Contaba
Cabrera Infante que cuando su hermano y
él eran niños, su madre les preguntaba si preferían ir al cine o a comer. Eran malos
tiempos. Su madre decía: "¿cine o sardina?". Nunca escogieron la
sardina. La vida se podía concebir sin sardinas, pero nunca sin cine.
Hoy
hemos estado de nuevo en Candás. Al alba. Cada año, por estas fechas, un poeta
recita desde el espigón unos versos al amanecer. Cuarenta ediciones van y todas
impulsadas por ese hombretón bueno y entusiasta que tan dentro lleva a su
pueblo, José Marcelino García.
El
amanecer era especialmente hermoso. Como un cinemascope proyectado a la altura
del horizonte. La rubiana, que así la llama Paco Velasco, vino a hacernos
honores en tan señalada fecha. A ella estábamos convocados los poetas que aquí
estuvimos en alguna de estas mañanas de poesía al alba. Nuestros nombres son
ahora las escamas de unas cuantas sardinas de cerámica que adornan el espigón
del muelle.
A uno
le complace estar fuera del pez, y no dentro, como Jonás. Y que se hayan
acordado de que anduve por aquí leyendo unas cuartillas en voz alta en una
mañana igual de hermosa. Esperando la amanecida, los cantos marineros de los
candasinos, la danza prima y el chocolate con churros.
No sé
si las sardinas nos sobrevivirán. Si al cabo de los años quedarán de ellas poco
más que las raspas. Pero el alba nos sobrevivirá seguro a todos y a todo, a los
poetas, a la vanidad de este instante y a los versos que un día leímos aquí. Como
bien decía Guillermo Cabrera Infante, la vida se puede concebir sin sardinas,
pero qué sería de la vida sin esos amaneceres de cine.
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