles. Parece un atribulado regreso a la adolescencia, a esa aduana de dolor en que rompemos lazos con padres y dioses, en que nos encontramos, por vez primera, verdaderamente solos. Hay un verso para mí esplendido en este tramo: «los años como el trapo sucio de los mecánicos».  Finalmente, se cierra todo con media docena de párrafos en prosa intitulados Un borrador. Son reflexiones llevadas al papel justo después de amanecer del sueño; borradores quizás que pudieran haber dado a luz poemas pulidos, domeñados en su expresión y urdidos con la emoción y ritmo que siempre acompañan al verso de José Luis Argüellles. Sin embargo, esos esbozos alcanzaron por sí mismos una categoría de estilo diferente, apasionado, potente, hipnótico casi. Todo un hallazgo no exento de riesgo (hasta Convalecencia, el poeta era fiel a su historia y al hábito de sus lectores; en Convalecencia nos ofrece una versión muy diferente de sí mismo, que resulta, a mi juicio, perfectamente complementaria —cuando a uno se le acumulan los cuervos, como a Thelonius Monk, conviene conjurarlos, sólo así se puede luego recuperar la armonía de los acordes—), el riesgo de quien lucha «palabra a palabra, silencio a silencio», «por buscar la alegría, por abrazar la vida interminable, la nada interminable».
A veces no alcanzamos a comprender las circunstancias y motivaciones últimas que provocaron una manifestación artística que nos ha conmovido. La manera de expresarse, la emoción transmitida, la belleza de lo creado y, sobre todo, la identificación con la alegría, la angustia, la perplejidad o el dolor de que se hace eco esa obra es lo que nos hace apreciarla. Pero queda siempre, al mismo tiempo, un sentimiento de insatisfacción porque, en el fondo, sabemos demasiado poco de cuanto leemos, de la música que escuchamos, de las pinturas que observamos, por mucho detenimiento que les dediquemos. «Saber tan poco tiene sombras,/ una púa que toca nuestra fragilidad»; «Saber tan poco nos desasosiega»: así se sincera José Luis Argüelles en el primero de los poemas de su libro, New York movie, cuando contempla un cuadro en un museo y le busca sentido a la pintura, el mismo que hemos intentado buscarle a su Gran desconcierto, un libro lleno de poemas a releer y citar del que quisiéramos saber más, como de todo gran libro (qué cuadro era ese al que se refería al inicio, cuándo aconteció su convalecencia, cómo transcurrió, minuto a minuto, su charla con Zagajewski). Aun así, con todo lo que ya nos ha dado tenemos más que suficiente como para guardarle rendido agradecimiento.
José Luis Argüelles escribe con calma. Hasta ahora ha publicado los poemarios Cuelmo de sombrasPasaje y Las erosiones, dejando que transcurriese entre ellos un buen puñado de años y mucha relaboración de cuanto luego se daba a imprenta. Ha sido también el autor de una antología imprescindible de la poesía asturiana, Toma de tierra, y sus aforismos se incluyeron en la recopilación Pensar por lo breve: aforística española de entresiglos, de José Ramón González. La espera de este cuarto poemario, Gran desconcierto, como ha sucedido en las ocasiones precedentes, ha merecido de nuevo la pena.
Gran desconcierto, José Luis Argüelles (Gijón: Trea, 2018)

Zagajewski en Oviedo

/por José Luis Argüelles/
Dijo: «La poesía no está de moda.
Paciencia.
Los poetas no se conocen a sí mismos,
solo interrogan a las sombras de los vivos y los muertos.
Paciencia.
Escriben desde la inseguridad».
Y recordó
esa historia de Ovidio
en su exilio de Tomis,
cómo compuso sus mejores versos
al añorar un mar perdido.
Cuánta soledad
para entregar un poco de luz, esas epifanías
que alguien, tal vez, comparta
no sé dónde.
Paciencia.
La emoción del pensamiento.
Antes, en el vestíbulo del hotel,
junto a un silencioso piano y su penumbra,
le pregunté por la famosa frase de Keats.
¿Son lo mismo verdad y belleza?
Mientras, afuera,
una llovizna gris caía como en una recordada página polaca.
Respondió que el poema restaura siempre la tensión
de aquella equivalencia tan frágil, perdida,
aunque un gorrión se acerca, a veces, a nosotros
y vemos en sus alas frágiles el milagro del mundo.
Y hablamos del fervor, de la defensa del fervor.
También de Rilke, ajena su elegía
al cieno ensangrentado
de la Gran Guerra,
cuando Europa
cavaba tumbas o trincheras
y los banqueros amasaban su oro con el gas letal
de las ideas fijas, los nacionalismos…
El último poeta
en mirar a los ojos del ángel más puro.
¿Belleza
y verdad son lo mismo?
Los poetas no están de moda,
están solos en su soledad acompañada,
extienden sus palabras y tocan a alguien
no sé dónde.
Paciencia.
Después volvió la historia de la vieja mano de Caín,
piras de libros, urnas fracturadas,
la quijada acechante, los grandes carniceros,
los bosques de abedules cenicientos,
Auschwitz, un muro,
el temblor en los labios de Paul Celan
y aquella pesadumbre en el cadáver del insomne Sena.
Habló también de las asimetrías,
esas grietas que crecen en nosotros y en la noche,
en la inconclusa noche de los vivos y los muertos.
La gris llovizna afuera tecleaba
la melancólica canción de los otoños.
¿Rilke y Celan?
Verdad
y belleza no son lo mismo,
no son lo mismo.
Dijo: «La poesía no está de moda.
Paciencia».

José Luis Argüelles (Mieres, 1960) es redactor del diario asturiano La Nueva España, donde también ejerce la crítica de libros. Es autor, entre otras publicaciones, de los poemarios Cuelmo de sombras (Versus, 1988), Pasaje (Trea, 2008) y Las erosiones (Trea, 2013, Premio de la Crítica de la Asociación de Escritores de Asturias). Para esta misma colección, preparó y prologó la antología de poetas en lengua asturiana Toma de tierra(2010). Sus aforismos han sido incluidos en el volumen Pensar por lo breve: aforística española de entresiglos (Trea, 2013), de José Ramón González.

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